Cuando cumplió doce años, ya hacía mucho que había perdido la inocencia. Las niñas como ella no tenían la posibilidad de mantenerse inocentes por mucho tiempo: del sur, pobres, de familias desestructuradas. Y la violencia, las violencias. Más que a vivir, se aprendía a sobrevivir: “Hacerse mayor era como caer por un agujero”, escribió. Crecer entre aves rapaces te puede convertir en otra, o puede dejar una herida tan profunda que levante un muro impenetrable. No hizo ni lo uno ni lo otro. Eligió sobrevivir. Hablar. Escribir. Con palabras sucias, porque era la brutalidad lo que había conocido; pero palabras libres, fieras, vigorosas, de las que albergan una suerte de esperanza. Palabras redentoras.
Se llamaba Dorothy Allison y nació el 11 de abril de 1949 en Greenville, en la sureña y empobrecida Carolina del Sur. Ha fallecido el pasado miércoles a los 75 años. Su madre la tuvo con 15; una joven soltera que trataba de criarla con su magro sueldo de camarera y cocinera. En la familia, las mujeres eran mayoría, unas mujeres que no encajaban en el tópico de la señora maternal ni en el de la madrastra cruel. Eran buenas y feroces a la vez; su única opción para salir adelante en un entorno hostil. Su padrastro empezó a abusar de ella cuando tenía cinco años. Con doce, se atrevió a contarlo a un familiar, que se lo transmitió a la madre. Esta la apoyó y dejó a su marido, pero él le prometió que cambiaría y volvieron a estar todos juntos.
Y el hombre cambió, sí: cambió la violencia sexual por la violencia física. De violarla a golpearla. Cinco años más de violencia. Le había contagiado, además, una enfermedad que la dejó estéril; a ella le parecía que había evitado un embarazo adolescente por eso. Con semejantes experiencias, el trauma la podría haber apagado para siempre; pero, al igual que muchos creadores, encontró en las letras y el arte un vehículo para canalizar la rabia. Todo comenzó con el colegio, donde hallaba el solaz que le faltaba en casa. En un país tan desigual como Estados Unidos, ella es un ejemplo de que las políticas públicas funcionan: pudo estudiar en la universidad gracias a una beca.
Se graduó en Antropología y cursó estudios de posgrado de esa misma rama, al tiempo que trabajaba como limpiadora, ayudante de cocina, niñera y asistente de telefonía para víctimas de violación, entre otros empleos. Aunque pueden parecer el tipo de ocupación de juventud que luego carece de trascendencia en la carrera profesional, le permitieron conocer de primera mano a otras víctimas, otros segmentos marginados de la población. Todo esto, junto con el estudio, avivó su conciencia feminista, que fructificó, ya en sus años universitarios, en la participación activa en el por entonces incipiente movimiento por la igualdad de género.
Durante unos años se distanció de su familia (“La familia es la familia, pero ni siquiera el amor puede impedir que las personas se despedacen unas a otras”). Vivió entre Florida, Washington y Nueva York, y no estaba sola: se hizo un sitio prominente entre las mujeres que alzaban la voz por sus derechos. Colaboró con numerosas revistas, editó un periódico feminista. Más que narrativa, aportaba ensayos y poemas que hacían hincapié en temas como el desarraigo, las desigualdades por género, clase y etnia, y la violencia institucional contra las mujeres y el colectivo LGTBI+. En la pubertad se reconoció como lesbiana, y desde el principio escribió sin tapujos sobre su amor a las mujeres. Entre ellas, entre esas amigas con las que compartía vivencias y opiniones, renació.
Todo esto se sabe porque lo contó ella misma en su primera novela, Bastarda (1992), un best-seller en su país con el que formó parte del quinteto de finalistas del National Book Award. Esta obra, que publicó después de un libro de poesía y otro de relatos, supuso su salto al gran público y al mercado internacional, y propició la adaptación homónima a la pequeña pantalla dirigida por Anjelica Huston Esta historia de inspiración autobiográfica narra los primeros 13 años de una niña, llamada Ruth en la ficción, marcada desde su nacimiento como “bastarda” por ser hija de madre soltera en ese sur sórdido de los años cincuenta.
Tanto la novela como el filme para televisión, estrenado en 1996 con el título La bastarda de Carolina, levantaron revuelo en el sector más conservador por exponer sin paliativos los abusos sexuales de los que fue víctima. La autora admite influencias de escritoras como Flannery O’Connor, otra gran narradora de la brutalidad, la miseria y el desamparo de esa tierra; y de Toni Morrison, gran referente de la alteridad que ya había roto el tabú del incesto con Ojos azules (1970). También del compromiso sociopolítico de James Baldwin, a quien cita en el epígrafe de Bastarda: “Las personas pagan por sus acciones, y más aún, por lo que se permiten llegar a ser. Y lo pagan de una forma muy sencilla: mediante las vidas que llevan”.
Se suele decir que el estilo literario es una expresión de uno mismo, de la confluencia entre lo vivido y lo leído. El de Dorothy Allison, de lenguaje claro y rotundo, posee ese coraje ante la vida y una mirada tan reflexiva como íntima, tan firme como compasiva. Porque en las páginas de Bastarda también caben la fe, la reconciliación, el asombro, la bondad, el amor. En la red de amigas y familiares que se sostienen las unas a las otras, paradigma de sororidad aunque desconocieran la palabra sororidad. Y en otras prácticas que descubre en su formación, como el entrenamiento, con el que recupera la confianza en el cuerpo, o la música, con la que experimenta una catarsis redentora que le revela el poder sublimador y la belleza indómita del arte (“La música era un río que trataba de purificarme. […] Cantar me ayudaba a no llorar. Cantar me ayudaba a seguir adelante. Liberaba la maldad que me había poseído a base de música y movimiento”).
En 2022, cuando se cumplieron treinta años de su publicación, la editorial Errata Naturae la rescató con una nueva traducción de Regina López Muñoz, que también se encargó de un libro breve publicado este mismo año, Dos o tres cosas que tengo claras (1995). Este texto surge de un monólogo teatral en el que la narradora va encadenando las historias de las mujeres de su familia. Múltiples formas de vivir la pasión, el desengaño, la maternidad, la sexualidad, la humillación, la violencia; pero también de valor, generosidad, amistad, afecto. Una especie de #MeToo antes del #MeToo que algún director o directora debería llevar a los escenarios españoles.
Dorothy Allison escribió más poesía, novela y ensayo, sumó distinciones por sus obras y por el conjunto de su trayectoria. La más importante, con todo, sigue siendo Bastarda. Un aspecto fundamental de su literatura, que por aquí se conoce menos, es su atención a la sexualidad, al cuerpo. Era consciente de la falta de un corpus crítico y literario que los abordara desde un enfoque feminista. Ella contribuyó a paliarlo con textos que llamaba, sin avergonzarse, smut (obscenidades). Hablar de sexo, de masturbación, de deseo, narrarlo sin pudor, es una forma de reflexionar sobre ello, sobre lo que gusta y lo que no, lo que es admisible y lo que no. Y de quitarle la vergüenza que lo encubre.
Era consciente, también, de la falta de educación en la materia, de que se invisibilizaban determinadas identidades y del abuso y el estigma que se derivan de esa ignorancia. Por ello, en 1981 cofundó junto a Jo Arnone la Lesbian Sex Mafia, un grupo de apoyo para mujeres del colectivo LGTBI+ donde se facilita información sobre las prácticas eróticas BDSM y se defiende el deseo sexual femenino en clave social y política. La asociación, con sede en Nueva York, sigue activa y fue la primera del país en velar por este grupo y reivindicar sus derechos, como ya habían hecho con las víctimas de violación.
La vida siguió su curso, las heridas dejaron de arder y retomó el contacto con su familia. Se casó, disfrutó de más de treinta años junto a su esposa, Alix Layman, fallecida en 2022. Tuvieron un hijo. Como contó ella misma, al principio le costó gestionar que su pareja quisiera ser madre, quedarse embarazada, lo que ella no podía hacer. Dorothy quería escribir y “hacer la revolución”, y, al igual que muchas feministas pioneras, esas actividades le parecían incompatibles con la maternidad. Pero tuvieron al niño y desde ese momento bebió los vientos por él. Eso sí, sin perder de vista los sacrificios que implicaba ser madre y la dificultad, viniendo de donde venía, de criar a un chico para que se convirtiera en un hombre atento, sensible y empático.
Dorothy Allison murió el pasado 6 de noviembre en su casa de Guerneville, California, a los 75 años, de cáncer. Su pérdida no ha provocado un gran ruido mediático, a pesar del progresivo reconocimiento que cosechó con los años. Para el colectivo LGTBI+ en particular, es un referente clave por no haber ocultado nunca su identidad, por su lucha contra los agravios y por demostrar, en fin, que se puede salir del pozo más negro para vivir de forma coherente con una misma, apostando por la comunidad y fomentando, a través de las palabras y la acción pacífica, una sociedad más justa e inclusiva.
Hablar en primera persona sobre los abusos, el deseo sexual femenino, la discriminación y la pobreza del viejo sur, además de reclamar una educación con perspectiva de género, dan prueba de su osadía en un contexto que, aunque comenzaba a abrirse a la liberación sexual y la emancipación de las mujeres, todavía tenía un largo camino por delante. En su conciencia de la necesidad de promover una sexualidad más segura, en confianza y sin miedos ni vergüenza, fue pionera, revolucionaria e incómoda: “Me traía sin cuidado lo que la gente opinase de mi carácter. La reputación de tener malas pulgas no era necesariamente un inconveniente. A veces resultaba útil”.
Salió del infierno para construirse una vida acorde con sus principios y dar lo mejor de sí misma a los demás. De su historia de supervivencia, nos deja una lección impagable: “Una mujer únicamente se sentía sola cuando no era feliz consigo misma”. Ella venció la culpa, la vergüenza, el dolor, la rabia. Sin achantarse, sin bajar nunca la voz; una voz molesta para algunos, porque expresaba aquello que se negaban a mirar; una voz clara, sucia e implacable que aún hoy nos hace más fuertes y libres. Gracias, chica bastarda.