Keywan Karimi es rápido con los emails. Manda mucha información, responde a todas las preguntas y, a la hora acordada, se conecta a skype y responde con voz de amigo al que no has visto en mucho tiempo: cauteloso y cálido al mismo tiempo, está de muy buen humor. Lo contrario que se esperaría de alguien a quien acaban de condenar a seis años de cárcel. Y a 223 latigazos.
En diciembre de 2013, cinco hombres armados entraron en su casa. Pertenecían a la Sepah, el cuerpo de la guardia revolucionaria islámica, y tenían una orden de registro; se llevaron su ordenador, fotografías, documentos y sus discos duros. Pasó doce días en la cárcel, en régimen de aislamiento. Él dice que no se lo esperaba, pero en realidad no era la primera vez que lo detenían.
Keywan acaba de cumplir treinta años y la cárcel parece una rutina más en su carrera cinematográfica: lo arrestaron -y pasó dos días en prisión- cuando estrenó su primera película, sobre los juicios a menores; lo arrestaron -y, otra vez, pasó dos días en prisión- cuando estrenó Broken Border, un corto documental sobre el contrabando de gasolina en la frontera entre Irak e Irán, una mirada sutil y poética sobre la vida en Kurdistán en la que los hombres trabajan, en silencio, y el cineasta registra, en silencio.
Con esas películas, y con su último corto, The Adventure of a Married Couple, una cinta en blanco y negro sobre el fracaso de la comunicación de una pareja en el capitalismo postindustrial, Keywan ha recorrido decenas de festivales internacionales, entre ellos el de San Sebastián.
Visto su historial de detenciones, lo extraño de esa última entrada en prisión en 2013 es que no respondía al estreno de ninguna película, sino a un proyecto del que, entonces, sólo había circulado un tráiler: se trata de Writing on the City, su primer largo documental, una historia del graffiti en Teherán desde la revolución hasta hoy.
Keywan salió de esa estancia en la cárcel en libertad con cargos y, tres meses después, lo llamaron para que fuera a recoger el material que le habían quitado. Le devolvieron todo, incluidos los discos duros; solo que estaban vacíos. Si esa es la gran pesadilla de nuestra contemporaneidad, lo es aún más para un director de cine.
Keywan perdió todos los archivos de sus películas -ahora solo tengo copias en dvd, me dice- y todas sus grabaciones. De su próximo proyecto, una película construida solamente con material de archivo, no queda nada. Desde entonces, ha tenido que declarar hasta ocho veces delante del tribunal, en un proceso lleno de irregularidades.
El 11 de octubre su abogado lo llamó para comunicarle la sentencia: seis años de cárcel, 223 latigazos. “Cuando me lo dijo por teléfono, me reí. Sabía que me iban a condenar, pero esperaba como mucho una condena ejemplar de seis meses. ¿Pero seis años? Es una locura, y simplemente no puedo aceptarlo”.
El último recurso es dentro de un mes. Keywan no solo tiene esperanza, sino que la contagia y, al hablar con él, es difícil imaginar que vaya a pisar la cárcel un día más. Pero no es tan fácil; el proceso parece tan arbitrario. Los latigazos, por ejemplo, ¿por qué 223? ¿Cómo se calcula cuántas veces hay que linchar a una persona?
Para la ley islámica que rige en Irán, este tipo de castigo es moneda común: el año pasado, la actriz Leila Hatami fue condenada a a 50 latigazos por no rechazar el beso en la mejilla que, a modo de saludo, le dio el director del festival de Cannes.
“Para estar condenado a 223, tengo que haber besado mucho”, se ríe, de nuevo, Keywan. La pregunta, claro, es qué tiene Writing on the City para asustar tanto al régimen. A pesar de que se presenta como una historia del graffiti en Teherán, la película es, en realidad, una indagación sobre el poder y sobre el control de la población, y sobre cómo esa población trata de usar los mismos métodos con que la alienan para rebelarse.
“Al igual que [Agnès] Varda en Mur murs o _[Chris] Marker en Chats perchés (sobre Los Ángeles y París, respectivamente), Karimi había comprendido que los graffitis conforman una suerte de subconsciente de una ciudad. Ése era el territorio que Karimi quería comprender y analizar, pero el gobierno de su país, al que no le gustan los acertijos, quiere castigar su curiosidad”, dice Guillermo Peydró, cineasta que conoció al iraní en la 54 edición del Zinebi, en 2012.
Karimi mezcla material de archivo y sus propias grabaciones para tejer una historia escrita, literalmente, sobre las paredes. Con la revolución del 79, Teherán empezó a poblarse de frases escritas en los muros que reforzaban el espíritu de la revolución: “el Shah murió bajó los colores de los sprays”, nos dice la voz en off.
Tras su partida, los iraníes no se fían de los medios de comunicación y recurren a las paredes: las imágenes nos muestran a cientos de personas escribiendo las últimas noticias en papeles improvisados que después pegan en los muros. Son espacios críticos, espacios en disputa que el poder trata de neutralizar: en 1979, el nuevo gobierno aprueba una ley para que los teheraníes blanqueen su ciudad.
Dos años después, las paredes se homegeneizan de otro modo: empiezan a mostrar a un enemigo común, el Irán de Sadam Hussein, con el que el país está en guerra. Pero hay algo que va más allá de fechas y de acontecimientos históricos en Writing on the Wall: porque la película muestra la implantación del capitalismo en el país, el paso de una sociedad que venera a los mártires a una sociedad que quiere conquistar a los consumidores.
Con la llegada de Ali Jameini al poder, “la política encuentra a su aliado histórico: el mercado”. Entonces las palabras dejan lugar a las imágenes de una sociedad que avanza hacia el muy ansiado desarrollo: “consumir era la nueva forma de luchar”.
Las paredes de Teherán se mueven entre esas imágenes consumistas y otras de paisajes y dibujos amables: fachadas enteras de casas imposibles donde solo hay una medianera, escaleras que suben hacia el tejado, árboles que parecen dar sombra. Son realmente hermosas, espectaculares. Pero están vacías: “los dibujos, claramente, mienten. Propagan el vacío, la nada”.
El título, de hecho, es un homenaje a Henri Lefebvre, el sociólogo francés que inspiró al movimiento situacionista. Karimi se entronca así con una crítica de la alienación de la sociedad capitalista mediante las imágenes que empieza con la modernidad. El cine en Karimi es, en el sentido más godardiano, una forma que piensa.
Solo en 2008, con la revolución verde, las paredes recuperan su poder subversivo: otra vez vuelven las consignas de protesta, los muros como espacios en blanco esperando la escritura de la gente, no de artistas. Entre todas, una: “no podéis blanquear la historia”.
El realizador Manuel Jiménez Núñez, que también conoció a Karimi en el Zinebi, dice que el cine de Keywan “tiene la característica de mostrar, de mostrar sin explicar, sin dar su opinión expresa. Simplemente muestra la realidad, lo que hay, lo que pasa, las conclusiones se las deja al espectador. Y posiblemente eso sea lo peor, lo más injusto de su condena, si es que se le puede buscar una parte peor a tamaña injusticia. Keywan ha sido condenado por enseñar una realidad. Ni siquiera por explicarla, ni siquiera por levantar la voz y condenar. Él sólo muestra. Y es, o debería ser, inconcebible que te puedan condenar por el mero hecho de mostrar algo que está pasando.”
Una sospecha que lo que realmente incomoda al gobierno iraní no es que la película se interrogue sobre el papel politizado de las frases en los muros, sino precisamente lo contrario: que, al mostrar el uso que el poder hace de los muros para convertir a la ciudadanía en clientela, Irán no aparezca, en realidad, como un país diferente al resto de países capitalistas, de esos Estados Unidos contra los que muchos de sus murales se dirigen.
Quizá esa sea en realidad la fuerza de su cine: que su denuncia, por lo delicadamente construida, no puede caer en maniqueísmos. Su mirada es profunda y compleja. Así habla por ejemplo cuando le pregunto si ha pensado en marcharse de Irán:
“No creo que Europa o Estados Unidos sean lugares de libertad tampoco. Es el mismo control, sólo que en Estados Unidos, o en Europa, usan más vaselina.”
Y sigue: “No puedo irme de aquí. Es mi país, mis películas son sobre mi país, y si me fuera, estaría haciendo lo que ellos quieren. Es mi deber, como cineasta y como activista, quedarme aquí.” El recurso es en noviembre. Es su última oportunidad de quedarse en su país, pero fuera de las rejas.