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Reuniones secretas y llamadas para una “misión casi suicida”: así firmaron Zaplana y Pujol la paz lingüística

El periodista de investigación Sergi Castillo, autor de 'Operació AVL'.

Lucas Marco

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Hubo un tiempo en que el conflicto lingüístico condicionó casi totalmente la política valenciana. Amplificado por la derecha en la Transición, el movimiento blavero (en referencia al blau de la senyera coronada), con el apoyo incondicional del diario Las Provincias, se empeñó en boicotear cualquier intento por normalizar la lengua que valencianos, catalanes y baleares comparten. La creación de la Acadèmia Valenciana de la Llengua (AVL) pacificó el debate y, a la larga, permitió que la politización del valenciano dejara de ser un ariete perfecto para que el PP golpeara a la izquierda.

Más de dos décadas después de su creación, el periodista de investigación Sergi Castillo (Cocentaina, 1978) ha trazado en Operació AVL, el pacte lingüístic dels valencians, editado por Vincle, las interioridades de la negociación para la paz lingüística. “Se actuó con mucho secretismo y se ocultó mucha información”, declara a elDiario.es el autor.

El libro, que presenta este próximo jueves el presidente de la Generalitat Valenciana, Ximo Puig, revela algunas de las claves del diseño de la institución entre dos personajes que no han pasado precisamente a la historia por su juego limpio, pero que en este caso hicieron una aportación a la convivencia: Jordi Pujol y Eduardo Zaplana, ambos presidentes autonómicos por aquel entonces.

Tras la primera victoria electoral de José María Aznar en 1996, Pujol incluyó en sus condiciones para ceder el apoyo de Convergència i Unió a los populares que se normalizara la política lingüística en Valencia. El presidente catalán no discutía la denominación de valenciano pero incidía en la necesidad de establecer definitivamente la unidad de la lengua. “Todos tuvieron el compromiso y, a pesar de las dificultades, se pusieron de acuerdo”, afirma Castillo, quien advierte: “Pasado el tiempo es el momento de sacar a la luz la historia y ponerla en valor porque la información que se transmitía entonces no era real”.

Aznar delegó la negociación en Eduardo Zaplana, una “misión casi suicida”, escribe el autor, quien recuerda que pactar con Pujol en aquella época era enfrentarse a su socio de entonces, Unió Valenciana, el brazo político del blaverismo engullido finalmente por el PP. También suponía enfrentarse a su mentora: la entonces directora de Las Provincias, María Consuelo Reyna, y su tóxica e influyente pluma de columnista.

Así, el 8 de abril de 1996 tuvo lugar la reunión secreta en el Mas Calvó de Reus entre Pujol y Zaplana. Tan discreta fue que el presidente valenciano prescindió de su chófer oficial y acudió en un coche conducido por su cuñado Justo Valverde (quien, en otro orden de cosas, acabaría condenado a cinco años de prisión por estafa y falsedad en el 'caso Terra Mítica'). 

De camino, según cuenta Sergi Castillo, hicieron una parada en una gasolinera. El entonces conseller de Cultura, Fernando Villalonga, un diplomático vestido de chándal para la ocasión, deslizó un folio escrito a dos caras por la ventanilla, ligeramente bajada. La visión de Villalonga, un personaje que se buscó Zaplana para nutrir sus inexistentes cuadros en materia cultural, pasaba por el reconocimiento de la unidad de la lengua, la enseñanza conjunta de la literatura catalana y valenciana, así como la normativa del Institut d'Estudis Catalans, en su variante occidental, para la administración.

Durante aquella reunión Zaplana manifiesta su interés por afianzar la colaboración entre ambos territorios vecinos en materia económica, de negociación de las competencias y de la financiación autonómica. También en otros negocios menos decorosos: el yerno de Zaplana, Luis Iglesias Rodríguez, ha sido socio de Oleguer Pujol en diversos negocios investigados por la Audiencia Nacional. 

Las presiones para que decapitara a Villalonga (Las Provincias le dedicaba una portada cada día, no precisamente amigable, y su domicilio fue atacado) surtieron efecto. El diplomático fue relevado por otro viejo conocido de la política valenciana y de los tribunales: Francisco Camps. A partir de ese momento, cada bando calmó los ánimos de sus respectivos aliados, ya fuera el Institut Interuniversitari de Filologia Valenciana, dirigido por el catedrático Antoni Ferrando, o la Real Acadèmia de la Llengua Valenciana, un casposo organismo que al ver peligrar las subvenciones se subió al carro, no sin conflictos internos.

Zaplana y Pujol fueron superando los escollos de la negociación a base de llamadas telefónicas y de variopintas reuniones (el periodista narra en el libro una encerrona que le hicieron en Barcelona a Antoni Ferrando, entre otros episodios desconocidos). 

La creación de la AVL permitió la paz lingüística o, al menos, un alto el fuego. “El conflicto lingüístico lo eclipsaba todo y no dejaba que Zaplana pudiera vender otras cosas que era lo que él quería, por eso entendió que había que pasar página”, explica Castillo. “En los momentos de mayor debilidad del PP es cuando han recurrido a este tema, cuando han estado cómodos con un proyecto no ha habido necesidad de entrar a cuestionar algo [la unidad de la lengua catalana] que está clarísimo en todos los órganos y en la propia academia”, agrega.

El periodista recuerda que los dos partidos que aumentaron sus votos en las siguientes elecciones fueron precisamente los que habían apoyado la creación de la AVL: el PP y el PSPV-PSOE frente a Esquerra Unida del País Valencià (EUPV) y Unió Valenciana, que por motivos diametralmente opuestos declinaron apoyar la academia. El actual alcalde de Valencia, Joan Ribó, entonces en EUPV, lamenta hoy en día aquella postura. De hecho, más que probablemente, sin la pacificación lingüística hubiera sido imposible el surgimiento de un potente valencianismo político agrupado en Compromís.

“Eso demuestra la importancia del pacto lingüístico y cómo resultó victoriosa aquella gestión entre Zaplana y Pujol”, apostilla el autor de Operació AVL. También permitió a Zaplana proyectarse como un líder político de “diálogo y entendimiento que proyectaba un PP nuevo”. El autor repasa cómo actuaron los dos universos enfrentados, el catalanismo y el blaverismo así como sus propias almas diversas, alguna más pactistas que otras.

La incorporación a la AVL de Joan Francesc Mira, que había sido presidente de Acció Cultural del País Valencià, auténtica bestia negra del blaverismo, confirmó que se había pasado página. De vez en cuando, la derecha enarbola la batalla lingüística, sin demasiado rédito últimamente. El blaverismo más extremista ha quedado como un residuo sociológico sin la más mínima influencia.

Tres personajes clave se han negado a hablar con el autor del libro: Eduardo Zaplana, Francisco Camps y María Consuelo Reyna.

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