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Una derecha adicta a las desigualdades

La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, en una imagen de archivo.

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En un espléndido trabajo sobre la historia del mundo occidental en el siglo XVIII, Gonzalo Pontón desmonta el mito igualitario de la Ilustración y desnuda a algunos de sus alabados protagonistas. 

El título de su libro, 'La lucha por la desigualdad', resume perfectamente la adictiva relación del capitalismo con la desigualdad. Aunque se presenta como una imperfección y efecto indeseado del sistema, en realidad la desigualdad constituye una parte integral, un factor genético del proyecto social del capitalismo desde sus inicios. El cercado y apropiación de tierras comunes que en Inglaterra se considera un factor determinante de la industrialización provocó hambre de los agricultores y sobre todo el desplazamiento del poder hacia sus nuevos propietarios. Lo mismo que sucedió después con la explotación de los combustibles fósiles que, en puridad, deberían ser considerados bienes comunes. Proceso que ahora se repite con la apropiación de los datos de todos por el capitalismo de la nube.  

El capitalismo no es en este aspecto muy novedoso. La desigualdad ha sido un instrumento de poder de todos los sistemas sociales, como han puesto de manifiesto las investigaciones de Word Inequality Lab. Además, todos ellos han construido coartadas ideológicas para legitimar su orden desigualitario. En nuestro tiempo esa función le ha sido encargada a la meritocracia. El imaginario del esfuerzo personal, que permite superar las desigualdades, casa muy bien con la cultura judeocristiana de la culpa. 

No debería pues sorprendernos que mantener y reproducir las desigualdades siga siendo uno de los grandes objetivos de los poderes económicos y sus representantes políticos. 

La novedad quizás resida en que la individualización, la fragmentación y desvertebración social que propicia la digitalización ha incrementado las formas en que se manifiestan las desigualdades. Y sobre todo dificulta mucho más la construcción de propuestas alternativas. 

La desigualdad ha estado ignorada durante décadas por las agendas políticas y por los investigadores sociales, con alguna digna excepción. Este olvido ha sido uno de los grandes éxitos de la hegemonía ideológica del neoliberalismo –en realidad ultra intervencionismo de clase–. El imaginario de trabajadores pobres que, al mismo tiempo, son consumidores activos, gracias al placebo del endeudamiento, hizo desaparecer la desigualdad como categoría social y prioridad política. Uno de los efectos colaterales –en este caso positivo– de la gran recesión fue que la desigualdad saliera de las catacumbas. Y se haya identificado no solo como efecto, sino también como causa o detonante de la crisis. Hoy, afortunadamente, las desigualdades constituyen el terreno de juego de los conflictos sociales y de las batallas políticas.

Esta es una de las razones de la agresividad de las derechas. Son conscientes de que las políticas que promueven la igualdad no solo consiguen un reparto más equitativo de los recursos, sino que son claves en la lucha por el poder social. Poder económico, pero también vital y emocional. El patriarcado va de eso.

Un espacio en el que se hace muy evidente la batalla por el poder es el de las pensiones. Detrás de los sistemas privados no hay solo un gran negocio, existe una pugna por el poder económico y, a través suyo, el político. Mientras que en los sistemas públicos los recursos quedan en manos de la ciudadanía a través de las instituciones democráticas. En los sistemas privados ese inmenso capital queda en manos privadas que, a través de los mercados de capitales, lo convierten en poder político con el que “disciplinar” a los poderes democráticos. 

En España, la agresividad de las derechas patrias constituye la reacción a las importantes, aunque aún insuficientes, políticas del gobierno de coalición para reducir la desigualdad económica y promover la igualdad en el acceso a derechos sociales y cívicos. 

El crecimiento económico de los últimos años ha tenido, a diferencia de otros momentos, una incidencia positiva en la reducción de las desigualdades. En ello ha incidido la reforma laboral, promoviendo la estabilidad en el empleo y la recuperación del poder de la negociación colectiva que ha propiciado la mejora de los salarios. También las sucesivas subidas del salario mínimo. 

Lo mismo puede decirse del impacto del ingreso mínimo vital, la mejora de las pensiones no contributivas y mínimas y la revalorización de las contributivas. Su impacto redistributivo parece evidente. 

Aunque en menor medida también han contribuido las políticas tributarias. En ausencia de la imprescindible reforma fiscal, durante estos últimos años se ha producido una lluvia fina de medidas que han contribuido por la vía de los ingresos a mejorar su capacidad redistributiva. Aunque, en los chubascos, se hayan colado algunas medidas, justificadas por el impacto de las crisis y jaleadas por la opinión publicada, que han tenido efectos claramente regresivos. 

No son menores los efectos positivos de las políticas igualitarias en los objetivos de corresponsabilidad en las familias -diversas. O los avances en los derechos y protección de las mujeres. De ahí la respuesta irascible, incluso violenta, de las derechas en este terreno. 

La adicción de las derechas a la desigualdad la han confirmado los gobiernos autonómicos del PP. Detrás de sus políticas, que degradan los servicios públicos de salud o de educación, no hay solo el interés de propiciar los negocios del capitalismo de amiguetes. Hay mucho más, se trata de convertir la segregación social en el acceso a bienes que garantizan derechos fundamentales, en mecanismos que reproducen y acrecientan el poder social y político

Las diferencias de hasta diez años en la esperanza de vida en función de la clase social que existen en España afectan a un derecho humano, el de la vida, pero es también una cuestión de poder vital de primera magnitud.

En relación con la educación conviene recordar a Josep Fontana: “La educación actúa como medio de separación social, procurando que las clases subalternas se mantengan en el lugar que la divina providencia les ha asignado”. 

Este es uno de los objetivos de la doble red educativa en la etapa obligatoria de la enseñanza, reproducir y sostener las desigualdades sociales como mecanismo de poder. La asfixia económica de las Universidades Públicas madrileñas por parte de Ayuso lo confirma. Nos equivocaremos si pensamos que detrás de esta política solo hay el capitalismo de amiguetes. 

A cada mejora igualitaria en el acceso a derechos educativos, los poderosos responden con políticas que crean mecanismos de segregación, con los que mantener su poder. Lo hacen seduciendo a las llamadas clases medias para así ganar legitimidad. 

Las políticas desigualitarias tienen, además, como objetivo incentivar la desvertebración social como estrategia de poder. Muy evidente, por ejemplo, en el terreno de la inmigración. Su verdadera motivación no es evitar lo que denominan olas migratorias, que no existen. Ni el peligro del gran reemplazo cultural de nuestra civilización católica, apostólica y romana. Solo son coartadas útiles para promover la desvertebración social.

El capitalismo requiere para continuar funcionando de la inmigración. Eso será así y cada vez más en las sociedades post nacionales, en las que la inmigración ya no constituye un flujo puntual sino un factor estructural del mundo globalizado.

Debemos ser conscientes que la agresiva ofensiva desigualitaria de las derechas tiene como objetivo conservar y acrecentar su poder social y político. Por eso deviene clave que las fuerzas progresistas entendamos que nuestra principal tarea es la vertebración social de intereses e identidades, a partir de políticas de igualdad. 

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