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Los bailes de máscaras del XIX en Madrid o cuando el carnaval era solo para la clase alta

Con motivo de la representación de la ópera Arabella en el Teatro Real a inicios del mes de febrero, el Museo del Romanticismo ha instalado en su salón de baile una pequeña muestra de lo que fueron cartes de visite del siglo XIX. Estas imágenes eran un formato fotográfico para retratos de estudio que adoptó este nombre por su similitud con el tamaño y la forma de las tarjetas de visita, aunque raramente se utilizaban con la misma función. 

La popularización de este tipo de fotos permitió que personas de clase media como abogados, médicos o comerciantes, tuvieran la posibilidad de tener una imagen suya. Los retratos por aquel entonces solo estaban al alcance de la realeza y la nobleza, sin embargo, con el nacimiento de la fotografía se volvió más accesible para el resto de estamentos. Los cantantes, toreros y políticos también hacían uso de estas tarjetas de visita para distribuirlas entre las clases emergentes.

Como no era habitual hacerse fotos y solo había una oportunidad por cada toma, los retratados aprovechaban su visita al estudio para ponerse sus mejores galas. Por esta razón, muchos ponían como excusa su asistencia a los bailes de la época para ser fotografiados con los trajes escogidos para la ocasión. 

Estas fiestas de la alta sociedad eran los grandes eventos del momento, una oportunidad para codearse con magnates y disfrutar de una velada única. En el museo se exponen las fotografías que tomaron a algunos invitados antes de asistir al gran baile que tuvo lugar en el palacio de los duques de Medinaceli el 1 de abril de 1861. Pero fueron muchos más los que incendiaron la prensa en aquella época, como el de los duques de Fernán Núñez en 1884 o los del carnaval de 1865, a los que el mismísimo Pérez Galdós dedicó un artículo en el diario La Nación. 

Las tarjetas de visita que se exponen en el Museo del Romanticismo son una aproximación al mundo que rodeaba estos bailes, de los que todavía queda un resquicio en la capital. El Círculo de Bellas Artes celebró su primera fiesta de máscaras en 1892 y este 18 de febrero volverán a dar que hablar. Más de un siglo después continúan triunfando los bailes de disfraces que, en un inicio, gozaron de enorme popularidad entre la aristocracia y la burguesía acomodada. 

La vestimenta, un elemento determinante para asistir al baile

La elección de la indumentaria era todo un proceso. Recibir una invitación a una de estas fiestas era un hecho tan importante que podía significar entrar, mantenerse o salir de la vida social del momento. Por ello, era necesario llevar el mejor atuendo, las mejores joyas y el mejor peinado del salón. 

La dinámica de estos bailes recuerda al cuento de Cenicienta, las hermanastras esperaban ansiosas una invitación a la fiesta del príncipe con la intención de aprovechar la ocasión para encontrar esposo. Fuera de la ficción era exactamente igual. Las muchachas madrileñas comenzaban toda una carrera desde el día que recibían su invitación para lucir las mejores galas. 

La cita con el peluquero era imprescindible, en Madrid había unos cuantos franceses que hacían los peinados más elegantes y sus agendas se llenaban cuando había algún acontecimiento de este tipo. Eso sí, dependiendo de la persona que fuesen a peinar ponían mayor o menor empeño. A las más influyentes las peinaban justo antes del baile para poder lucir el pelo perfecto y a las que menos interés causaban les daban cita a altas horas de la noche, retrasando su llegada a la fiesta. 

La moda de la época consistía en llevar un bandós, el peinado más típico del Renacimiento, con raya en medio y dejando caer dos mechones que se recogían lateralmente. El pelo se adornaba con joyas, plumas, flores y tocados. Y al esfuerzo por tener la mejor cabellera del salón se sumaba la búsqueda del traje perfecto. La ocasión exigía estrenar atuendo, pero esto solo era posible para algunas, así que cada una buscaba sus mañas para deslumbrar. 

El traje femenino de baile presentaba un cuerpo con escote, talle corto y remate triangular en el delantero. Para que sentase bien, era imprescindible el uso de ballenas que se cosían a este cuerpo. La falda tenía forma acampanada y todo el vestido estaba ornamentado con encajes, cintas, terciopelos y gasas. Los colores más frecuentes eran el blanco y el rosa. 

A esta retahíla se sumaban numerosos complementos como los guantes, las pieles para el frío, el abanico o el pañuelo. En la posición y movimiento de estos dos últimos se podían esconder mensajes secretos e intenciones de las damas que los portaban. Los caballeros debían descifrarlos, y ahí empezaba a ponerse interesante el baile.

En las fiestas que se celebraban por carnaval la elección del traje era similar, pero se añadía el uso de descomunales sombreros, peinados imposibles y tocados muy recargados. Aunque es preciso señalar que los bailes de máscaras no solo se celebraban durante esta fiesta, realmente eran la excusa perfecta en todo momento para que la alta sociedad pudiese divertirse sin tapujos. 

El carnaval de 1865 en Madrid

Fueron muchos los carnavales que pusieron la capital patas arriba, pero el de 1865 fue especial. El relato del dramaturgo Benito Pérez Galdós de aquellas noches ayuda a comprender la manera en la que la ciudad se transformaba con los carnavales. “Solo en una tarde habían pasado por la calle de Alcalá, frente a Cibeles, 1.876 carruajes”, relataba el escrito en un artículo para el diario progresista La Nación.

Las tiendas de las calles principales de la ciudad mostraban sus escaparates atestados de máscaras venecianas y parisienses, caretas grotescas, disfraces extravagantes y complementos carnavalescos. Los alrededores de los grandes palacios de Madrid se llenaban de coches de caballos, mujeres con vestidos pomposos y hombres trajeados. 

Por lo general, los bailes comenzaban en torno a las nueve de la noche y podían prolongarse hasta altas horas de la madrugada. En ocasiones coincidían varias fiestas el mismo día, tal y como ocurrió aquel carnaval. Esta coincidencia desató una pugna entre los anfitriones por dar el mejor baile y conseguir la lista de invitados más influyentes. 

También había fiestas para el público general, en las que había que pagar por entrar. El que es ahora el Teatro de la Zarzuela, fue escenario de varios bailes de máscaras desde finales de enero de aquel año. También lo fue el Teatro Real el domingo y el martes de Carnaval. El precio de la entrada oscilaba entre los 160 y los 600 reales, dependiendo de la ubicación en el edificio. 

Los Campos Elíseos, que se extendían por las actuales calles de Alcalá, Velázquez, Goya y Castelló, acogieron otro gran baile en el que actuó una orquesta de cien músicos que amenizaron la fiesta hasta la madrugada. Y en lo que a palacios y aristocracia respecta, la competición era absoluta. 

Los duques de Fernán Núñez, los señores de Weisweiller, la duquesa de Montijo y los marqueses de Puente y de Sotomayor, entre otros, hicieron fiestas de disfraces aquel carnaval. Pero hubo un vencedor indiscutible, el baile de máscaras de la duquesa de Medinaceli. Según relata Pérez Galdós, “la de aquel carnaval fue apoteósica”. Hubo música, comida, disfraces y hasta una representación teatral de la comedia en tres actos Perder y cobrar el cetro

Aquel carnaval consiguió revolucionar la vida de la ciudad. Miles de máscaras desfilaron por las calles de la capital, con trajes tan elegantes como ridículos. Al ritmo de las comparsas y las murgas, una tradición que todavía perdura con la celebración del Gran Pasacalles de Madrid Río cada año. 

Los bailes eran un ciclo de formalidades que comenzaba con la espera de la invitación y terminaba el día de la celebración, mientras un proceso de preparación lo acompañaba con la búsqueda del atuendo perfecto. En Madrid estos bailes eran casi diarios durante el invierno y en la semana de carnaval se multiplicaban. Con ello, es posible hacerse a la idea de cómo estos eventos marcaron un antes y un después en la vida social de las clases altas, aunque poco a poco fueron extendiéndose al resto de estamentos.

Actualmente, el carnaval es una fiesta para todos y gracias a la dedicación del Círculo de Bellas Artes se sigue manteniendo la tradición de los bailes de máscaras que tanta relevancia sumaron en la capital en el siglo XIX. Este febrero es posible conocer con mayor profundidad en qué consistían estos eventos en el Museo del Romanticismo (calle de San Mateo, 13). La visita Los bailes de máscaras en el siglo XIX podrá visitarse hasta el próximo 26 de febrero de forma gratuita hasta completar aforo.