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Catedrático de Filosofía en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Granada —
25 de noviembre de 2022 22:35 h

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El sueño de un mundo sin fronteras, al hilo de la globalización intensificada tras la “caída del Muro de Berlín”, despegó como horizonte utópico para el futuro de la humanidad. Era cierto, sin embargo, que, ocurriendo el proceso globalizador sobre todo en términos de expansión del mercado capitalista bajo paradigma neoliberal, dicho sueño no dejó de verse alterado por inquietantes pesadillas de crecientes desigualdades y agudos conflictos. Con el correr del tiempo los acontecimientos nos han traído a un mundo distópico cuyas crisis no resueltas –económicas, sociales y sanitarias-, o las que se presentan agudizadas -crisis climática o crisis bélica causada por la invasión rusa de Ucrania- hacen de él un lugar de lo negativo. Y nos topamos con que las fronteras recobran un papel fundamental, sea reforzadas con muros que se pretenden insalvables, sea como objeto de agrios enfrentamientos, incluso llegando a veces a la confrontación armada. Las fronteras amuralladas resultan paradójicamente rebasadas, mientras que las fronteras en disputa se ven zarandeadas a tenor de la ley del más fuerte

En estos días el debate político pone de nuevo ante nosotros una situación que ejemplifica hasta dónde pueden llegar dramáticas situaciones en fronteras, las cuales muchas veces desembocan en tragedias. Se trata de lo sucedido en la valla de Melilla, frontera de España, el pasado 24 de junio, con la gendarmería de Marruecos actuando contra migrantes intentando “saltar” a territorio español y por ello reprimidos de forma brutal, originando la muerte de decenas de personas. Todo apunta a que fue así en cumplimiento de las tareas acordadas, como servicio externalizado de control fronterizo, en el vergonzante pacto suscrito entre el Estado español y el régimen de Mohamed VI, al que se avino de forma tan imprevista el presidente Sánchez –sin apoyo parlamentario alguno, a excepción de un PSOE por otra parte ajeno al porqué de tamaña alteración de lo que venían siendo política de Estado en lo que al Sáhara Occidental se refiere, ahora postergado en sus derechos como moneda de cambio-. 

Bien sabemos que no hay Estado sin territorio y éste, acotado por fronteras, es el ámbito de lo político que se articula en dicho Estado como espacio para su despliegue jurisdiccional, sus estructuras administrativas y su dinámica política. Dada la coextensión de Estado y territorio, es sobre éste que recae en buena medida el ejercicio de la soberanía que aquel se arroga como factor constituyente del mismo. Hay que recordar que la soberanía supone la capacidad de establecer leyes pudiendo obligar a su cumplimiento. El caso es que tal soberanía, que de suyo en democracia ha de implicar, en términos de Rousseau, que las leyes las aprueben quienes han de obedecerlas –hacemos la salvedad de que eso se extienda a leyes elaboradas en instituciones de democracia representativa-, con frecuencia fácticamente deja de residir en el pueblo como demos para acabar siendo ilegítimamente acaparada por quienes detentan los poderes del Estado, a pesar de lo que la Constitución diga al respecto. 

Soberanía y abuso de la razón de Estado en fácticos estados de excepción

Es insoslayable constatar que el asunto de la soberanía acaba una y otra vez donde lo situó Carl Schmitt al afirmar que “soberano es quien decide sobre el estado de excepción”, es decir, quien puede dejar en suspenso la ley establecida por ese mismo poder soberano. Si cualquiera puede argumentar que son los mismos parlamentos los que en democracias constitucionales han de aprobar un estado de excepción, habrá que subrayar que por vía de hecho aparece una y otra vez un camino por el que se sortea ese requisito legal, fundamental en un Estado de derecho. Dicho camino es el que se transita tantas veces invocando la razón de Estado para saltarse la ley bajo suficientes capas de opacidad, sin dejar de aducir en falso el bien del Estado para cometer injustas arbitrariedades. 

Así, pues, abusivas actuaciones por una supuesta razón de Estado se presentan como formas de ejercer o poner a salvo la soberanía. No obstante, se puede decir, como hace la politóloga Wendy Brown, que en las zonas de frontera, por mor de la razón de Estado, es donde de manera paradigmática se presentan actuaciones de Estados cuya soberanía ha venido a menos. Cabe anotar además que las fácticas “leyes de la frontera” –sea socialmente, como recordó Javier Cercas en novela con ese título, sea políticamente- constituyen pautas que abonan el terreno para que los Estados sucumban a la tentación de prescindir de la legalidad. 

Por razón de Estado, y supuestamente en aras de la soberanía, el presidente del Gobierno español procedió al ya mencionado acuerdo de tintes neocoloniales respecto a Marruecos –con la paradoja de un actuar neocolonial que implica claudicar ante el colonizado, que es mercenario de poderes coloniales para reprimir a otros que vienen de peores colonizaciones-. Y ello, como se dijo, con el fin de que la policía y ejército marroquíes contengan lo que con exceso verbal y prejuicio racista se denominan “avalanchas” de inmigrantes magrebíes o subsaharianos, cual práctica de contención que supuestamente necesita la sociedad española, añadida a la preocupación por asegurar la españolidad de Ceuta y Melilla. En zona de frontera, si la razón de Estado impone transigir con deportaciones en caliente o hacer la vista gorda ante actuaciones contra los derechos humanos, e incluso contrarias a principios y normas de nuestra legislación, se verifica que nuestra misma frontera, que lo es a su vez de la Unión Europea, es de hecho frontera sin leyes

Como ocurre en distintas latitudes, desde una razón de Estado bajo sibilinas formas de estado de excepción no declarado, la condición de fronteras sin leyes da pie a que se siga de forma inhumana una “lógica sacrificial”. Ante la valla de Melilla, y habiendo tenido lugar una masacre que ya provocó que la ONU se pronunciara al respecto, se sacrificaron inmigrantes con sus derechos, lo cual fue precedido por el sacrificio del pueblo saharaui llevado a cabo por el Estado español: en todo caso, humanos despojados de sus derechos, empezando por el derecho a la vida, expuesta como la “nuda vida”, tal como lo formula el filósofo Giorgio Agamben, que puede ser liquidada impunemente, aunque se haya declarado sagrada en virtud de los predicados derechos humanos que debieran ampararla.

Lo que se vive en tantas fronteras, y lo acaecido recientemente en la nuestra de Melilla, pone de relieve la necesidad de empezar a deconstruir con coherencia democrática la “institución fronteriza”, la cual, como sugiere Étienne Balibar, funciona en perversa compañía de soberanías mitificadas y mucha razón de Estado arbitrariamente esgrimida. Los migrantes conocen lo que Walter Benjamin dejó escrito ante el auge de los fascismos: “la regla es el ‘estado de excepción’ en el que vivimos”; lo que falta es que se cumpla la excepción que supondría acabar con ese permanente y extendido estado de excepción. Hoy es tarea inexcusable para una Europa que hasta ahora no ofrece atisbos de una efectiva y solidaria política migratoria. Esta, como política de verdad y no mero control fronterizo, va a ser aún más necesaria en adelante, por la intensificación de los movimientos migratorios que se avecina, no ajena a la crisis climática, en este mundo distópico atravesado además por conflictos entre nuevos bloques en el mapa geopolítico

Si en estos momentos se nos hace muy difícil pensar un mundo sin fronteras, eso no quita trabajar en medio de esta negativa mundialización por una nueva “mundialidad”, acorde con una hospitalidad transfronteriza, como marco para un digno existir de los humanos que hemos de seguir viviendo en esta morada común que es la Tierra que habitamos.