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Qué hay detrás de la brutalidad de la policía colombiana: un cuerpo civil encorsetado en hábitos militares

Manifestantes se enfrentan con miembros del Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD) durante las protestas del 3 de mayo en Cali.

Camilo Sánchez / Bogotá

15 de mayo de 2021 21:56 h

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Hace falta temple para recorrer algunas calles colombianas. Nicolás García murió en la madrugada del 3 de mayo tras recibir un impacto de bala en la cabeza mientras recolectaba y repartía ayudas con fines humanitarios en una concentración pacífica en Cali. Su caso se suma al del bachiller Dylan Cruz, esta vez en noviembre de 2019, o al de Marcelo Agredo, hace tan solo unas semanas. Cada uno de ellos salió de casa una mañana cualquiera para expresar su descontento con el Gobierno del conservador Iván Duque. Ninguno regresó. Hoy sus nombres forman parte del doloroso registro de fallecidos a causa de la presunta brutalidad policial.

La crispación tras más de 15 días de protestas ha sido constante y las muertes de civiles en medio de los choques con patrulleros y miembros del escuadrón anti disturbios, según reportes de la Defensoría del Pueblo, ascienden a 42 (un policía incluido). A falta de investigaciones concluyentes, existe consenso en que la precipitada acción del ESMAD (Escuadrón Móvil Anti Disturbios) y de otros efectivos policiales ha dejado al desnudo las múltiples falencias de una institución tan poderosa como impopular.

Investigaciones de organizaciones independientes han documentado casos de agentes que abrieron fuego a quemarropa contra manifestantes pacíficos; o de tanquetas que escupieron gases lacrimógenos sin apenas discreción y de agentes asolando ciudadanos desde motos oficiales.

En un tono en apariencia sosegado, el presidente Iván Duque ha repetido en diversas entrevistas que los órganos de control se emplearán a fondo para investigar los delitos cometidos en el transcurso de las protestas. Y que desde la policía hay “tolerancia cero” con las violaciones a los derechos humanos. 

No obstante, tres de cada cuatro bogotanos afirmó el año pasado desconfiar de la policía, según una encuesta del Observatorio de la Democracia de la Universidad de los Andes; en la última década ese indicador se desplomó más de veinte puntos. Así mismo, tras la catarata de vídeos e imágenes que circulan en redes sociales, donde se observa a agentes extra limitándose en sus funciones, la pregunta que surge es evidente: ¿Qué hacer con la policía?

La militarización de la policía

Antes de embarcarse en reformas profundas, desde organizaciones como la Fundación Ideas para la Paz sugieren una revisión meticulosa de los sistemas de control civil. ¿Por qué la Procuraduría no ejerce permanentemente su poder preferente? ¿Qué tipo de controles son funcionales y cuáles no? O ¿cuál es el proceso de formación policial? 

Lucía Dammert, directora del Global Consortium on Security Transformation, sostiene que la policía colombiana está desacostumbrada al control civil. Por eso llama la atención sobre el hecho de que sea el único caso conocido donde “la policía está bajo el dominio administrativo del Ministerio de Defensa”. En la mayoría de casos, añade la analista chilena, se trata de cuerpos civiles “bajo la jurisprudencia del Ministerio del Interior”.

Desde los años 50 del siglo pasado, la Policía Nacional de Colombia se halla adscrita a la cartera de Defensa. Un hecho que ha marcado el espíritu de un organismo, en teoría, de naturaleza civil. El académico Alejo Vargas afirma que como resultado nunca ha “habido una diferenciación clara de roles entre las fuerzas militares y la policía”.

La guerra interna de más de medio siglo ha condicionado a su vez los límites de dos instituciones que suelen ser catalogadas como “primas hermanas”. Desde sectores políticos y de la fuerza pública siempre se ha esgrimido que para enfrentar al narcotráfico es necesario apelar a escuadrones policiales. 

“Les ha tocado hacer de todo y eso enreda mucho las cosas”, asegura el académico Vargas. Y propone como ejemplo al cuerpo de carabineros, una división típicamente contrainsurgente. “Si un miembro recibe su entrenamiento allí, desarrolla parte de su carrera allí, y luego pide traslado a otra dependencia, a lo mejor más urbana, pues es un riesgo porque su cabeza sigue funcionando en modo contrainsurgente, donde básicamente ven al enemigo en cualquier lado”.

Inclusive los rangos policiales han sido un calco del ejército colombiano. “Si te fijas en los elementos culturales”, explica el experto en seguridad ciudadana Jerónimo Castillo, “en algunos detalles de los uniformes, las graduaciones, o el tipo de armamento, es evidente que no se trata de un cuerpo civil armado, sino que realmente lo que tenemos es un organismo con una enorme ascendencia militar”.

La Constitución de 1991, que cumple ahora 30 años, intentó modernizar y democratizar la policía. El texto dejó claro que se trata de “un cuerpo civil armado de naturaleza civil”. Pero, desde entonces, los esfuerzos por profundizar en esa dirección han sido modestos o no se han mantenido en el tiempo. Basta citar como ejemplo el hecho de que la justicia penal militar sigue siendo la encargada de procesar a los policías.

Un fenómeno espinoso en un país donde, como lo recuerda el profesor Alejo Vargas, ha habido una convivencia cercana entre estructuras paramilitares y parapoliciales con la oficialidad. Y donde ha habido “una tendencia histórica”, añade, “a considerar que la manera de sacar del camino a los que no piensan como yo, es eliminándolos físicamente”.

Lo cierto es que las seis fuentes consultadas señalan la ausencia de voluntad política como el mayor obstáculo para materializar los cambios requeridos. Mucho más que el peso de los sectores más reaccionarios de una institución mastodóntica, difícil de dirigir, que hoy suma 140.000 miembros.

Más solemnidad que reflexión  

Cuando el politólogo Víctor Barrera emprende uno de los diplomados que dicta a policías sobre nuevos enfoques de aproximación a las protestas sociales, se suele imponer una barrera glacial entre alumnos y maestro. El investigador de la ONG de izquierdas CINEP relata sin embargo que con los días la desconfianza se va evaporando.

“Al principio”, dice Barrera, “a muchos les molesta que yo les diga ‘compañeros’. Uno de ellos me pidió en alguna ocasión que no lo hiciera porque así se llaman los ‘guerrillos’”. Al cabo de tres días el mismo uniformado fue “aceptando las propuestas” y desmontando “algunos prejuicios”.

La formación militar es para más de uno el gran agujero negro donde florecen no pocos de los vicios y problemas de conducta de los futuros agentes. Barrera recurre a adjetivos como “decimonónico” o “sistema ‘kafkiano” para describir un mundo cerrado sobre sí mismo y donde muy pocos civiles han podido entrar a escudriñar su funcionamiento.

Jerónimo Castillo, investigador de la Fundación Ideas para la Paz, lo describe como un universo “endogámico”, muy “irreflexivo”. Cuenta que uno de los escasísimos estudios sobre el tema reveló que el 50% de la “formación estaba concentrado en ceremonias. Es decir, el programa giraba en torno a las marchas y otras formalidades”. 

Los aspirantes de entre 16 y 25 años reciben hoy su educación en escuelas de cadetes separadas de otros centros educativos. “¿Por qué los policías en Colombia deben educarse en unos centros separados cuando forman parte de la sociedad civil?”, se pregunta Castillo.

Son las condiciones perfectas para una educación que resulta “auto referencial”, en palabras del politólogo Barrera. Según él, no puede haber evolución si los instructores son los mismos policías veteranos que se guían por un programa que no registra los cambios en la sociedad. Temas como la resolución de conflictos, o la atención a las protestas sociales, por ejemplo, son marginales o inexistentes.

Jerónimo Castillo subraya que se trata de “una estructura total, donde la vida del cadete que entra es absorbida por completo dentro lógicas de lealtad, bandera, patria, y no dentro de un espíritu crítico y discrecional, que es una diferencia básica entre un ejército y la policía”, concluye.

El ESMAD, hijo de otros tiempos

Parte importante de la desafección ciudadana se halla detrás de las siglas ESMAD. Los Escuadrones Móviles Antidisturbios son unidades especializadas creadas en 1999 bajo la presidencia del también conservador Andrés Pastrana. Los hoy temidos “agentes de negro” surgen como respuesta a una serie de movilizaciones de campesinos cocaleros que desbordaron por entonces las capacidades policiales. 

El país recibió por entonces millones de dólares por parte del Gobierno estadounidense para imponerse en el conflicto con las FARC. Eran tiempos tempestuosos. La inyección incluía intercambio militar y fue bautizado como Plan Colombia. El grueso del plan se destinó al ejército, pero la policía recibió su parte para enfrentar la guerra antinarcóticos.

Todo aquello supuso una nueva “transferencia de capacidades entre ejército y policía”, asevera Víctor Barrera. Y una nueva traba para alcanzar la naturaleza civil que se buscaba con la Constitución. Hoy en día una de las quejas recurrentes por parte de los colectivos sociales y otros sectores es que el ESMAD es una unidad incapaz de lidiar con las manifestaciones sociales del siglo XXI.

Lucía Dammert, una de las mayores especialistas en policía de la región, traza similitudes entre los carabineros chilenos y el ESMAD colombiano: “Son dos policías de tipo militar, súper centralizadas, que no han sabido enfrentar las situaciones de protesta social justamente porque no están acostumbradas a niveles rigurosos de controles y balances civiles”. Por eso legitiman el uso de la fuerza tratando de estigmatizar al manifestante con etiquetas como vándalos, guerrilleros o terroristas, explica.

Sobre esa línea argumentativa discurre el discurso del Ministro de Defensa, Diego Molano, quien se suele limitar a enumerar los cientos de heridos de la fuerza pública y a señalar como “terroristas” u “organizaciones criminales” a los responsables detrás de los brotes violentos generados por la pobreza y la desigualdad

Por su parte, el general Jorge Luis Vargas, director de la Policía Nacional, explicaba esta semana en una entrevista que los miembros del ESMAD reciben una formación de dos meses. Para los analistas consultados resulta improbable que se puedan absorber técnicas de control complejas en ese lapso. “Tampoco que desarrollen condiciones emocionales para solucionar diversas situaciones sobre el terreno”, apostilla Jerónimo Castillo.

También se suceden las denuncias en torno a la letalidad de la munición utilizada. Como los controvertidos “bean bags”, unas mortíferas bolsas de fibra sintética llenas de plomo. Este tipo de proyectil, disparado por un capitán del ESMAD, acabó con la vida del estudiante Dylan Cruz en pleno centro de Bogotá el 23 de noviembre de 2019.

Sin embargo, Víctor Barrera es un convencido de que los cambios son posibles. Cita el ejemplo de Monte Líbano, una zona minera al noroeste del país, rodeada de clanes violentos y disputas medio ambientales. Allí, equipos conjuntos de la sociedad civil y la policía han trabajado en los últimos tiempos para forjar confianza y evitar la intervención del ESMAD ante las frecuentes movilizaciones. Cuenta que los ciudadanos han logrado reconstruir puentes de confianza con la policía y apaciguar la tensión. Pequeños mensajes de esperanza de una sociedad que no se rinde en su empeño de romper el cerco de más de medio siglo de violencia.

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