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La democracia europea ampara lo antidemocrático

Hay un debate sobre dónde se sitúan las amenazas a la democracia en Europa que termina señalando dos polos.

Por un lado, el imperio de las normas en la Unión Europea, reflejo de una idea de gobierno donde lo fundamental es la aplicación de lo acordado por las mismas. Así, lo esencial no es gobernar sino sostener una correcta gestión y la idea de Europa como una empresa a la que hay que administrar. Este modo de acción deja fuera a la política en tanto debate, confrontación, antagonismo, participación e invención. Lo que finalmente gobierna son “las cosas”, las normas -como sostiene Jean Claude Milner- y lo que hay que hacer es simplemente aplicarlas.

Por el otro, las ideas totalitarias que reniegan de esta Europa, corrientes profundamente antidemocráticas que se sienten autorizadas a representar el descontento y la desesperanza que causa en la población la falta de accionar político de la democracia europea. Esta ideología “aggiornada” intenta instaurar gobiernos que llaman democracias iliberales debido a su descreencia en la democracia liberal y su equilibrio entre los tres poderes. El gobierno húngaro nos sirve muy bien como ejemplo para esto ya que su presidente, Viktor Orbán, afirmó en su investidura en mayo de 2018 que “la era de la democracia liberal ha terminado”. Estas democracias iliberales (término acuñado por Fareed Zakaria) donde el poder se concentra fundamentalmente en el Ejecutivo, terminan siendo sistemas autoritarios por consenso, en los cuales la oposición debe callarse la boca como sostiene el nuevo gurú de la ultraderecha mundial Steve Bannon. Este artífice del triunfo de Trump está montando, junto con los sectores más conservadores de la Iglesia, una internacional ultraderechista con sede en Bélgica, “The Movement”, y usa como puerta de entrada en Europa una escuela para dirigentes de ultraderecha en un monasterio en Italia, la Cartuja de Trisulti.

Entiendo que estos dos polos, burocracia y crecimiento de la ultraderecha, están bien situados y que tenemos una democracia amenazada por los riesgos del totalitarismo y por el imperio de la norma, es decir, el imperio de los gestores. Sin embargo, quisiera agregar al cuadro descripto algunas reflexiones y una afirmación: la democracia tiene un serio déficit en Europa, no solo por los ataques de la ultraderecha o por el imperio de la norma, sino por otras dos cuestiones esenciales. Éstas son la propia conformación antidemocrática de sus órganos de gobierno y la imposibilidad de desarrollar cualquier política alternativa a la que ha consensuado el sistema funcionarial que domina dichos órganos de gobierno -poder dentro de un Estado sin Estado. Esto lo hace junto con el poder de la riqueza representado por las grandes corporaciones mundiales y el mundo financiero, aliados con un poder mediático puesto a su servicio. Por eso hoy, el campo de debate -de batalla- es tratar de precisar qué decimos cuando decimos democracia.

Veamos cómo se elige el gobierno de Europa: es una elección por cooptación. Los ciudadanos europeos participan en la elección de los eurodiputados, pero no tienen voz ni voto en la conformación de la Comisión Europea que es el verdadero órgano ejecutivo de la UE. El candidato a presidente de la Comisión es elegido por el Consejo Europeo, que está compuesto por los presidentes de los diferentes países y por el presidente saliente de la Comisión. El candidato, elegido dentro de la línea ideológica del grupo político más votado, es sometido posteriormente a la aprobación del Parlamento. El nuevo presidente elige a sus comisarios, que son sus ministros. Por lo tanto, el órgano ejecutivo de la UE sale de los pactos entre los presidentes nacionales y los partidos y no de la votación popular. Demasiadas intermediaciones entre el pueblo y su presidente, demasiada lejanía entre el órgano ejecutivo y los ciudadanos europeos. ¿Por qué no hay una elección directa? ¿Es una casualidad este modo de elección? De ningún modo, es la manera que se da la burocracia funcionarial y los partidos políticos mayoritarios europeos para controlar la que llaman “la Europa que queremos”, distanciando a los ciudadanos de las decisiones.

Por otra parte, las autoridades del Banco Central Europeo -que instrumenta la política monetaria de la segunda economía del mundo- son elegidas también por el Consejo Europeo (los presidentes de los países) sin contar con el Parlamento, duran ocho años y van a desarrollar su política de una manera teóricamente independiente. ¿Por qué es tan insistente la idea de que los bancos centrales queden fuera del control político del parlamento y del poder ejecutivo, salvo falta grave? Lo que regula la moneda queda excluido del control político inmediato. Se busca, de este modo, tener cautivos a los gobiernos de los diferentes países para que no se les ocurra tomar medida alguna que ataque la sacrosanta estabilidad presupuestaria y que puedan valerse de la moneda para mejorar la economía. Es por ello por lo que, al no poder jugar con la moneda, la medida que se toma es una devaluación interna que consiste en el recorte de los salarios y de las políticas sociales.

Hoy este sistema antidemocrático no asombra nadie y cualquiera que quiera modificarlo es tildado de populista. La reducción, conscientemente causada, de los espacios para la política aleja a los ciudadanos europeos de la idea de Europa, pues perciben que no tienen ninguna posibilidad de incidir en ella. La respuesta ante este agujero democrático es entonces rellenarlo votando a los que descreen de una Europa unida, llevándolos a conseguir grandes resultados electorales que ponen en riesgo a la propia Unión Europea. Entonces saltan las alarmas. Pero ¿podemos considerar liberal un sistema cuya democracia no respeta la soberanía del pueblo y se encierra en una maraña de normas que impiden la participación viva de los ciudadanos? ¿Una comunidad europea que delega la soberanía en un órgano de gobierno que prácticamente se autoelige en un movimiento que nos acerca a los estados de excepción? Lo que se denomina pospolítica, la política posideológica del consenso, se ha impuesto.

De ahí que Rancière tilde a nuestras democracias de Estados de derecho oligárquicos, en los que el poder está en manos de unas pocas personas pertenecientes a una clase social privilegiada y en los que hay una sólida colusión entre la oligarquía estatal de los grandes funcionarios, los partidos políticos y la oligarquía económica y financiera para acaparar la cosa pública, convirtiéndolos en verdaderos depredadores. Piénsese, como ejemplo, en el rescate bancario en España que le costó al contribuyente 42.000 millones de euros y del cual no se menciona ninguna devolución sustantiva. ¿Por qué se permite esta enorme transferencia de ingresos de los ciudadanos comunes a los ricos? ¿Por qué los políticos, salvo alguna honrosa excepción, no se ocupan de esta estafa? Las razones son fáciles de deducir: por la profunda trama de intereses, favores, créditos y deudas que sostiene este sistema.

En 1991, en su seminario De la naturaleza de los semblantes, Jacques-Alain Miller, tomando en cuenta el debate entre normativismo kelseniano y decisionismo schmittiano, critica la lógica liberal que construye una Europa exclusivamente administrativa que pretende despolitizar al grupo humano y neutralizar la relación entre los sujetos. Este proyecto normativo promete el retorno de un Amo de verdad, un Amo totalitario. Con respecto al psicoanálisis, esta forma de Europa le resultaría profundamente antipática dado el riesgo cierto de que se alcancen acuerdos entre especialistas y de que se construyan diferentes trabas para el ejercicio de este, cuestión que ya ha sucedido durante estos años en varias oportunidades. Por ello, sería interesante que se produjera un aflojamiento de las normas para dar paso a lo anormal, a lo singular de cada uno encarnado en el síntoma. Frente a una UE, pergeñada como una máquina burocrática para ahogar el deseo de sus ciudadanos, la apuesta del psicoanálisis es oponer a la homogeneización imperante, no la salida ultraderechista -como lo pretenden los sectores sociales más agarrados a la tradición-, sino una apuesta por lo múltiple que no forme un todo y que se acerque a lo que Jacques Lacan situó como el lado femenino de los seres humanos: lo que no se deja clasificar ni se puede someter a una evaluación porque allí solo podemos hablar de una por una, cuestión que solo una democracia verdadera podría favorecer .

Pero ¿dónde se sostiene todo este entramado que nos está conduciendo a lo que algunos autores llaman “la salida de la democracia”? La política mundial no está dominada por un partido político único que impondría su modo de entender el mundo, ni por una empresa, ni por un medio de comunicación, ni por dictaduras, ni por grupos humanos que esclavizan a otros, ni por una religión. Todo lo contrario. Vemos la enorme diversidad de partidos y grupos políticos, la infinidad de empresas y grupos financieros, el enorme tejido de medios de comunicación, el auge de los distintos grupos religiosos, las numerosas formas de gobierno en los diferentes países. Es un mundo fascinantemente múltiple y, sin embargo, absolutamente homogéneo en su sistema económico. Este sistema, de algún modo blindado a nivel mundial, tiene en Europa uno de sus máximos exponentes. Este blindaje férreo implica una apariencia democrática para velar la tiranía a la que está sometido el mundo. Paradójicamente, la zona del planeta que más posibilidades tiene de salir de este cepo es Latinoamérica. Ahí hay una lucha muy clara por llevar adelante políticas que sean diferentes al consenso mundial, políticas que han inaugurado ciclos de crecimiento con una mejor distribución de la riqueza, una disminución franca de las tasas de paro y amplias medidas sociales a favor de los pobres. Por ello, son brutalmente atacadas bajo el diagnóstico de, una vez más, populismo, que es el santo y seña que hay que dar cuando algún gobierno quiere hacer algo que se diferencie del modelo económico imperante. No se lo cesa de atacar, de enjuiciar a sus dirigentes o de encarcelarlos. Es decir, que vivimos en un sistema que mantiene el semblante de una democracia mientras que por debajo lo que impera es una tiranía, la tiranía del discurso capitalista bajo su modalidad neoliberal. Esta es la principal amenaza a la democracia.

A nosotros como psicoanalistas nos preocupa no solo este modelo económico injusto, sino lo que Jacques Lacan en los años setenta llamó discurso capitalista. Este implica la extensión, la conversión, de este modelo económico en una forma inédita de relación social, en una nueva razón del mundo -tal como la denominaron Laval y Dardot- que se infiltra en todos los modos de hacer de nuestra existencia y le exige al sujeto la construcción de una nueva forma de subjetividad. El discurso capitalista impulsa al sujeto a ponerse al mando de su forma de gozar, le hace creerse un amo que desconoce sus límites, que reniega de la castración y consigue que se haga partícipe de un modo de vivir donde lo que se privilegia es la competencia y la insolidaridad. Es un discurso que desconoce el amor, es decir el lazo con el otro y empuja insistentemente a un goce que no cumple sus promesas y que segrega a la mayoría de la humanidad de las mínimas condiciones de dignidad. Es un discurso que promueve al yo, a lo auto, a lo por sí mismo, es decir, que el sujeto se las arregle solo y se conciba como un capital que hay que aprender a gestionar e invertir en competencia con los demás, generando paradójicamente culpa en los sujetos por no ser capaces de alcanzar una vida mejor por sí mismos. Es un discurso donde se rompen todos los puentes entre el sujeto y lo común ya que el otro es decididamente un enemigo y, a su vez, se rompen los puentes entre el sujeto y su singularidad ya que esta idea de sí mismo como un “yo-capital” mata cualquier posibilidad de que surja el deseo, que es lo que no se inscribe en la lógica de la ganancia.

Lacan habló de este discurso -al que igualó con el superyó- como un enemigo y planteó la necesidad de salir del mismo para dar paso al deseo y a un nuevo lazo entre los humanos que no implique ni la soledad del narcisismo ni el todos a una como Fuenteovejuna, sino el trabajar para construir un mundo donde cada uno pueda encontrar su lugar, pero no sin los otros.  

Hay un debate sobre dónde se sitúan las amenazas a la democracia en Europa que termina señalando dos polos.

Por un lado, el imperio de las normas en la Unión Europea, reflejo de una idea de gobierno donde lo fundamental es la aplicación de lo acordado por las mismas. Así, lo esencial no es gobernar sino sostener una correcta gestión y la idea de Europa como una empresa a la que hay que administrar. Este modo de acción deja fuera a la política en tanto debate, confrontación, antagonismo, participación e invención. Lo que finalmente gobierna son “las cosas”, las normas -como sostiene Jean Claude Milner- y lo que hay que hacer es simplemente aplicarlas.