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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

La convergencia (empresarial) en el TTIP

Ekaitz Cancela

Miami ha sido el escenario elegido para avanzar en la onceava ronda de negociaciones sobre el Tratado de Comercio e Inversión que tratan de cerrar Estados Unidos y la Unión Europea (TTIP, por sus siglas en inglés) para finales de 2016. La Zona Libre de Miami es la mayor zona comercial privada del mundo, fue fundada en 1977 y tiene en cartera unos 200 clientes internacionales. Es considerada como uno de los centros financieros más importantes de Estados Unidos ya que goza de una situación geográfica privilegiada, en la encrucijada del Caribe, América Central y América del Sur.

“Esta ha sido una ronda muy dura”, expresaba en una declaración pública el presidente de los negociadores europeos, el español Ignacio García Bercero. Los tecnicismos, y que en muchos casos, los escritos sobre el TTIP están escritos en inglés, impiden a cualquier ciudadano medio que muestre algo de interés seguir lo que ocurre en las negociaciones.

Una de las áreas en las que se avanzaron en la ronda de la pasada semana fue en la llamada “convergencia regulatoria”. Es un concepto que se escucha poco. La Comisión Europea lo define como una oportunidad para simplificar la vida de las compañías, “en especial de las pequeñas”, y así aprender unas de otras en el uso de los recursos públicos para proteger a los ciudadanos. Una bella retórica que el siempre de referencia Corporate Europe Observatory califica como una “amenaza para la democracia”.

La convergencia regulatoria, o mejor enmarcada, unión transatlántica para la desregulación, se asienta sobre un problema de enfoque fundamental. Considera las regulaciones simplemente en términos de si afectan o restringen el comercio, en vez de como normas y reglamentos que surgen como resultado de debates políticos y sociales más complejos. La Comisión afirma que esta piedra angular del TTIP es una discusión técnica sencilla, pero existe el riesgo de que las conversaciones sobre convergencia reguladora sigan la misma lógica que los tribunales de arbitraje: una mala ley para el comercio es necesariamente una mala ley.

Por otro lado, la posición hecha pública por la Comisión en la que habla de un “proceso horizontal” plantea las dudas de si además se establecerá un Consejo creado ad hoc para decidir qué normas afectan al comercio y cuáles no. Cuando dicen horizontal, se refieren a leyes, no sólo que tengan un impacto en el comercio transatlántico, sino en todas las reglas existentes presentes y futuras. Los artículos 11.1 y 3 de la citada posición europea, con un vocabulario farragoso, evidencian que este mecanismo pretende convertirse en un cementerio para las regulaciones de interés público.

Institucionalización surrealista de los intereses de las corporaciones

La organización de consumidores europeos (BEUC, por sus siglas en ingles) ha definido la propuesta europeas como una “institucionalización surrealista” de la influencia de las corporaciones en la toma de decisiones europeas. Hablamos de que este consejo de convergencia o cooperación regulatoria tendría la tarea efectiva de “considerar las iniciativas reguladoras de otros Estados sobre la base de las aportaciones de una de las partes o grupos de interés.”

Teniendo en cuenta que la gran mayoría de los grupos de presión en Bruselas y Washington representan los intereses de las grandes empresas, es evidente que “la participación de las partes interesadas” significa abrir otra puerta a los representantes de la comunidad empresarial para que puedan influir en las leyes, antes incluso de que los representantes electos sepan de ellas.

La Dirección General de Comercio habla de la cooperación regulatoria como un “mecanismo de información anticipado para evitar que ambas partes regulen de manera aislada”. Pero, ¿la legislación europea sobre productos químicos (REACH), por ejemplo, podría haberse aprobado si la UE tuviera que co-legislar con Estados Unidos? El principio de precaución no es aplicado por las autoridades federales de Estados Unidos. Por ejemplo, 1328 sustancias químicas de los cosméticos están prohibidas en la Unión Europea, frente a sólo el 11 en EE.UU.

Proteger a los inversores, sí. Al medioambiente, no.

De nuevo, la Comisión dice que cualquier forma de convergencia normativa “no va a cambiar la vía en que se regulan las políticas públicas como la seguridad alimentaria o la privacidad de los datos”. Además, se jacta de su flamante propuesta. “El comercio no sólo es crear oportunidades económicas, sino que se necesita responsabilidad”, dice el posicionamiento público tras la onceava ronda de negociaciones del TTIP en relación a los avances en sostenibilidad ambiental.

Las filtraciones retratan otra vez las palabras de los negociadores europeos. En un documento hecho público por The Guardian sobre el compromiso ambiental tras la ronda en Miami, las salvaguardias ambientales son “prácticamente inexistente”. En enero, el bloque europeo prometió proteger leyes verdes, defender las normas internacionales y salvaguardar el derecho de la UE para establecer un alto nivel de protección del medio ambiente. Lo cierto, casi un año después, es que los compromisos están vagamente redactados y ni siquiera son vinculantes.

“Las garantías planteadas para el desarrollo sostenible son prácticamente inexistentes en comparación con las protecciones previstas para los inversores. Y la diferencia es bastante obscena,” le dijo Tim Grabiel, un abogado ambientalista con sede en París, al periódico inglés. “Tiene poco o ningún valor jurídico”, añadió.

El TTIP, por mucho que la retórica institucional lo adorne, no es un tratado de comercio. La barreras entre la UE y EEUU que pretenden tumbar ya son bajas, no hay garantía de que se vaya a producir una mejora económica en la ciudadanía o que el supuesto incremento de las exportaciones vaya a favorecer a las pequeñas empresas. El TTIP es una iniciativa estratégica para dar cobertura legal a la influencia de las corporaciones en la toma de decisiones europea. Desde el Tratado de Maastricht, los lobbies empresariales comenzaron a agruparse para impulsar la globalización y el expansionismo feroz de las grandes empresas. “Si nosotros hacemos dinero, creamos empleo, ganamos todos”, repiten sin cesar los accionistas en los que recaen los beneficios. Es un bucle infinito que nos ha llevado a unas cifras de desigualdad desorbitadas.

La democracia es un concepto que implica cuestionar la concentración del dinero y el poder en pocas manos porque para eso hemos de tener una distribución justa de bienes y unos impuestos a las rentas altas. Algo que tratan de impedir a toda costa. La elite económica tiene que encontrar formas para que la democracia no les moleste, y el TTIP es una oportunidad sin precedentes.

El argumento aducido es siempre que el Parlamento Europeo electo y los Estados Miembros tienen la última palabra en la ratificación del TTIP. Personalmente, lo secundaría si la influencia de las corporaciones en toda regulación no fuera tan obscena. El poder empresarial lleva décadas marcando la agenda europea. Volkswagen es sólo el ejemplo más evidente y cercano de que el ciudadano no pinta nada en esto.

Por otro lado, ¿qué tiene de democrático darle el TTIP ya masticado y listo para votar a unos eurodiputados que tienen que entrar en una sala de 10 metros cuadrados, sin móvil ni acompañantes para intentar comprender qué sucede con las negociaciones?

Para mayor preocupación está el hecho de la Comisión Europea le haya preguntado al Tribunal de Justicia Europeo si puede ratificar el Tratado de Singapur sin la aprobación de los 28 Estados miembros. A simple vista, parece una duda inocente sobre un tratado al que nadie mira, pero, en realidad, si el tribunal europeo le contesta de forma afirmativa, el TTIP también entraría en el grupo de tratados que no necesitarían ser presentados ante los parlamentos nacionales.

Qué estúpidos podrían defender abiertamente, en un tratado tan criticado y seguido con lupa, que se pueda privatizar los servicios públicos, abrir el mercado a productos prohibidos y seguir permitiendo que las corporaciones socaven el medioambiente. La elite sortea esos obstáculos de forma más inteligente. ¿Acaso el Partido Popular dijo en su programa que haría precario el empleo y criminalizaría la protesta ciudadana? En su lugar estableció una reforma laboral y una ley de seguridad ciudadana, conceptos ambos inocentes, pero que están detrás de los grandes recortes de derechos civiles en nuestro país.

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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

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