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Los otros refugiados

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Al hilo de la terrible guerra en Ucrania, España está dando una lección histórica de cómo se debe acoger a personas que huyen de un conflicto armado. Los refugiados son bienvenidos, hay gente que va en coches a por ellos hasta la misma frontera, los niños y niñas son inmediatamente ubicados con familias que les acogen cariñosamente, se presta ayuda a todos los niveles y desde todas las instituciones. El gobierno va a conceder de forma inmediata permiso de residencia y trabajo, sanidad, educación, alojamiento y apoyo financiero a los ucranianos que se encuentren en situación irregular en España. Debemos enorgullecernos de ello. Creo que este comportamiento debería protocolizarse para ser aplicado en todos y cada uno de los casos a los que nos enfrentemos en el futuro.

Aún más. Un pueblo de Andalucía cambia durante la Semana Santa su nombre por el de Ucrania y el nombre de algunas de sus calles por el de ciudades ucranianas.  En otros casos, los refugiados bajan del autobús y son recibidos con una banda de música que toca su himno entre los aplausos de la población. Son abrazados y besados por la gente. Se les hace sentir que están a salvo. Emociona tanta solidaridad. Emociona mucho.

Pero a una no le queda más remedio que preguntarse por qué en cambio han sido tan mal tratados los refugiados procedentes de Siria, de Afganistán o del  África subsahariana. No hacía falta recibirlos con una banda de música, bastaba con no dejar que se ahogaran en el Mediterráneo. Bastaba con no dispararles pelota de goma cuando trataban de alcanzar la orilla.  Bastaba con no hostigar el barco en que viajaban hombres y mujeres, niños y niñas, negándole la entrada en cada puerto hasta que se quedaba sin provisiones ni agua potable.

El discurso conservador nos dice que los inmigrantes y los refugiados de otros países nos atacan, nos asaltan, nos invaden. De Ucrania han salido ya tres millones de personas y no estorban en Europa. Sin embargo, la ultraderecha insiste en identificar inmigración y delincuencia, diciendo que los refugiados no europeos vienen a robar, a violar, a colapsar nuestros sistemas educativo y sanitario y a vivir de las ayudas sociales. No respetan ni la infancia: los menores ucranianos no acompañados son niños, los africanos son menas, que significa lo mismo pero a lo que se ha añadido una terrible connotación delictiva. Este conflicto ha dejado tristemente claro que el maná de la solidaridad no es para todos. Europa tiene reservado el derecho de admisión.

Valga este ejemplo. Un presentador de 13TV, para explicar a sus televidentes el tipo de refugiado que está llegando ahora, comparado en elipsis con el que ha estado llegando durante años en frágiles pateras u oculto en camiones, dice lo siguiente: “Es gente como tú y como yo. He visto bolsos de Dolce y Gabbana, ropa de Louis Vuitton. Gente que podría estar en Madrid perfectamente, como nosotros. Y vive en condiciones deplorables. Hacinados en centros comerciales que se convierten en campos de refugiados” (sic). Como nosotros, dice. Esa es la clave. Como nosotros. Porque hay que aclarar que la expresión “gente como tú y como yo” deja planetariamente fuera a los que no son como tú y yo. Esos aquí no caben. Las personas que huyen de guerras deben asegurarse primero que tienen el caché suficiente para entrar en un país europeo como el nuestro, donde te cuelgas del brazo el Louis Vuitton para ir a por pan. Racismo y aporofobia, qué combinación más creativa. Estamos acostumbrados a oír mensajes deplorables que dicen cosas como que los inmigrantes africanos que llevan móvil son unos privilegiados (“tan pobres no serán…”). Los refugiados de Ucrania pueden venir con lo que les dé la gana. Que para eso son como nosotros.

El derroche de solidaridad desplegado con Ucrania no puede borrar la vergüenza de la falta de humanidad mostrada con refugiados procedentes de guerras fuera del territorio UE. Al contrario,  la ilumina por contraste. 

Bienvenida la solidaridad con el pueblo ucraniano, bendita solidaridad, pero el cuerpo sin vida del pequeño Aylan nos interpela ahora desde la playa donde le arrastró el mar de la indiferencia europea.

Al hilo de la terrible guerra en Ucrania, España está dando una lección histórica de cómo se debe acoger a personas que huyen de un conflicto armado. Los refugiados son bienvenidos, hay gente que va en coches a por ellos hasta la misma frontera, los niños y niñas son inmediatamente ubicados con familias que les acogen cariñosamente, se presta ayuda a todos los niveles y desde todas las instituciones. El gobierno va a conceder de forma inmediata permiso de residencia y trabajo, sanidad, educación, alojamiento y apoyo financiero a los ucranianos que se encuentren en situación irregular en España. Debemos enorgullecernos de ello. Creo que este comportamiento debería protocolizarse para ser aplicado en todos y cada uno de los casos a los que nos enfrentemos en el futuro.

Aún más. Un pueblo de Andalucía cambia durante la Semana Santa su nombre por el de Ucrania y el nombre de algunas de sus calles por el de ciudades ucranianas.  En otros casos, los refugiados bajan del autobús y son recibidos con una banda de música que toca su himno entre los aplausos de la población. Son abrazados y besados por la gente. Se les hace sentir que están a salvo. Emociona tanta solidaridad. Emociona mucho.