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“Los supervivientes del ébola sufren el peso del estigma”

Eduardo Celades | Imagen cedida a eldiario.es

Patricia Ruiz

Siete meses después de que la OMS declarase el fin del mayor brote de ébola de la historia, en las calles de Sierra Leona se vuelven a escuchar los cánticos de los niños en su camino a la escuela. El país siempre tuvo una “felicidad característica”, aunque sobre sus hombros pesa la carga de tener uno de los índices de desarrollo humano más bajos del mundo y las secuelas de la última guerra civil.

Entre marzo de 2014 y enero de este año, El estado del noroeste africano enmudeció al paso de una epidemia que dejó tras de sí más de 14.000 infectados y casi 4.000 muertos, según la OMS. Dos años después de la identificación de varios casos positivos en Europa, parece que todo ha acabado. Pero las secuelas y el estigma que rodea a los supervivientes permanecen.

Eduardo Celades, médico de familia y salud comunitaria, viajó al país antes, durante y después del brote. Ahora relata el cambio que se vive una Sierra Leona “olvidada” en uno de los capítulos del libro 'Detrás del ébola'.

Usted estuvo trabajando en el país en tres ocasiones: en 2007, con Médicos del Mundo; en 2014, con la OMS (durante el pico de la epidemia de ébola) y hace apenas unos meses. ¿Qué contrastes ha encontrado en los distintos momentos?

Ahora, viéndolo con retrospectiva, me doy cuenta de que lo que más me sorprendió en 2014 fue ver que el país estaba completamente apagado. Al margen de la pobreza y de los conflictos que han vivido, Sierra Leona es un país alegre, la gente rebosa felicidad en las calles. Durante el brote, sin embargo, se cerraron todas las escuelas, los bares, los lugares de culto y cualquier otro espacio donde se pudieran producir aglomeraciones para evitar la transmisión. La gente quedó prácticamente recluida en sus casas.

Estando allí la segunda vez, ¿notó un incremento de la llegada de ayudas a consecuencia del boom mediático que se vivió en el verano de 2014?

Sí. Realmente primero fue ese boom mediático, pero no por lo que estaba ocurriendo allí, sino porque llegaron a Occidente casos puntuales de personas infectadas: a Estados Unidos, a España, a Inglaterra, etc.

Un poco antes, en agosto, la OMS ya lo había declarado epidemia de salud pública internacional, y es curioso ver cómo, cuando el primer caso se había detectado en diciembre de 2013 y Médicos Sin Fronteras llevaba desde mayo advirtiendo de que la situación estaba fuera de control, la comunidad internacional no empezó responder hasta que nos sentimos amenazados.

Habla en un capítulo del libro 'Detrás del ébola: una aproximación multidisciplinar a una cuestión global' (Ediciones Bellaterra) de las consecuencias de que la respuesta llegara demasiado tarde. ¿Qué falló exactamente?

En primer lugar, no se percibió la gravedad de lo que estaba ocurriendo. Ya habíamos respondido a algunos brotes de ébola con anterioridad, pero eran mucho más pequeños, diferentes. En Sierra Leona, sin embargo, nunca se habían dado casos de esta enfermedad, por lo que faltó experiencia y personal formado. Ni la comunidad internacional ni los propios gobiernos de los países afectados entendieron la magnitud de lo que estaban enfrentando, y todo eso derivó en una tardanza en la respuesta, que fue decisiva.

A eso se suman otros factores clave: había muy pocas investigaciones abiertas sobre esta enfermedad; se restringieron los viajes para evitar contagios, pero entonces la movilización de personas que intentábamos desplazarnos para ayudar tampoco era posible; hubo un cima de pánico general, muchos pacientes se negaban a ir a los hospitales, y un largo etcétera.

Hace referencia en el libro a la importancia de trabajar con lo que denomina “estrategias complementarias”, es decir, aquellas en las que se trabaja directamente con las comunidades. ¿Por qué es importante involucrar a las propias personas locales en la respuesta contra la epidemia?

Lo que demuestra la historia es que las estrategias tradicionales, si se aplican correctamente, permiten controlar un brote, de manera que detectas la enfermedad de forma precoz, aíslas los posibles casos preventivamente, evitas el contagio, observas a sus familiares, y el brote acaba por terminarse. Si esto se hace con rapidez y eficacia, funciona. Pero no era el caso. La epidemia se extendía.

Las estrategias complementarias constataban entonces dos cosas: primero, que se había ignorado la manera en la que las propias comunidades estaban intentando evitar el contagio (hacía falta detectar si lo estaban haciendo bien, para potenciarlo, o si había fallos, para intentar cambiarlos) y, segundo, que el abordaje clásico no funcionaba porque no había medios, carecíamos de recursos suficientes para vigilar a todos los contactos de una persona infectada porque el brote estaba muy extendido. Haber utilizado las estrategias complementarias desde el inicio habría ayudado muchísimo a frenar el contagio.

¿Cómo se debería haber trabajado con las comunidades? ¿Qué cosas se podían haber hecho y no se hicieron?

Yo creo que cuando se intenta imponer una solución desde fuera, sin hablar ni tener en cuenta a la gente que va a ser beneficiaria de una intervención, uno se puede encontrar con muchos efectos secundarios negativos. No sabes las reacciones que vas a provocar, o incluso si te vas a equivocar.

Un ejemplo claro, con el caso del ébola, fue lo que se hizo con los ritos fúnebres. La enfermedad se propagaba muchísimo en los funerales, especialmente en los de algunas tribus que tenían como costumbre lavar el cadáver antes de enterrarlo. Ahí tú no puedes llegar y cambiar esa tradición de un día para otro. Si quieres modificarlo para reducir el contagio, tienes que crear una relación con esa comunidad y esas familias, explicarles el porqué, y lo que se haría a partir de ahora.

Yo aún recuerdo cundo algunos compañeros eran recibidos a pedradas cuando iban a recoger a los cadáveres para llevárselos en bolsas de plástico, sin haberles explicado nada. Esto es un ejemplo de cómo no hay que hacer las cosas y, como con esto ocurre con muchos otros aspectos aún hoy, como el del estigma que sufren ahora los supervivientes.

Al hilo de esto último, ¿qué secuelas quedan después de que en enero la OMS declarase el fin de la epidemia?

Siempre decimos que el ébola es la enfermedad de la compasión, porque se transmite cuidando a los demás. Muchos contagiaron a familiares y aún viven con la carga psicológica de “¿por qué yo he sobrevivido y no ellos?”.

Ahora piensa que en los tres países con mayor número de casos hubo casi 30.000 afectados y unos 10.000 fallecidos, lo que deja un dato de casi 20.000 supervivientes que se están enfrentando a múltiples desafíos, además de la carga psicológica: muchos tienen secuelas gravísimas, otros han perdido a toda su familia y están completamente solos, la mayoría sufre prejuicios, culpa, estigma y discriminación social, etc.

Para ponerte en situación: cuando un paciente ingresaba en el hospital, se quemaban todas sus ropas y pertenencias para evitar la propagación del virus. Entre quienes lograban salir del tratamiento, muchos se encontraban desnudos y en la puerta de un hospital que quedaba a varios kilómetros de su zona. Imagina esa situación tras enfrentarte a una enfermedad gravísima y en una situación en la que lo has perdido todo. Por lo tanto no, no se puede decir que el ébola ha terminado con el fin de la epidemia. Queda mucho trabajo por hacer con quienes han logrado sobrevivir a él.

¿Qué lecciones nos ha dejado la epidemia dos años después?

Señalaría una cosa positiva y una negativa. La positiva: que ahora conocemos mejor nuestras limitaciones, sabemos que responder no es fácil, que es caro, que necesita recursos y tiempo. De alguna manera, se nos cayó uno de los grandes mitos de la comunidad internacional y nos dimos cuenta de que no estamos preparados para responder a grandes crisis humanitarias de salud pública, no sabemos tanto como creemos.

La parte negativa es que creo que seguimos despistados. No veo que estemos utilizando lo que acabo de señalar para cambiar y hacer algo al respecto. Ahora ya no se habla del ébola, se habla del zika en Brasil por los Juegos Olímpicos, pero pocos mencionan el brote de fiebre amarilla en Angola que ya se ha extendido a República Democrática del Congo, en el que hay más de 3.000 infectados y 300 muertos desde enero de este año.

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