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La Europa siniestra de la xenofobia y la intolerancia

La deshumanización emerge en Europa. Tiene múltiples caras que ponen en cuestión los valores democráticos sobre los que se ha estado construyendo el edificio europeo. Aún no están enterrados los episodios del horror del nazismo y el fascismo, incluso hay asignaturas pendientes que avergüenzan a todos —como la memoria de las víctimas de la dictadura franquista—, lo que supone un apoyo y un impulso a esa nueva ultraderecha que emerge con raíces de un pasado que vuelve al son de marchas con antorchas, persecuciones a gitanos, brotes de violencia antisemita, intolerancia xenófoba, incendio de mezquitas, negrofobia, rechazo a la libre orientación sexual y, sobre todo, crímenes de odio, asesinatos alimentados por rechazo al diferente. No solo se daña la igualdad sino que se ataca a la dignidad intrínseca de la persona, al valor en sí de los seres humanos, como un retorno a las jerarquías como definía el Instituto para la Higiene Racial del nazismo, aunque esta vez de la mano del victimismo ultranacionalista identitario. La Europa de la intolerancia nos amenaza.

Los resultados electorales son más que inquietantes, ya sea en la vecina Francia, Gran Bretaña o en los países escandinavos, bien en Austria, Italia o Países Bajos, o en las preocupantes situaciones de Grecia y Hungría. El escenario en general muestra el avance de la extrema derecha en las elecciones europeas y rubrican los resultados locales y nacionales; el escenario es difícil. Merece la pena significar la vergüenza que supone o debería suponer para Europa la presencia de partidos neonazis como el griego Amanecer Dorado con fuerte representación en el Parlamento y con un activismo violento hacia inmigrantes y otras minorías; o el húngaro Jobbik que desfila uniformado por las calles y las milicias que atacan a gitanos, además de defender en el Parlamento que todas las personas de origen judío deben ser fichadas y registradas por “razones de seguridad”. Y estos no son hechos aislados, sino que obedecen a un patrón de intervención estratégica donde la alargada sombra del nazismo, alimentada por intereses poderosos, sale del subsuelo –si es que alguna vez lo estuvo– influyendo y asustando a los partidos democráticos que, con un liderazgo débil, corren a modificar sus políticas aceptando sus postulados y ahondando el problema en esta Europa que vive una crisis sistémica.

El crecimiento de la intolerancia en el discurso público, en las políticas hacia la inmigración y las minorías étnicas y sociales, la expansión del populismo xenófobo en Europa, así como la emergencia de una criminalidad basada en el rechazo y la negación de la diversidad, no son sino los síntomas de una triple crisis en Europa cuyos pivotes tienen: en lo económico, uno de los mayores desastres financieros de la historia; en lo político-institucional, el descrédito de sus gestores alimentado por la corrupción, el despotismo antidemocrático y la construcción institucional en desafecto con la ciudadanía; en lo social, el desmantelamiento de los “estados de bienestar” puestos en pie tras la segunda guerra mundial, eliminando importantes conquistas sociales y ciudadanas. Sin embargo, no se debe mirar a Europa al margen de lo que está pasando en el mundo, eso sería un eurocentrismo que nos oculta que vivimos una realidad con más de medio centenar de guerras por el poder y los recursos, el atesoramiento de los más ricos en contraste con el hambre y miseria de millones de los más pobres o el incremento de la intolerancia criminal que se extiende por todos los continentes.

Además, se observan con nitidez posiciones planetarias contrarias a la globalización de los derechos humanos y de los valores democráticos que coinciden con un resurgimiento de integrismos y totalitarismos a gran escala que amenazan con dar al traste las conquistas democráticas y sociales de la historia de la humanidad. Estamos ante la mundialización del odio, realidad que se evidencia por sus frutos: desde el racismo y neofascismo en Occidente, hasta los fanatismos religiosos y terrorismos integristas en otras latitudes. Así lo ha señalado en reiteradas ocasiones la Asamblea General de

Naciones Unidas, especialmente frente al neonazismo en una reciente resolución del 20 de diciembre de 2012, destacando “la importancia de cooperar estrechamente con la sociedad civil y los mecanismos internacionales y regionales de derechos humanos a fin de contrarrestar eficazmente todas las manifestaciones de racismo, discriminación racial, xenofobia y formas conexas de intolerancia, así como a los partidos políticos, movimientos y grupos extremistas, incluidos los grupos neonazis y de cabezas rapadas y los movimientos similares de ideología extremista”.

La mundialización, el desarrollo de las comunicaciones (internet), el mercado económico y laboral planetario, y otros factores globales han generado un escenario favorable a la xenofobia, buque insignia de las distintas encarnaciones de la intolerancia; la dualidad ambivalente de las migraciones, su necesidad y rechazo a la vez, han vuelto atrás la historia alimentando la “cosificación” de las personas. El inmigrante simplemente es mano de obra, un recurso productivo, no es un ser humano con atributos radicados en la dignidad de las persona. Sencillamente cuando se le necesita se obtiene, ya sea regular o irregularmente, con control de flujos migratorios o sin ellos, con integración o marginación, con apoyo al desarrollo de su país de origen o con su abandono en la miseria. Y cuando no se necesita pues que se vaya; se le anima a marcharse, se le expulsa, deporta e incluso se le convierte en criminal, y que no entren; ahí están las aguas de Lampedusa o el Estrecho como cementerios, y por si acaso las concertinas en las vallas; y si no es suficiente, como dijo un líder ultra italiano, sacamos a los buques para bombardear pateras. La intolerancia xenófoba es el gran instrumento, peligroso instrumento, que abre puertas y camino de forma terrible a otros acompañantes de la intolerancia generalizada. Racismo, xenofobia, antisemitismo, islamofobia, antigitanismo, homofobia, neofascismo, negrofobia... no son solo patrimonio de todo el continente europeo, también se globalizan porque la intolerancia amenaza al mundo.