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'Passengers': cuando el (presunto) amor da grima

Fotograma de 'Passengers'

Ignasi Franch

Hace casi veinte años, la web satírica The Onion publicó un artículo con el título siguiente: “Sus actos propios de una comedia romántica provocan que un hombre sea arrestado en la vida real”. Trataba de las falsas vivencias de Denny Marzano, un hombre que acosaba a una mujer, se disfrazaba y maquinaba elaboradas tramas para ganarse a su sujeto de deseo gracias a su “increíble persistencia”. La noticia suponía una burla de algunas convenciones del cine romántico, como la tendencia a contemplar de manera amable las dinámicas de obsesión, asedio y engaño.

Passengers evidencia que las cosas no han cambiado demasiado. Estamos ante una superproducción que ha costado más de 100 millones de dólares y ha pasado por las manos de multitud de profesionales durante casi 10 años de desarrollo. El resultado parece destinado a avergonzar a aquellos que han participado en ella. Es el caso de la actriz Jennifer Lawrence (Los juegos del hambre, Joy), que ha criticado el machismo salarial de Hollywood pero protagoniza una obra que está siendo señalada precisamente por su evidente sexismo.

La película mezcla géneros partiendo de un material resbaladizo en cuestiones de género y de valores: los cuentos de hadas. No se juega a la transgresión ni a la vuelta de tuerca siniestra, como en aquella Freeway que convertía La caperucita roja en una malsana road movie contemporánea. El resultado se queda en una extraña tierra de nadie debido a su enfoque adulto pero insensato, almibarado e inquietante a la vez. Nos proponen una versión sci-fi de La bella durmiente, situada en el futuro y localizada en una nave espacial. El protagonista es un mecánico. Y la bella durmiente es una escritora que quiere vivir en dos planetas y en varias épocas, dado que su viaje debía implicar 120 años de hibernación. Pero los accidentes también ocurren en los vuelos interestelares de alto standing.

Cuento perverso recubierto de gominola

Jon Spaihts, guionista de Prometheus, ideó una extraña mezcla de aventura espacial y comedia romántica con una relación fundamentada en el engaño. En realidad, la misma trama podría haber tomado la forma de un psycho thriller como Captivity, pero se apuesta por un romanticismo enrarecido. A través de un inicio en la línea de Soy leyenda o Marte, con estrellas del cine ejerciendo de robinsones algo transtornados, los autores sientan las bases de un cuento moral sobre la soledad.

En su desesperación, el personaje interpretado por Chris Pratt (Jurassic World) se siente legitimado para disponer de la compañía de una mujer como si de un recurso natural se tratase. La necesidad y el deseo se visten con las galas de un enamoramiento voyeur, individualista y terrible.

A diferencia de lo sucedido en otros filmes, los responsables son conscientes de las tétricas connotaciones del relato. Se da espacio a los dilemas éticos del protagonista, quizá porque el conjunto sería muy relamido sin ellos. Con ellos, en cambio, el cuento resulta demasiado perverso como para poder recubrirlo con contrapuntos humorísticos, con gominolas de citas perfectas y regalos.

La situación pide un enfoque maduro, complejo, pero se opta por el escapismo mediante un tramo de comedia romántica diseñado para complacer a la audiencia (como diría Kent Brockman, el periodista de Los Simpson: “llegar al corazón para nublar la mente”). Posteriormente, se deja en suspenso el conflicto dramático a través de la acción, de la lucha por la supervivencia en el espacio.

Por el camino, el personaje de Lawrence juega un papel ambivalente: es inteligente, atlética, despierta, y está dispuesta a tomar la iniciativa. También siente ira y sed de venganza cuando descubre que ha sido traicionada. Pero no deja de ser un complemento, puesto que la película asume el punto de vista y las preocupaciones de él, sus autojustificaciones, su tristeza al ser descubierto (¿alguien ha pensando en la palabra androcentrismo?). Y ella parece condenada a actuar bajo las normas de la comedia romántica más perturbadora, donde las relaciones se fundamentan en variaciones del síndrome de Estocolmo, en laberintos de sacrificio, dependencia... y sí, reparto sexista de roles.

Treinta años atrás, Un mar de líos trataba un secuestro en forma de comedia familiar, sin las provocaciones de obras como Átame, e incorporaba un (matrimonial) final feliz. Ahora, Passengers también nos regala un happy end que genera estupefacción, rubor o pura indignación. Sin ánimo de entrar en spoilers concretos, el individualismo extremo tiene premio y el síndrome de Estocolmo es el medio para alcanzar una vida plena.

Un seductor manipulador rescata a la protagonista de una vida independiente (hasta extremos algo sociopáticos, dada su decisión de hibernar durante un siglo por un proyecto periodístico). De alguna manera, el grotesco desenlace invita a cuestionarse profundamente la visión del amor planteada en el cine romántico.

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