Todos a la calle: cómo fueron los primeros Carnavales democráticos en Madrid tras 43 años prohibidos
Franco prohibió el Carnaval en plena guerra. El gobierno del bando sublevado emitió en febrero de 1937 una circular dirigida a los gobernadores civiles en la que se ordenaba la suspensión de la fiesta. Dicha prohibición se mantuvo al acabar la guerra, vetándose esta fiesta por pagana, callejera y multitudinaria, si bien en los lugares de mayor tradición se siguió celebrando escondida bajo el apelativo de fiestas de invierno.
Avanzando los años, el Franquismo optó por hacer la vista gorda en ocasiones, siempre ojo avizor, siendo frecuentes las fiestas en casinos o sociedades cerradas. Una de las resistencias más conocidas a la prohibición franquista de celebrar el Carnaval –por su permanencia hasta hoy– es la del entierro de la sardina llevado a cabo por la Alegre Cofradía. Un ritual en el que una comitiva de hombres con capa, con charanga y animados por líquidos espirituosos, portaba el ataúd de la sardina hasta San Antonio de la Florida. Un bonito ejercicio de resistencia nacido en el entorno de los anticuarios de El Rastro en los años sesenta.
Pero los primeros Carnavales fetén, completos, oficiales y con programación en Madrid no se celebraron hasta 1980. La elección del pregonero ya da idea del momento en el que renacía la fiesta: el dramaturgo comprometido Lauro Olmo, que solo unos años antes se había atrincherado en su casa, resistiendo al desalojo del barrio de Pozas. Olmo se refirió a las fiestas como una apetencia de libertad y un afán liberador.
El barrio de Vallecas, que ya los había celebrado por su cuenta un año antes de este renacimiento oficial, tuvo sus propios Carnavales durante los días 16 y 17 de febrero, con un programa paralelo al oficial en el que una treintena de charangas recorrieron Puente de Vallecas, Palomeras Altas, Sureste y Bajas. Entre las charangas participantes había nombres que hoy están en los libros de historia de la construcción de los barrios de Madrid durante la Transición, como el mítico grupo de teatral Gayo Vallecano, la asociación Vientos del Pueblos, el Frente de Liberación Homosexual de Castilla o el colectivo Hijos del Agobio. Mientras que el Carnaval oficial renacía en los alrededores de la Plaza Mayor, el pueblo de Vallecas hacía suya la fiesta en sus maltratadas calles.
Las fiestas populares, que en cierto modo se reinventaban tras el Franquismo, tuvieron un papel fundamental en la cohesión de movimientos vecinales y en la creación de identidades barriales antagonistas. En el caso de Vallecas es clara su ascendencia entre el vecindario, junto con otros eventos como la Batalla Naval, la Fiesta de la Utopía del pub Hebe o los Vallecas Rock. En un documento de la librería El Bulebar (centro fundamental para entender la conformación de la Vallekas con K en los primeros ochenta), que Elisabeth Lorenzi recoge en el libro Vallekas, puerto de mar, se dice:
“Aquí la droga y la delincuencia se liga con un modo de vida de la juventud que era en muchos casos, el modo de vida habitual y que precisamente tiene relación con esa forma de conciencia vallecana. Ha sido precisamente la juventud la iniciadora de ese movimiento, digámoslo así, nacionalista vallecano. Por ejemplo las fiestas tienen un papel fundamental y de entre ellas destacaría los Carnavales, que es una institución que en su forma actual nació en Vallecas”.
El ambiente popular e irreverente del Carnaval fue adoptado por la contracultura y los círculos de talante libertario de los primeros años de la Transición. En esto, Barcelona llevaba ventaja a Madrid. Allí los Carnavales ya se habían celebrado alternativamente el año 1977, con represión por parte del gobierno de UCD. La revista Star lo recordaba así en un artículo firmado por GRUCACA (Grupo de Carnavaleros Cabreados) que recoge Germán Labrador en su libro Culpables por la literatura: imaginación política y contracultura en la transición española (1968-1986):
“El sábado de Carnaval fue gris. Las Ramblas tomadas por la policía como en aquellos buenos tiempos. Carnavales callejeros ilegales… Desde la Diagonal bajaba un grupo de 200 o 300 enmascarados […]. Una guerrilla de disfraces que tuvo que huir de la policía. El gran Carnaval había sido prohibido con solo dos o tres días de antelación […]. Dos ofensas graves a la ciudad y una amenaza en el aire. Todo aquel que no pertenezca a ningún partido o sindicato y que se mueva un poco puede ser considerado libertario y lo libertario es lo malo ahora. Lo ha dicho el Sr. Ministro […]. Todo eso de lo libertario, la COPEL, la delincuencia, los drogadictos, todo se mezcla y forma la chusma indeseable culpable de tantas desgracias. Y desde el poder se va fomentando un clima de miedo y de paranoia anti-delincuencia para que la gente busque paz y orden”.
En Madrid el Carnaval también será un escaparate descocado para la contracultura del momento. En aquellos primeros de 1980, además de los de Vallecas encontramos un quehacer alternativo en Malasaña. Manuel Vicent dejó por escrito una bonita crónica de esas noches de febrero en la revista Triunfo. Aquella era una primera experiencia, una prueba, decía el periodista:
“De momento la autoridad ha metido el carnaval entre alambradas y los espectadores se han acercado al corro de los primeros alucinados con la curiosidad de una visita al zoológico. Este año la precaria alegría regulada por el criterio ordenancista de la UCD ha tenido un carácter experimental en las barriadas de Vallecas y Malasaña. Realmente han hecho dos calas en la sandía. Por un lado se ha querido tentar hasta dónde llega la presión de la olla obrera y por otro se ha probado a soltar tímidamente el dogal de los supuestos pasotas”.
Vicent habla en su artículo de “una cosa inocente, una fiesta juvenil alimentada casi por los íntimos del lugar”:
“Por los ventanales del Café Comercial se veían pasar los disfraces, las caras decoradas de una juventud de COU con una imaginación un poco improvisada. En las aceras se pintaban unos a otros con lápiz de labios, se enharinaban los mofletes, se ponían la toalla musulmana en la cabeza y las pandillas se iban escurriendo hacia la Plaza del Dos de Mayo, donde empezaban a dar saltos al son de algunas charanguitas. Bajo un cielo de buena noche corría una brisa de porro, se pasaba entre los corrillos la cerveza tamaño familiar y se bebía vino de garrafa
[…]
En el café Ruiz las máscaras cantaban tonadillas infantiles, en Manuela sonaban cuplés y música de organillo, en el Sol de Mayo casi se jugaba al corro de la patata y en La Vía Láctea se oía un rock más bien dulce entre tintineos de fanta de limón“.
No todo era, sin embargo, juerga infantil y desenfado. Advertía Vicent del lado más oscuro de la noche malasañera: los efectos sociales de la droga y el acoso de la extrema derecha, que durante aquellos años se cebó con la zona:
“De un tiempo a esta parte, las noches regulares del barrio de Malasaña han tomado un cariz turbio. Aquella primera avanzada de una juventud imbuida por la resistencia pasiva que acudió a fumarse un porro en la plazoleta iniciática a la sombra de unos menestrales en flor lejos del gasoil, pronto comenzó a alterarse, aquellas noches pacíficas y pacifistas se alumbraron de repente con el brillo esporádico de alguna navaja de camello o se atronaron con la explosión de una bomba [en referencia al atentado contra El Parnasillo unos meses antes]. Hoy es una zona fronteriza en disputa”.
La toma de las calle en Carnaval era, durante esos años, indisoluble de los cataclismos políticos que las sacudían. El lunes de Carnaval de aquel 1980 coincidió con el comienzo del juicio por el asesinato de los abogados laboralistas de la calle Atocha y, al año siguiente, llegarían para sellar el miedo del golpe de Estado.
Luis Carandell fue el encargado de recordarlo en el pregón de Carnaval de 1981, que se retrasó para que no coincidiera con la manifestación de repulsa por el 23-F (en el archivo fotográfico de EFE pueden verse jóvenes disfrazados con caretas de Tejero). Desde la tribuna dijo:
“La alegría que es inherente a la fiesta de Carnaval, por tanto, tiene más motivos que nunca para mostrarse en las calles de Madrid ahora que, no sin grandes esfuerzos, la libertad ha sido rescatada. Porque el Carnaval es ante todo la fiesta de la libertad, y las tiranías siempre lo suprimieron o lo miraron con recelo, sabedoras de que durante su celebración tenían oportunidad de expresarse sin limitaciones las libertades populares”.
Y los Carnavales siguieron extendiéndose por los barrios, con los vecinos organizando charangas y desfiles de aroma popular y compitiendo por organizar la mejor fiesta: la de Vecinos de Malasaña y La Corrala en la Plaza del Dos de Mayo o en Agustín Lara, en el centro; y las respectivas de otras barriadas, en Vallecas, Carabanchel, Vicálvaro o Retiro, entre otros barrios.
La inversión de valores por unos días que representa el Carnaval encontró la fuerza del descorche de una botella en el contexto de cambio y agitación social de los primeros ochenta, aunque no hay que olvidar que, en parte, estas jornadas de inversión controlada sirven de desfogue revolucionario para impedir que se produzcan verdaderos hechos revolucionarios.
Al modo de los viejos bandos municipales de las carnestolendas –y acaso como homenaje y con un punto de ironía– el de Tierno Galván en la edición de 1983 advertía de los límites del Carnaval, pidiendo prudencia en el desacato a la autoridad inherente a la fiesta y civismo:
“…no faltan quienes con más osadía que vergüenza, se dan a roces, tientos, tocamientos y sobos a los que suelen ayudar con visajes, muecas, meneas y aspavientos que van más allá de lo que es lícito y tolerable, particularmente cuando con el desenfado propio del mucho atrevimiento hacen burla de meritísimos hombres públicos, contrahaciendo su imagen…
[…]
No es raro, por último, que en estas fiestas de Carnaval, no ya el pueblo llano, por lo común sufrido, sino currutacos, boquirrubios, lindos y pisaverdes, unidos a destrozonas, jayanes, bravos de germanía, propicios a la pelea y al destrozo, rompan sin razón bastante que, a juicio de esta Alcaldía, lo justifique, enseres de uso público que el Concejo cuida.“
El Carnaval ha seguido evolucionando pegado a su contexto, con los pocos o muchos aires reivindicativos de cada momento, el despliegue en los barrios propios de la fuerza de su tejido vecinal y las ganas de salirse del guion impreso en el programa de cada año que dan el tono de la sociedad. Sin embargo, ¿alguien está en disposición de asegurar que este año en Carnaval el mundo no se volverá del revés como un calcetín?
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