Pedro G. Romero, artista: “Sin conocer nuestra versión de la modernidad, siempre haremos el cateto”
Pedro G. Romero (Aracena, 1964) asume con resignación la avalancha de llamadas que viene recibiendo desde este fin de semana, cuando se anunció la concesión del Premio Nacional de las Artes Plásticas y sus correspondientes 30.000 euros a la “trayectoria consolidada cuya obra artística, intelectual y material” que “abarca múltiples campos de sentido y formatos aparentemente opuestos (escultura, cine, producciones archivísticas, performances, etc.), integrando las prácticas curatoriales y de investigación en su quehacer artístico”.
Acostumbrado a habitar los márgenes de la heterodoxia y la experimentación, se toma el galardón con gratitud, pero relativizando. “Un artista radical, como se ha dicho que yo lo soy, lleva esto regular, pero con el flamenco he aprendido que se puede ser hegemónico y marginal a la vez. Estar en los palacios y en las instituciones y seguir viviendo en Las Tres Mil, haciendo una vida otra. En ese sentido, no lo llevo mal”.
El jurado del Nacional ha valorado las aportaciones de Romero en empeños tan celebrados como su Archivo FX, popular o A de Archipiélago, pero todo empezó para él del modo más casual. “Siempre me ha interesado pintar, desde chico”, recuerda. “Fue Ignacio Tovar quien eligió mi obra cuando todavía no se podía ni hablar de ella, la incluyó en una exposición llamada Ciudad invadida y aquella fue mi catapulta. Yo era muy joven, y casi sin darme cuenta me incluyeron en una colectiva en Alemania, me contactó un galerista… Cuando vine a ser consciente, estaba ya en una lógica de mercado. Los sevillanos estaban entonces de moda, todo el mundo quería tener uno en sus filas. Fue todo tan vertiginoso que me obligué a hacer una parada y preguntarme si el estudio, la galería y los museos, los ciclos de dos años en el mundo del arte, era lo que de verdad me interesaba”.
El tiempo de los genios
Entre aquellas respuestas, lo que tuvo claro Romero fue que no le apetecía nada someterse a corsés formales ni técnicos, aunque a esa conclusión llegó de una forma más intuitiva que otra cosa. “La vida me ha ido llevando por sitios, desde el principio hacía exposiciones como teatro y música, con proyectos con nombres como Tambor Futurista o Matemática. Lo que siempre me interesó mucho fue el trabajo colectivo. Ahora en el cine lo he vuelto a encontrar con naturalidad, esa idea de que una película se hace entre muchos”, explica. “Con este premio se reconoce también toda una situación que se ha creado, que hemos creado, en Sevilla y también en Barcelona, una serie de colectivos de diversas maneras de producción que han ido formando una escena fuerte, que casi funciona por sí misma. Ya no estamos en la época de los genios en el arte, aunque otras disciplinas están llenas de ellos. En el arte, el trabajo depende hoy de más factores, y no de la inspiración de una sola persona”.
Otro de los trampolines que proyectó la obra de Pedro G. Romero fue el flamenco, campo en el que ha trabajado con figuras como Israel Galván, Rocío Márquez, Niño de Elche, Tomás de Perrate, Úrsula López o Rosalía. “Empecé como aficionado, trabajando por amigos como José Manuel Gamboa o José Luis Ortiz Nuevo, y a codearme con Enrique Morente, con Rafael Riqueni, Pepe Habichuela, Carmen Linares, la gente que frecuentaba el Candela de Madrid… Al final acabé con Israel Galván haciendo Los zapatos rojos, que son un punto de inflexión a la altura del Omega de Morente, o más allá. Aquel montaje me marcó. Yo quería resistir, no quería banalizar mi relación con el flamenco, pero lo cierto es que me dio una visibilidad en una escena que no era la del arte. Así, entre dos escenas, una rebotaba en otra y se producían efectos inesperados”.
Uno de aquellos efectos: Rosalía mencionó durante la promoción de su disco El mal querer un libro que le había recomendado Romero, y el nombre del onubense casi dio la vuelta al mundo: “Algo así te da que pensar sobre el mundo en que estamos”, sonríe el artista. “Me entrevistaron más incluso que ahora con el premio, en revistas del corazón, de moda… Hasta mi hija pequeña pensó que su padre debía de tener cierta importancia, cuando Rosalía lo mencionaba”.
En todo caso, para muchos, Pedro G. Romero ha formado parte de un grupo de “libertadores” que vendrían a rescatar este arte de las garras de los guardianes de las esencias que lo tenían secuestrado. Él no se considera del todo como tal, pero recuerda que “hasta Manuel Herrera, el director de la Bienal de Sevilla que iba a traer la vuelta al orden tras Ortiz Nuevo, nos apoyó. Nos adelantamos veinte años a lo que se estaba haciendo. Sabía que las críticas nos iban a crucificar, pero nos decía: ‘Id preparando otro espectáculo para la próxima Bienal’. En el flamenco, lo central y lo periférico siempre se están alternando”.
Culto vs popular
“La crítica más folklórica nos hacía monumentos al improperio, pero como muy listos no son, no se daban cuenta del monstruo que estaban construyendo”, prosigue. “Eran los tiempos. Ahora en la Bienal vemos de nuevo ese absurdo empeño en la vuelta al orden, pero sin pies ni cabeza, con cosas que vuelven a ser un revoltijo, cuando los artistas ya están en otro sitio. Son cosas de una ciudad que a veces se empequeñece, pero el tiempo de la caspa y el garbanzo ya han pasado. Estamos en el que existen las redes, internet y un montón de cosas que dejan ese discurso en un blablablá ridículo. Yo venía de esas galerías en las que un tipo se ponía a mear y la gente calculaba el arco de la meada, así que no me iba a asustar de nada. Lo que intentamos fue que el flamenco llegara a la madurez, que hablara como otros artes, sin complejos, sacarlo de esa minoría de edad en la que los críticos señoritos y los políticos quieren mantenerlo, porque le interesa para sus fiestas”.
Por último, cuando se le pregunta por lo que necesita el arte andaluz para salir de ese cierto subdesarrollo que parece arrastrar siempre, suspira antes de responder: “Son muchas cosas. Lo más importante es fortalecer las situaciones locales. Los artistas también tenemos una gran culpa, con ese empeño en distinguir entre lo culto y lo popular. O en caer en tópicos como la Semana Santa, la Feria o el Rocío desde el mismo ángulo, cuando ya en el siglo XIX había lecturas que valdría la pena rescatar. O la tauromaquia, con esa simplificación del problema con discursos naïf. Aquí nadie se toma en serio que los toros son cultura, y a partir de ahora se pueden trabajar muchas líneas, pero todo se banaliza”.
“Por otra parte, esa obsesión por el Museo Picasso, sin entrar en que sea más malagueño o más parisino… Me parece una oportunidad perdida. Lo interesante sería preguntarse cuál fue la verdadera modernidad que hubo en Sevilla y Andalucía, todos esos artistas de los años 10 y 20 del siglo pasado, el Ultra y todo lo demás, que hicieron que Sevilla estuviera en los membretes de las revistas dadaístas de toda Europa. No hay un sitio para conocer eso. Y sin conocer nuestra versión de la modernidad, siempre haremos el cateto. Brasil conoce su propia tradición, Argentina también. Aquí no pasa eso. Los turistas alemanes vienen a Málaga a encontrarse con una exposición de artistas alemanes”.
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