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Bienvenidos a ‘Linden Hills’, el paraíso negro del capitalismo en EEUU

La editrorial Nórdica publica 'Linbden Hills', la obra maestra de Gloria Naylor

Cristina Ros

9 de junio de 2024 22:28 h

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En los días previos a la Navidad, dos jóvenes amigos, Willie el Blanco y Lester el Mierda, recorren Linden Hills en busca de trabajillos para comprar regalos. Son negros, pero allí todos lo son; un barrio rico, la materialización del ascenso social de los suyos: “En Linden Hills podían olvidar que, según el mundo, ‘negro’ no se escribía con mayúsculas. [...] El mundo no les había dado más que oportunidades de fracasar, y no habían fracasado porque estaban en Linden Hills”. Sin embargo, no es oro todo lo que reluce, y, como Dante por el Infierno, en cada parada los chicos penetran más en un vecindario que parece idílico, pero que, como todo producto de su tiempo, tiene trampa.

Gloria Naylor (Nueva York, 1950-Christiansted, 2016) publicó Linden Hills (Nórdica, 2024, trad. Shannel Julius y Blanca Gago), su segunda novela, en 1985, dos años después de ganar el National Book Award por su debut, The Women of Brewster Place. Es su segunda obra traducida al castellano, tras Bailey’s Café (Arde, 2023, trad. Regina López Muñoz). Su narrativa, de resonancias míticas y bíblicas, se vertebra en torno a las tensiones de la población afroamericana, con énfasis en las mujeres, los pobres y los “inadaptados” en general; los márgenes de los márgenes. Sus padres habían huido de la segregación del sur para instalarse en Harlem, donde la animaron a estudiar. La propia Naylor encarna ese aparente progreso; nadie mejor para desentrañar lo que esconde.

El capitalismo no entiende de etnias

Linden Hills es el producto del sueño de un hombre: Luther Needed, el primero de la estirpe que asentó el vecindario en el siglo XIX y mantiene el control desde entonces, desde su casa al pie de la colina, inamovible. El contrato ata por mil años a las familias; es la garantía de la pervivencia de Linden Hills. Porque, y ahí está el truco, el dueño no quiere que nada cambie, que nada se cuestione. Incluso en lo simbólico se refleja esta voluntad: todos los herederos se llaman Luther, todas sus esposas “pierden” el nombre para convertirse en “la señora Needed”. Needed, participio de need, “necesitar”. Linden Hills necesita a Luther Needed, y él necesita que los vecinos sigan creyendo en él.

La dinámica se sustenta en el American Way of Life: el hombre se realiza a través del trabajo y asciende en la escala social hasta alcanzar el éxito. Éxito, para el capitalismo, es dinero, familia, estatus; éxito es vivir en Linden Hills. Dejar atrás la esclavitud para constituir un hogar, lejos de la segregación racial, en un entorno privilegiado entre iguales. Solo que, de otro modo, siguen explotados. Por las condiciones de Needed, pero ante todo por la naturaleza misma del sistema, que se extiende hasta hoy en la sociedad tardocapitalista. La supuesta “libertad” uniformiza las aspiraciones, establece una pauta (casa, familia tradicional, empleo) y la equipara a felicidad, a triunfo, como única vía posible. Detrás de cada puerta, no obstante, se oculta el malestar: la culpa de quien no encaja. Se avergüenza, calla, no sabe cómo paliar la angusta. Se consume mientras Linden Hills no pierde lustre.

Un Holden Caufield negro

Nada como la mirada sin domesticar de la juventud para remover ese letargo colectivo. La historia sigue las andanzas de Willie y Lester –con “interludios” sobre los vecinos con los que se cruzan–, lo que permite entrar con la perspectiva de quien (¿aún?) no debe nada a Needed. Los chicos se hicieron amigos en el instituto y comparten pasión por la poesía, pero entre ellos hay diferencias: mientras que Lester vive en Linden Hills, estudia y lleva una existencia ordenada, Willie es un outsider que no vive ahí. Todo en su vida es más negro, empezando por su piel: la familia sumida en la miseria, un padre alcohólico y maltratador, ya fallecido, un empleo sin posibilidad de prosperar. Contar con ambos, el que será asimilado y el rebelde con causa, enriquece el diálogo.

Será Willie, un Holden Caufield negro, pobre y malhablado –el dominio de la jerga callejera es otro valor– quien se erija en protagonista, en elemento disruptivo. Sin perder la educación: con preguntas, con observaciones que sin ser nuevas han dejado de ser evidentes para quienes se han aclimatado. Señala el fraude, denuncia aquello que para los vecinos sería demasiado doloroso verbalizar, porque implicaría reconocer su fracaso. No es ingenuo, no pretende cambiar el orden; de hecho, cuando Lester, en un intento de empatizar con él, desdeña de sus privilegios, Willie le dice que con gusto disfrutaría del colchón y la comida caliente que su amigo tiene asegurados. Salir de la miseria sigue siendo urgente, pero sin dejarse engañar por las promesas prefabricadas.

Willie ha renunciado a escribir, solo memoriza e inventa poemas: “Las palabras escritas amodorraban la mente, y, puesto que la mayoría las habían escrito hombres blancos, eran un veneno indiscutible ”. Su resistencia, sin embargo, también se puede leer como la consecuencia del abandono escolar, de la incompatibilidad del arte con un trabajo monótono y agotador. Sin obra, por otra parte, nunca tendrá la oportunidad de desclasarse o, al menos, legar su voz al mundo. Es la contradicción de quien quiere ser coherente consigo mismo y, a la vez, sabe que depende de una base. Al fin y al cabo, recurre a Linden Hills: ¿a cuántos principios renunciamos por dinero?, ¿hasta qué punto la libertad individual depende de tener las necesidades cubiertas?

Un poderoso alegato sobre el poder del arte y del lenguaje como creadores de realidad, tal como advirtió Orwell: sin palabras nuevas, no derechos para las mujeres y el colectivo LGTBI+

En unas fechas tan simbólicas –el rito religioso, pero también el solsticio de invierno, el cambio de ciclo con su esperanza de renovación–, encadenan encuentros, uno por día: las parejas que evolucionan a ritmos diferentes; el difícil rol de la nueva mujer negra, con estudios, profesional, pero vista con recelo por sus coetáneos varones; el tabú de la homosexualidad (“¿Cómo voy a vivir contigo cuando ni siquiera se han inventado las palabras de lo que somos el uno para el otro?”); el choque entre religión y poder, con un pastor que desafía a Needed porque es el único que no depende de él; la extrañeza del retornado que siente que ya no pertenece ahí, pero tampoco a otra parte. La última tarea viene de Luther Needed, del que desconfían. Con todo, la autora lo humaniza también a él, esclavo ad infinitum del sueño de otro. Entre ellos, ese verso libre que es Willie sorprende y conmueve.

Hay una mujer en el sótano

Luther Needed guarda su propio secreto: su esposa se ha encerrado en el sótano, donde oculta algo terrible. La imagen evoca a Jane Eyre y otras “locas del desván”; ella, como las demás señoras Needed, se casó sin ser consciente de dónde se metía. Solo que, aquí, no es él quien la confina, sino ella misma, con un fin: seguir las huellas de sus predecesoras, las que habitaron esa casa, se casaron con un Luther Needed y parieron a otro, cumpliendo con su cometido (“no es el hijo de Luther, sino el mismo Luther, y me temo que yo he sido el cauce inocente de una especie de maldad innombrable”). Rebuscando entre sus reliquias, encuentra papeles –de un diario a un recetario– en los que se desahogaron. Emprende la tarea de individualizarlas sin la etiqueta de “señora Needed”, y, al tiempo, de identificar lo que comparten para sentirse menos sola, como la crianza de un hijo destinado a ser una réplica del padre, perpetuador de un linaje que, a ellas, las silencia. Quizá, a través de sus voces, aún logre vivir una catarsis.

Luwana, Evelyn, Priscilla. Una devota de la Biblia que, a falta de confidentes, se escribe cartas a sí misma. Otra que se refugia en la cocina, prepara kilos y kilos de comida, tantos como la repulsión que siente hacia sí misma. La primera en votar, en 1920, una admiradora de Ida B. Wells. Épocas distintas, conflictos que permanecen pese a los progresos (“el siglo XX traía un aluvión de nuevas palabras [...], y ni una sola de ellas era capaz de validar esa clase de deseos en una mujer como ella”). La actual se casó sin amor, pero sin que la obligaran. Insiste en su libertad, trata de autoconvencerse; pero, de nuevo, ¿hay libertad si la alternativa es deplorable? El marido, mientras, nota más su ausencia que su presencia; echa de menos que alguien lleve la vida doméstica.

El poder de las palabras

Más allá del contenido, el libro es un exuberante despliegue de recursos, gracias a la diversidad de voces, que se expresan en un registro u otro según origen, formación y tiempo; y a un complejo armazón que se engrandece capa por capa, a medida que se adentran más en el barrio, sin resultar arduo de leer. Es, además, un poderoso alegato sobre el poder del arte, y del lenguaje en particular, como creador de realidad, tal como advirtió Orwell: sin palabras nuevas, no derechos para las mujeres y el colectivo LGTBI+; el historiador escribe la historia de los Needed, pero si nadie la lee no se puede abrir los ojos; la verdad del habla coloquial del muchacho o el ama de casa frente al pretencioso discurso universitario; la música que expresa lo que no se puede hablar. Y, sobre todo, la poesía como luz para el desarraigado.

No ha perdido vigencia. Linden Hills no existe, pero los conflictos están ahí. Viviendas que son más hábitat que hogar. Desclasamiento. Racismo, violencia policial. Lucha por encajar el feminismo con los afectos. El peligro de adormecerse con las “drogas” del sistema, que pueden ser alcohol, pero también dogmas, eslóganes estudiantiles o trabajos esclavos que no dejan fuerzas para pensar. Plantea una crítica dentro de la comunidad negra, es decir, un contexto en el que no depende del hombre blanco; las tensiones van más allá de la discriminación racial. Por encima de todo, trasciende la reflexión sobre la libertad, libertad de mudarse a Linden Hills, de casarse, de estudiar, de trabajar. ¿Decisiones libres o cadenas disfrazadas de ventajas? Y todo eso sin descuidar lo esencial: la humanidad, las tragedias íntimas. Conmovedora sin sentimentalismo, inteligente sin frialdad, brillante sin efectismo.

Bienvenidos a Linden Hills…, si os atrevéis.

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