“No me da la vida”: por qué hemos dejado de creer en una sociedad trabajocéntrica
Si alguien me preguntase cuál es la idea que más escucho a mi alrededor tendría clara la respuesta: “No me da la vida”. La oigo en boca de gente diferente, con distintas circunstancias vitales y formas de expresarla —“os aviso si al final puedo pasarme”, “a ver si saco un rato y te contesto tranquilo”, “perdona que no me he sentado hasta ahora”, “agobiado”, “liadísima”, “hasta arriba”, “no llego”, “no doy”—, acompañada de emojis cansados, somnolientos, llorosos o achicharrados, pero la desembocadura es inequívoca. La falta de un tiempo libre en plenitud.
Vivimos bajo una ofensiva productivista, la mayor que se recuerda en varias generaciones. El neoliberalismo rampante, tan crítico siempre con la fiscalidad, suele olvidar que el tipo de impuesto más feroz es uno que, de tan naturalizado, obviamos: el concepto de “ganarse la vida”. La flexibilización de horarios, diversificación de tareas y conectividad permanente han facilitado la extensión del tiempo de trabajo, la invasión de este a áreas hasta ahora más íntimas de nuestras vidas. “He aprendido que ganarse el sustento no equivale a construirse una vida”, escribió Maya Angelou. Pero siempre hay algo que hacer. Todo tiene que servir a un propósito. Monetizamos aficiones. Exigimos ir al grano y abrazamos el 1.5x.
La obsesión por la eficiencia se nos escapa por la boca. El lenguaje nos delata. En Estados Unidos, una cabezadita en la oficina es tolerable como power nap, una siesta de la que volver con más vigor para rellenar casillas de Excel. Ya se sabe que tenemos más sueño que sueños. En el deporte, “competir” se pretende sinónimo de “jugar”. En la calle, lo que antes “estaba guapo”, ahora “renta”. Es irresistible la tentación de afirmar que cambiamos la belleza por el capital. Tanto como la de verbalizar que bajo “petar” se esconde una polisemia que define esta era: triunfar o implosionar puede venir a ser lo mismo.
La flexibilización de horarios, diversificación de tareas y conectividad permanente han facilitado la extensión del tiempo de trabajo, la invasión de este a áreas hasta ahora más íntimas de nuestras vidas. 'He aprendido que ganarse el sustento no equivale a construirse una vida', escribió Maya Angelou
Las brasas del capitalismo funcionan a todo lo que dan. Desde 2022, la Organización Mundial de la Salud incluye el burnout como enfermedad profesional. Es necesario recordar que una de las características de ese síndrome del trabajador quemado es ser una sobreadaptación a las exigencias de productividad ajenas a quien lo sufre. Sin embargo, el sistema es especialmente bueno a la hora de echar balones fuera. Expulsa esos esféricos figurados con fuerza y apuntando de lleno a nuestra cara.
Existió hace años un programa llamado Hermano mayor. Consistía, al igual que otros del tipo Callejeros, en mostrar realidades que hicieran al espectador medio aliviarse —y disfrutarlas— por no tenerlas cerca. Nunca calibraremos lo suficiente el papel que esos programas tuvieron en la cocción de la actual reacción autoritaria. La sinopsis abreviada de Hermano mayor era cómo meter en vereda a jóvenes a los que se presentaba como violentos, vagos o ambas cosas a la vez. Pasaba desapercibido un patrón. Un denominador común de los chicos y chicas a la hora de expresar el alejamiento radical que sentían respecto a sus padres y madres. Este se hundía en la infancia o en momentos de especial crisis vital en la preadolescencia: “Tú no estabas nunca”, era el reproche. Estaban trabajando. Deslomados atendiendo barras, fregando suelos, llenando la nevera, pagando el alquiler.
Tenemos más sueño que sueños (...) En la calle, lo que antes "estaba guapo", ahora "renta". Es irresistible la tentación de afirmar que bajo "petar" se esconde una polisemia que define esta era: triunfar o implosionar puede venir a ser lo mismo
El precio se paga en todas las escalas sociales. Rosalía escribió una canción entera para pedirle perdón a su sobrino por no verle crecer debido a una vida capitaneada por el trabajo. La cuestión es hasta qué punto no tener tiempo sigue siendo un símbolo de estatus. Un ejemplo actual lo tenemos en los viajes de trece minutos en avión de Taylor Swift. Sufre el planeta y nuestras cabezas, bombardeadas con el mensaje de que eso es el éxito, de que vivir a un ritmo humano sería de perdedores.
La experiencia nos dice que la decisión de frenar o no está mediada por factores socioeconómicos. ¿Quién puede decir “no” cuando ese “no”, en la era de las oportunidades fugaces y la “economía del bolo”, suena como un “nunca” descortés? ¿Somos capaces de discernir qué “síes” abriría cada “no”? ¿Cuál es el eslabón débil que paga el precio del cansancio generalizado? ¿Somos quizá nosotros mismos? “Modo goblin”, expresión del año hace un par para el diccionario de Oxford, le pone nombre al derrumbe pijamero en el sofá junto al mando a distancia, comida hipercalórica y un desinterés cósmico por la sociedad. Lo que cabe preguntarse es si eso se elige, si estamos realmente deseando acostarnos pronto un viernes, si cuidar plantas o identificar especies de pájaros siempre fue nuestra pasión oculta, si hemos normalizado pasar el tiempo libre a la defensiva, recuperando energía y ánimo, en repliegue.
La cuestión es hasta qué punto no tener tiempo sigue siendo un símbolo de estatus. Un ejemplo actual lo tenemos en los viajes de trece minutos en avión de Taylor Swift. Sufre el planeta y nuestras cabezas, bombardeadas con el mensaje de que eso es el éxito, de que vivir a un ritmo humano sería de perdedores
Nos hemos hecho expertos en lenguaje autolesivo. A difundir algo que has hecho con cariño y esfuerzo le llamamos, disociando irónicos de nosotros mismos, spam. Nos flagelamos hablando de autoexplotación. Pedimos disculpas a series o libros por llegarles tarde, por fallarles. Ni siquiera la lectura está a salvo de la ansiedad. Nos invade el miedo de quedarnos fuera, de compartir el ocio cada vez más segmentado que todavía es capaz de unirnos. Y a la vez fantaseamos con no hacer nada. Reservamos mesa y agendamos conciertos para dentro de meses. A nadie le han bajado el alquiler o subido el sueldo por mirar menos el móvil. Pintamos de lunes los domingos por la tarde. Damos por bueno que este es un mundo cansado, pero convendría precisar qué personas están más agotadas y por qué, y cómo esa carga extra que soportan permite la frescura de otras. Quién, en definitiva, ha secuestrado el tiempo libre si los días, meses y años duran lo mismo que siempre.
El reto es mayúsculo en el tercer país de la Unión Europea que más antidepresivos consume. La escasez de tiempo propio, y con él muchas veces de energía y ánimo, es una herida en la democracia. No nos juntaremos, no nos abriremos ni escucharemos, no debatiremos ni entenderemos, no confiaremos mutuamente ni nos sentiremos cerca como para construir alternativas colectivas. Aislados, validamos soluciones de urgencia, egoístas, que desbrozan el camino a los fascismos. La culminación del proyecto contrarrevolucionario era mantenernos tan ocupados como preocupados. Se dice que no creemos en el futuro por la crisis climática y las guerras pero es también porque ya vivimos en él cada día y mucho optimismo no ofrece cuando este se compone, en el mejor de los casos, de tareas tachadas. ¿Quién piensa en bailar cuando apenas se tiene en pie?
Lo que cabe preguntarse es si eso se elige, si estamos realmente deseando acostarnos pronto un viernes, si cuidar plantas o identificar especies de pájaros siempre fue nuestra pasión oculta, si hemos normalizado pasar el tiempo libre a la defensiva, recuperando energía y ánimo, en repliegue
Hay, sin embargo, motivos para la esperanza. La industria de la nostalgia ha apresado el imaginario de las generaciones de mediana edad. Para poder empaquetarse, venderse y consumirse de forma compartida, nuestro pasado se ha despolitizado. Se han idealizado los patios ocupados por el balón y la bollería industrial, se ha apartado la vista del paro estructural y la heroína y se han romantizado los veranos de tres meses en los que todo podía pasar porque aún no habíamos entrado en la rueda productiva. Existe para esta generación una puerta a la que llamar. La que establece una conexión entre lo que se tuvo y lo que se perdió. Si parece que antes teníamos más derechos laborales y más tiempo libre, ¿quién nos los robó y cómo habíamos llegado a conseguirlos?
Pero incluso más claro parece depositar la confianza en las generaciones más jóvenes, aquellas que se han socializado únicamente en crisis, con un pacto social meritocrático percibido como papel mojado. Para quien entra ahora en el mercado laboral, del ascensor social ya solo queda visible el hueco. Son estos y estas jóvenes quienes han dejado de creer en una sociedad trabajocéntrica para darle más valor a un tiempo libre que lo sea de verdad. Es decir, vigoroso, autodeterminado.
Damos por bueno que este es un mundo cansado, pero convendría precisar qué personas están más agotadas y por qué, y cómo esa carga extra que soportan permite la frescura de otras. Quién, en definitiva, ha secuestrado el tiempo libre si los días, meses y años duran lo mismo que siempre
Esta brecha, patente también en el auge del concepto de la amistad —que desafía su subordinación al amor romántico en la escala de relaciones—, especialmente entre mujeres jóvenes, es parte de aquello que posibilitará un futuro a una escala y ritmo más humanos. Como defiende la psiquiatra Marta Carmona, continuamente hacemos esfuerzos para ver a las personas a quienes queremos y salir de la maquinaria, priorizamos vínculos a comodidad más veces de las que nos damos cuenta. Sabemos, nos sale solo, anteponer el afecto a la rentabilidad material. Intuimos que la palabra recreación ya nos quiere insinuar algo. Cuando cesan los estímulos y el ruido se apaga nos preguntamos qué da sentido a nuestras vidas. La mala noticia para este sistema voraz es que él aparece cada vez menos en las respuestas. Y si nada ha de cambiar mientras no lo hagan los dioses, esto es ya un principio.
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