Sacrificio mundial

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Han pasado 12 años desde la designación de Qatar como sede del Mundial de futbol, 12 años en los que se podrían haber cambiado muchas cosas, pero todo ha permanecido exactamente igual. Hoy la atención mediática de medio mundo está focalizada al oeste del continente asiático, en un pequeño estado con poco más de dos millones de habitantes, que posee la tercera mayor reserva mundial de gas natural y tiene la renta per cápita más alta del planeta. Con esta descripción podríamos pensar que se trata del mismísimo paraíso terrenal pero quizá gracias a la celebración del Mundial de futbol la mayoría sabemos que la realidad es bien distinta. Cuando la FIFA designó al país catarí como sede de la competición para 2022 este no contaba con las instalaciones adecuadas y requeridas para tal evento como estadios, establecimientos hoteleros, centros de tecnificación o incluso infraestructuras aeroportuarias. Todo ello se ha construido y adecuado en tiempo récord, pero ¿cómo?, esa es la cuestión principal.

Allá cada uno con sus prioridades y decisiones, pero aquí tienen a una que renunció hace ya tiempo a engordar la cifra de seguidores papanatas de un deporte espectáculo que para mí es mucho más que 22 personas corriendo tras un balón, por no hablar de la lectura patriota que se hace en la mayoría de las ocasiones cuando los enfrentamientos son entre selecciones nacionales.

Soy futbolera, mucho. El deporte rey forma parte de mi vida desde siempre, por mi padre, por mi hermano, por mis hijos y por mi afición. He recorrido la mayoría de los campos de futbol de la Comunitat Valenciana siendo hermana y madre de jugador; he vivido victorias y derrotas por multitud de estadios españoles de mi Levante UD, ascensos y descensos de categoría en el Ciutat, en Jerez, en Lleida. Un partido de fútbol de la selección española me retrotrae siempre a aquellas bandejas de tortilla de patata, queso, fuet, papas y refrescos que compartía cara al televisor primero con mis padres y hermanos y después con mis hijos. A esas tardes que quedabas en el bar con los amigos y acababas abrazando a desconocidos tras los goles.

 Pero este mundial me niego a verlo. Por todas esas personas que han fallecido construyendo estadios, por las mujeres que viven denigradas, por el colectivo LGTBI que es perseguido, por los atentados a los derechos humanos, y por mí. ¿Qué clase de persona sería llenando mi boca en la defensa y avances para toda la humanidad y permitiendo al mismo tiempo tales barbaridades? No pretendo juzgar a nadie, me juzgo a mí misma.

Seguramente nada cambie mi sacrificio, porque para mí no disfrutar del espectáculo supone una renuncia, pero es desde luego lo mínimo que merecen aquellos que tanto han sufrido para que este Mundial se pueda celebrar.

Y permítanme decirles que todavía no entiendo cómo ningún país – incluido el nuestro- se ha negado a viajar a Qatar a participar en el Mundial. Mas allá de los gestos como pintar una bandera de arco iris en el autobús oficial, los países deberían haber presionado para que este evento no llegará a celebrarse. Si no eran conscientes cuando se designó hoy si lo son y por desgracia no hablamos de cobardía, hablamos de intereses económicos y de una gran hipocresía de quienes mirar hacia otro lado conociendo la realidad.