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Elogio (moderado) de la participación (limitada)

La confianza en los políticos cae al nivel más bajo en la última década

José Luis Moreno Pestaña

Profesor de filosofía de la UCA —

La publicación de los dos volúmenes Quelle démocratie? (París, Éditions du Sandre, 2013) nos permite a los lectores de Cornelius Castoriadis acceder a textos, muchos de ellos inéditos, difíciles de encontrar o repartidos por obras diversas de este enorme pensador. La lectura ha coincidido con el debate acerca de las candidaturas electorales entre la izquierda seria que no quiere seguir soportando la infania neoliberal.

Una de sus tesis fundamentales, en la que se mostraba muy vehemente, fue separar procesos democráticos y capitalismo. El capitalismo, si se le deja solo, congenia mejor con estructuras similares a aquellas en las que se gestó (monarquías absolutas y regímenes oligárquicos controlados por patricios) que con democracias. En su propia lógica, el capitalismo (no confundir con el mercado) produce la disciplina de empresa, un régimen de control técnico de los seres humanos de tendencias totalitarias: jamás produce democracias, ni siquiera defectuosas. Leyendo las noticias acerca de la élite “comunista” China comprende uno bien cómo los prohombres del capital (como el amo de Mercadona) se encuentran más contentos bajo la bandera roja del Imperio del Centro que en la España de Rajoy -en la que desde luego sólo se gobierna para ellos pero donde se le deja espacio, es verdad que cada vez menos, a la protesta. El capital, dejado a su lógica, produce o parasita gobiernos autoritarios, violentos y, ya que uno es más fácil de manejar que varios, monopartidistas.

Porque en la España de Rajoy hay elecciones. Es una democracia con participación limitada en la que gobierna de hecho una aristocracia política. Aristocracia (u oligarquía si consideramos que son pocos y además unos mantas) porque casi nadie puede acceder a la carrera política que permitirá ser elegidos y porque los recursos heredados (contactos, familia, etc.,) permiten progresar más que bien: un estudio serio mostrará cómo las tendencias dinásticas son fortísimas en los partidos.

Que se les tenga que elegir, ya introduce un elemento democrático en tales regímenes. Porque ningún régimen político es puro. Como sabía Aristóteles (al que Castoriadis leyó profundamente) congenian tendencias democráticas, aristocráticas y hasta monárquicas: todo dependía de en cuánto se dejaba decidir a todos, solo a los pocos o exclusivamente a uno. Lo decisivo para caracterizar un régimen no es que formalmente, por ejemplo, sea una monarquía. Hay asambleas democráticas -y no digamos partidos que se dicen tales- que funcionan como monarquías, con gente rondando ansiosa alrededor de un dirigente que, como Luis XIV, puede fulminarte cuando te deja de prestar atención.

Mejorar un régimen, desde el punto de vista democrático (se le puede mejorar desde un punto de vista aristocrático: eligiendo a los mejores), exige profundizar los mecanismos de participación y no restringirlos: ni al día de las elecciones ni, por supuesto, a una capa de dirigentes. Pero resulta absurdo decir que esas democracias son burguesas si se quiere decir que son marionetas del capital. Surgieron, insiste Castoriadis, por la movilización democrática de la burguesía y del proletariado y gracias a ésta introdujeron un principio político, el de discusión colectiva, en las tendencias espontáneas del capital: gestionar técnicamente los asuntos públicos como se supone que se gestiona técnicamente la economía. De ese modo, el capital es tendecialmente cientificista y, se ha dicho ya, dictatorial.

Los asuntos públicos no se gestionan técnicamente y tampoco la economía (aunque tener conocimientos nunca estorba para nada: pero cualquiera, en la mayoría de los casos, con práctica y estudio, los puede adquirir, al menos en la gran mayoría de los temas). No puede hacerse, porque no hay ciencia de la política o la economía susceptible de proponer aplicaciones técnicas de un conjunto de leyes seguras. Pero pongamos que las hubiese. De ser tal, ascenderían, en los partidos y en los consejos de administración, los mejores. Basta con hacer un balance de las carreras que uno tiene alrededor para darse cuenta de que ni hablar del peluquín: sube gente locuaz, gente que tiene capacidad para gestionar secretos y para generar complicidades en ambientes distintos, para enfrentar a unos con otros y quedar siempre como conciliador, para ejecutar discursos, floridos o dramáticos, imposibles de concretar y que cada uno (mal)entiende como le place, con don de gentes y ahora muy guapa y fotogénica.

Pero, insiste Castoriadis, con razón, la competencia es otra cosa. Si nos tomamos el asunto en serio, ¿por qué no seleccionar a los políticos con exámenes, como se seleccionaba a los mandarines? Podrían incluirse en el examen preguntas de todo tipo, también ideológicas. Incluso podrían formalizarse requisitos extras para el acceso a la profesión. ¡Aquí no entra nadie que no haya demostrado su capacidad en lo que se defina como fundamental!; por ejemplo, tener al menos alguna de estas cualidades: montar movimientos sociales, participar en un claustro, una asociación de vecinos, la Corte de un dirigente, tener un familiar importante en el mundo de la banca o de la cultura, el partido etc. De ese modo, acumulará un capital militante mínimo sin el cual le será imposible presentarse al examen. La experiencia siempre tiene que ser un grado.

Sucede como si el principio de gestión técnica del mundo (característico del capitalismo) se mezclase con el principio de la participación popular. Y los regímenes de participación limitada interiorizasen la idea tecnocrática de que los gobernantes tenían que ser mejores que los gobernados. Las democracias antiguas funcionaban con otra lógica pero somos pocos las que la defendemos hoy.

Como explicó Bernard Manin en un libro clásico (Los principios del gobierno representativo) se instauró el principio de distinción: el gobierno solo deben ocuparlo los más capaces. Dependiendo de los modelos políticos dominantes en cada era de la democracia, para elegir gente distinguida se privilegia a los notables, a quienes muestran fidelidad a un partido y, últimamente, a quienes saben captar la atención de los medios de comunicación. Según el principio de distinción en el que se apoya cada uno de los modelos, cabe pelearse: los notables privilegiarán que son personas reconocidas en la sociedad civil, los del partido que creen en la causa y que son fieles a ella y que la ideología es el criterio fundamental de la práctica a todos los niveles (lo demuestra China donde se hacen exámenes de marxismo leninismo...) y, en fin, luego están los hombres y mujeres del pueblo, capaces de captar la atención, aunque en sus entornos cotidianos sean considerados unos incompetentes y unos trepas. El principio de distinción admite debates sobre cuál es el criterio básico a imponer: ser un líder de la sociedad civil, un militante concienzudo y devoto o una persona con carisma.

Así son nuestras democracias y son mejores que la dictadura china que ni tiene participación limitada y, esa sí, además es completamente funcional al capital. Por eso es importante participar en las elecciones y elegir a aquellos que (líderes, militantes devotos o carismáticos) representan ideas políticas. Es mejor elegirlos a ellos, como diría Castoriadis citando a Rousseau, para al menos ser libres un día cada cuatro años: mejor un día que ninguno y mejor seleccionar elites que deben pasar un escrutinio cada cierto tiempo que dejarlos ascender por una falsa ciencia sea neoliberal, keynesiana o marxista.

Pero si se quiere juzgar sobre la calidad democrática de un líder, el criterio está claro: ¿hasta dónde piensa dimitir de la idea de que él es mejor que los demás para decidir cotidianamente y qué mecanismos piensa poner en práctica? ¿Hará referendos, seleccionará a la gente competente sin contar solo con sus amigos de francachelas, rendirá cuentas sobre lo que hace, permitirá que su equipo no esté formado por cortesanos sumisos? Yo votaré al que crea que más se aproxima a esas prácticas y permaneceré escéptico ante los líderes de la sociedad civil, los devotos de la sede de su partido o los campeones de la telegenia. Porque, faltaría más, me parece que hay que admirar (hasta, incluso, enamorarse de ellos...) a los notables, los entregados a la causa y a los carismáticos pero no estoy convencido de que tengan nada que los haga mejores para gestionar los asuntos públicos. Para otras cosas sí, pero para gestionar los asuntos públicos: ¡no!

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