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La universidad española: del franquismo a la economía de mercado

La universidad, sus demandas y movilizaciones constituyen un termómetro para medir el nivel democrático de nuestra sociedad. Sus aulas no son un compartimento estanco donde se expenden títulos, ni una empresa regida por criterios excluyentes de una economía de mercado. Si así fuese, la derrota del pensamiento estaría asegurada. En sus facultades y escuelas se forman ciudadanos cuya vocación debe fortalecer los valores éticos sobre los cuales se edifica el conocimiento científico, humanista y democrático. De allí que las protestas universitarias se inserten en una malla reivindicativa que afecta a todo el orden social. La juventud universitaria y la comunidad académica no solo reivindican aspectos corporativos: salidas profesionales, mejores planes de estudios, becas, laboratorios o centros de investigación. Demandan un proyecto donde la educación superior sea una política de Estado, democrática e inclusiva, no sometida a los vaivenes del partido gobernante.

Un país como el nuestro, que justifica los cambios educativos con el discurso de la eficiencia y racionalidad económica, externalizando servicios y recortando los gastos bajo la escusa de reducir la deuda acumulada de las universidades y el déficit fiscal, está abocado al fracaso. Relacionar unívocamente economía de mercado y universidad es un falso postulado que repercute y corrompe el rol que desempeña la educación en la sociedad, renunciando implícitamente a la formación y el desarrollo del conocimiento científico como parte del acervo cultural de un país. Señalar -como hace el actual ministro de Educación, Cultura y Deporte, José Ignacio Wert- que la decisión de estudiar una carrera “no sea por apetencia o tradición, sino por su posible empleabilidad”, responde a una lógica perversa, donde el interés crematístico decide sobre la vocación.

No están lejos los años de la dictadura para sacar conclusiones de las nefastas consecuencias de concebir una universidad a medida de intereses espurios. En lo político, tras el golpe de Estado franquista, la universidad se pensó como correa de transmisión del nacional-catolicismo, los valores patrios del Movimiento y la “cruzada” nacional. Secuestrada y en manos de necios, la “inteligencia” académica fue expulsada de las aulas, reprimiendo cualquier atisbo de juicio crítico y reflexión teórica. El control político y la presencia policial en los campus eran habituales, la protesta se reprimía abiertamente y los expedientes sancionadores, amén de las expulsiones, eran comunes. Los rectores y decanos se designaban por su fidelidad al régimen político y a los principios fundamentales del Movimiento. No fueron pocos quienes accedieron a las cátedras vestidos con la camisa azul de Falange y la pistola al cinto.

La selección democrática, por conocimiento, mutó en una pantomima donde sólo se valoraba el grado de sumisión y lealtad al poder franquista. La fuga de cerebros se disparó. Buscar fuera de nuestras fronteras el ejercicio digno de la función docente se convirtió en parte de un exilio académico. Nombres como Salvador de Madariaga, José Gaos, Alfonso Reyes, José Medina Echavarría, Adolfo Sánchez Vázquez, Manuel García Pelayo o Wenceslao Roces, son algunos de ellos. En esta diáspora hubo republicanos, liberales, conservadores, socialistas y comunistas. Todos compartían una crítica profunda a la dictadura y la inquisición universitaria.

En este contexto, las protestas universitarias fueron vistas como parte de una subversión comunista; un atentado al orden, a la disciplina y a la autoridad académica. Por ello sus convocantes eran expulsados o sometidos a duras penas de cárcel. El SEU (Sindicato Español Universitario), de obligada filiación, ejercía de policía en las aulas y tenía el control político de la comunidad universitaria. Sus presidentes y directivos se convirtieron en cuadros del franquismo. Sirva como ejemplo el caso de su último presidente, Rodolfo Martín Villa (1962-1964). Después fue gobernador civil de Barcelona con Franco; ministro con Carlos Arias Navarro y Adolfo Suárez; presidente de Endesa; y entre 2004-2010 presidente de Sogecable, entidad perteneciente al grupo PRISA.

En esos años, las luchas estudiantiles y universitarias coincidieron con las demandas provenientes de los partidos políticos democráticos en la clandestinidad. Se trató de reivindicaciones fundamentales: amnistía, la libertad sindical, el derecho de huelga o de manifestación, entre otras. La lucha contra la dictadura retrasó las demandas específicas del mundo universitario, aunque nunca dejaron de plantearse la elección directa del rector, decanos y directores de escuelas. Tampoco se pasó por alto la reforma del sistema de oposición y el acceso a la docencia, el cuerpo único de profesorado o la representación estudiantil. En esta coyuntura, la universidad jugó un destacado papel en las luchas democráticas. Por el contrario, la represión acabó con la vida de muchos universitarios a manos de la policía de la dictadura.

Entrados los años setenta y ochenta del siglo pasado, con los gobiernos de UCD y PSOE, la universidad pareció recobrar sus demandas. Autonomía, libertad de cátedra, cambio de planes y programas de estudio, sistema de acceso, organización departamental, etc. Lamentablemente los cambios acabaron siendo superficiales y los deseos de una universidad democrática, abierta al conocimiento y a nuevos saberes, se convirtió en un espejismo. Se pusieron parches y las dinámicas autoritarias provenientes del franquismo siguieron existiendo y reproduciéndose bajo formas solapadas. Entre ellas destacan: la cooptación de los catedráticos, la escasa capacidad de los estudiantes en la elaboración de planes y programas de estudio, y el nulo control sobre la docencia.

Profesores que no cumplen sus horarios, que utilizan las aulas como diván de psicoanalista o catapulta para sus intereses particulares, negocios o fuentes de ingreso adicionales, amén de acosadores sexuales, alcohólicos y corruptos que chantajean a los estudiantes y los utilizan como “negros” para sus investigaciones. El autoritarismo, la arbitrariedad y el poder del catedrático siguen vigentes en las aulas y -lo que es peor- con la anuencia de las autoridades que conocen y permiten tales desmanes. En décadas los casos de sanciones han sido escasos. Tras la muerte biológica del dictador, la transición supuso, como en el resto de la sociedad, una reforma política, pero no una ruptura democrática. La universidad ha padecido y padece este lastre. Aún espera una verdadera reforma democrática.

La universidad pública sufre las consecuencias de un proyecto global totalitario que cuestiona su sentido, como institución y su papel en la formación de ciudadanía, producción del conocimiento y desarrollo de la cultura. En este contexto, las protestas de la comunidad académica condensan los problemas de un sistema excluyente, altamente desigual, cuya crisis acaba convirtiendo la educación en un negocio. Bolonia, sin ir más lejos. Grados, maestrías y doctorados son un reclamo para consumidores de títulos. El estudiante se convierte en cliente y los bancos en mecenas. Hoy asistimos a un desmantelamiento de la universidad pública por parte del poder político y empresarial. Contra este objetivo se han levantado muchas voces de la comunidad universitaria, cobrando especial relevancia la estudiantil, que padece de manera directa las consecuencias de un modelo destinado a convertir los centros académicos en espacios donde habita la mediocridad y el intercambio mercantil.

Sin embargo, las reivindicaciones y las protestas de miles de universitarios han sido desatendidas por el poder político. Adjetivadas de utópicas y sus convocantes de provocadores, se reprimen llamando a las fuerzas de seguridad del Estado para que restablezcan el orden y la paz en las aulas. A los convocantes se les acusa de antisistema, violentos, subversivos o terroristas. Se busca desacreditar sus demandas y convertirlas en una retahíla de incongruencias de inadaptados que no conocen el funcionamiento interno de la universidad. La violencia ha sido la respuesta de quienes, desde fuera y desde dentro, buscan desmantelar la universidad abierta al conocimiento y las ciencias, para convertirla en un negocio. Para este fin, el de expedir títulos, es suficiente con la empresa privada que tiene como fin de lucro la educación.

Defender la universidad pública y de calidad es lo que toca, pues sólo así avanzaremos hacia una sociedad democrática.

La universidad, sus demandas y movilizaciones constituyen un termómetro para medir el nivel democrático de nuestra sociedad. Sus aulas no son un compartimento estanco donde se expenden títulos, ni una empresa regida por criterios excluyentes de una economía de mercado. Si así fuese, la derrota del pensamiento estaría asegurada. En sus facultades y escuelas se forman ciudadanos cuya vocación debe fortalecer los valores éticos sobre los cuales se edifica el conocimiento científico, humanista y democrático. De allí que las protestas universitarias se inserten en una malla reivindicativa que afecta a todo el orden social. La juventud universitaria y la comunidad académica no solo reivindican aspectos corporativos: salidas profesionales, mejores planes de estudios, becas, laboratorios o centros de investigación. Demandan un proyecto donde la educación superior sea una política de Estado, democrática e inclusiva, no sometida a los vaivenes del partido gobernante.

Un país como el nuestro, que justifica los cambios educativos con el discurso de la eficiencia y racionalidad económica, externalizando servicios y recortando los gastos bajo la escusa de reducir la deuda acumulada de las universidades y el déficit fiscal, está abocado al fracaso. Relacionar unívocamente economía de mercado y universidad es un falso postulado que repercute y corrompe el rol que desempeña la educación en la sociedad, renunciando implícitamente a la formación y el desarrollo del conocimiento científico como parte del acervo cultural de un país. Señalar -como hace el actual ministro de Educación, Cultura y Deporte, José Ignacio Wert- que la decisión de estudiar una carrera “no sea por apetencia o tradición, sino por su posible empleabilidad”, responde a una lógica perversa, donde el interés crematístico decide sobre la vocación.