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De poco vale incentivar la entrada de las niñas en la ciencia cuando escasean las salidas

La carrera científica es una carrera de obstáculos para cualquiera, pero especialmente para las mujeres. La cuestión no es cómo tan pocas mujeres consiguen encontrar un lugar profesional en la ciencia, sino cómo esas pocas lo han conseguido pese a las enormes dificultades que han tenido que afrontar. Las mujeres que lo consiguen lo hacen porque son con frecuencia mejores que sus equivalentes masculinos, y, probablemente, porque han trabajado más horas y han hecho más sacrificios que ellos al tener que combinar lo profesional con lo personal. Pero nadie tendría que verse obligado a elegir entre la vida personal y el trabajo, y las mujeres investigadoras son sometidas a esta disyuntiva todo el tiempo. De hecho, la principal queja de las mujeres en ciencia es una y otra vez la absoluta falta de conciliación entre la vida laboral y familiar. Todo parece hecho a medida para dejarlas atrás.

Las cifras muestran que hay pocas mujeres en ciencia y hay varias circunstancias que lo explican y comienzan desde la más tierna infancia. Las niñas con sólo 6 años se sienten menos brillantes y más incapaces de destacar en los campos de la ciencia y la tecnología. Según apunta el informe PISA, los padres tienen menos expectativas puestas en ellas e incluso se ha demostrado que los docentes las evalúan peor en las asignaturas científicas y técnicas. A esto se suma el llamado efecto Matilda, que no es más que la invisibilización de la labor de las mujeres científicas a lo largo de la historia, y que hace que las niñas carezcan de referentes relevantes en los que buscar inspiración.

Los gobiernos se obsesionan con alimentar las vocaciones de las niñas: dar charlas en los institutos, ir a los colegios a hablar de ciencia, mostrar la labor de científicas ignoradas por la historia, etc… El presidente Sánchez anunció el pasado año una medida para favorecer que las jóvenes accedieran a los STEM (estudios universitarios científico-tecnológicos): ofrecer el primer año de carrera gratuito. Pero ¿para qué? Las estadísticas demuestran que las chicas que quieren estudiar ciencias no tienen grandes problemas para acceder a estudios superiores, y más desde que existen becas; no es una cuestión monetaria. El problema es encontrar salidas laborales a las carreras científicas, no entradas. ¿De qué sirve que haya más jóvenes que estudian carreras técnicas si una vez terminada una licenciatura o un doctorado ya no hay trabajo para ellas? Las chicas jóvenes miran con lupa qué trabajo les va a permitir hacer una carrera profesional compatible con la vida, ninguna quiere una que les robe su juventud, sus energías y sus ilusiones para no llegar finalmente a nada. Y lo que ven las jóvenes y no tan jóvenes es que aunque se licencien con nota y se doctoren cum laude, nunca es suficiente. Los trabajos estables y de calidad son para sus compañeros varones.

¿Pero es solamente por su menor presencia en las carreras más técnicas que las mujeres están infrarrepresentadas en el sistema científico? ¿Cambiaría la situación en caso de que hubiera más mujeres que estudiaran dichas carreras? El hecho es que ya hay otras carreras científicas en las que las mujeres son mayoría de licenciadas y tienen mejores expedientes académicos. Sin embargo estadísticas del CSIC demuestran, año tras año, que llegado un cierto nivel profesional, concretamente a partir del período postdoctoral, las mujeres van desapareciendo (y abandonando) y los hombres copan la mayoría de puestos de responsabilidad. Se genera lo que las especialistas llaman un gráfico de tijera, que el resto de mortales conocemos como techo de cristal: no acceden por ser mujeres, sin más. Y no es una exageración; un conocido estudio realizado en Princeton y publicado en la prestigiosa revista PNAS demostró que el mismo currículo es evaluado muy inferiormente por el simple hecho de llevar nombre de mujer; es conocido como el caso Jennifer y John. Otros estudios similares concluyeron exactamente lo mismo. Desafortunadamente, las mujeres que evalúan se comportan igual que sus compañeros varones y no parecen muy dispuestas a dar oportunidades.

Alimentar vocaciones en las niñas es, por tanto, puro postureo: si luego les vamos a negar un trabajo y a la hora de la verdad las mujeres se quedan fuera de la carrera científica u ocupan lugares secundarios dentro de ella, no vamos a convencerlas de que la ciencia es un campo profesional con futuro, más aún si los referentes de éxito continúan siendo figuras masculinas. Estas políticas resultarían alentadoras si se hiciera un esfuerzo paralelo en promover políticas de empleo que no discriminen mujeres, en particular su acceso a altos cargos. Si las niñas ven que, con idénticos estudios, papá es científico y mamá es técnico de laboratorio, tendrán la sensación de que como científicas no van a llegar muy lejos.

Hay campos técnicos especialmente adversos para las mujeres. Comentaba una estudiante de ingeniería en la Universidad Politécnica de Madrid que su profesor les espetó directamente en sus narices que esa carrera no es para mujeres y que ella no iba a aprobar su asignatura. Esos exabruptos machistas son el día a día de las mujeres en la universidad. Algunas lo aguantarán todo por su vocación y seguirán adelante; a otras les parecerá que claramente no merece la pena el triple esfuerzo y la humillación. Pero además de esas situaciones claramente discriminatorias, hay todo un rango de situaciones difíciles de clasificar que van tejiendo una red casi invisible a las cual las niñas y las mujeres se van enfrentando al largo de su vida. No hay más que comprobar cómo las mujeres se ven abocadas a menudo a cubrir los roles más administrativos o relacionados con la enseñanza porque se considera que son buenas secretarias, organizadoras o maestras. Por ejemplo, en las reuniones es mucho más común que una mujer (no importa el cargo) sea la que toma notas.

Este tipo de situaciones de desigualdad sistémica son probablemente las que alimentan el síndrome del impostor que, aunque no es exclusivo de ellas, se comporta como una plaga entre las mujeres: frente a la aparente seguridad, la frecuente soberbia y la competitividad masculina (los hombres, al contrario que las mujeres, tienden a exagerar sus capacidades, e incluso a ocultar sus inseguridades) la mujer se siente inferior, siente que no merece el lugar que ocupa. Este es un punto central: ¿no sería la ciencia de mejor calidad si todos los científicos tuvieran mayor capacidad de auto-crítica?, ¿si fueran capaces de revisar sus datos una y otra vez, para llegar a conclusiones con parsimonia y contemplando todas las posibilidades? Aparentemente estas son características más femeninas que masculinas. Entonces, no estaría de más que adaptáramos las formas de evaluación de la ciencia para que estas actitudes, y las personas que las incorporan, fueran bien evaluadas.

¿Por qué no dejamos de echarle la culpa a las niñas de que no se interesen por la ciencia? ¿Por qué no se deja de acusar a las mujeres científicas de que no se esfuerzan lo suficiente, o de que no tienen bastante vocación? ¿Por qué no empezamos a preguntarles a los responsables de las instituciones cómo es que las mujeres presentan mejores expedientes académicos que sus compañeros masculinos y sin embargo no acceden con igualdad a los puestos relevantes? ¿Por qué no empezamos a pedir explicaciones de por qué tener familia destruye la carrera profesional de las mujeres mientras que impulsa la de los hombres? Los científicos somos muy sensibles a las evidencias; pero a veces estas evidencias no se quieren ver. Si no, ya habría una política de cuotas y de conciliación eficiente para la carrera científica.

No parece que en general los hombres en la academia, y siempre hay excepciones para todo, estén haciendo grandes esfuerzos por cambiar todo esto. Francamente, están imbuidos en su dinámica de alta competición, y una dinámica así no da para pensar en nada más que en “sálvese quien pueda”. Quieran o no, los identifiquen o no, los hombres gozan de ciertos privilegios por el simple hecho de ser hombres. A las mujeres les resulta difícil acceder a la competición académica y además cuando compiten sus esfuerzos no se reconocen fácilmente. Las instituciones no se han dignado todavía a reconocer el mérito de tantas científicas olvidadas. Entre losNobel ignorados hay flagrantes olvidos de mujeres. La academia sueca no le va a conceder a Rosalind Franklin, por ejemplo, el Nobel que merece, ni siquiera a título póstumo.

Es de una gran hipocresía insistir en crear vocaciones en las niñas y animar a las jóvenes a estudiar carreras de ciencias. Es un engaño estimular a las jóvenes licenciadas a iniciar una carrera profesional en la ciencia, o a las doctoras a viajar por el mundo para completar su formación, cuando al final no van a entrar en los mejores puestos. A pesar de todo, muchas mujeres harán el esfuerzo, esa es la enorme dimensión de su vocación.

Que haya algunas mujeres que consigan un puesto relevante en el mundo académico, bien sea comportándose igual que los hombres, o por su enorme sacrificio, o por un afortunado golpe de suerte, o por su extraordinario talento… solo demuestra que las mujeres tienen que poner mucho más de sí mismas que sus compañeros para llegar al mismo sitio. Son tantas las barreras y tan grueso el techo de cristal que una gran parte de las mujeres que entran en ciencia se rinde y el sistema se perpetúa. El sistema es patriarcal y tóxico, no nos sorprendamos entonces de sus resultados. Tendremos que aplicar fórmulas distintas si queremos que el producto cambie; no podemos ni debemos perder la esperanza. Como decía Einstein: “Locura es hacer lo mismo una y otra vez y esperar resultados diferentes”.

La carrera científica es una carrera de obstáculos para cualquiera, pero especialmente para las mujeres. La cuestión no es cómo tan pocas mujeres consiguen encontrar un lugar profesional en la ciencia, sino cómo esas pocas lo han conseguido pese a las enormes dificultades que han tenido que afrontar. Las mujeres que lo consiguen lo hacen porque son con frecuencia mejores que sus equivalentes masculinos, y, probablemente, porque han trabajado más horas y han hecho más sacrificios que ellos al tener que combinar lo profesional con lo personal. Pero nadie tendría que verse obligado a elegir entre la vida personal y el trabajo, y las mujeres investigadoras son sometidas a esta disyuntiva todo el tiempo. De hecho, la principal queja de las mujeres en ciencia es una y otra vez la absoluta falta de conciliación entre la vida laboral y familiar. Todo parece hecho a medida para dejarlas atrás.

Las cifras muestran que hay pocas mujeres en ciencia y hay varias circunstancias que lo explican y comienzan desde la más tierna infancia. Las niñas con sólo 6 años se sienten menos brillantes y más incapaces de destacar en los campos de la ciencia y la tecnología. Según apunta el informe PISA, los padres tienen menos expectativas puestas en ellas e incluso se ha demostrado que los docentes las evalúan peor en las asignaturas científicas y técnicas. A esto se suma el llamado efecto Matilda, que no es más que la invisibilización de la labor de las mujeres científicas a lo largo de la historia, y que hace que las niñas carezcan de referentes relevantes en los que buscar inspiración.