El tercer grado… y la paradoja penitenciaria española
La primera ley aprobada por el legislativo español después de la ratificación de la Constitución fue la Ley Orgánica General Penitenciaria (1/1979). No se trata de un hecho causal ni tampoco menor. En aquel entonces existía una enorme conciencia de la necesidad de pasar página respecto a los 40 años de dictadura: superar la crueldad de las cárceles franquistas devenía una apuesta cargada de contenido pero también de simbolismo. Muchos dirigentes de la oposición antifranquista habían pasado por este tipo de establecimientos y se encontraban muy sensibilizados con el tema. A la vez entendían que tomarse en serio la construcción de un Estado social democrático y de derecho iba de la mano con una cierta manera de articular el monopolio de la violencia (definición de Estado según Weber). Los y las ciudadanas delegamos al Estado el uso de la fuerza (mediante instituciones como el aparato policial, magistratura y las cárceles) y por lo tanto estas deben de ser objeto de nuestra preocupación y control.
En este contexto, la ley penitenciaria nacía como una de las más garantistas y progresistas de la época (se inspira en parte de la ley penitenciaria italiana de 1975). Quería hacerse realidad el artículo 25.2 de la Carta Magna: “Las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social y no podrán consistir en trabajos forzados”. Los objetivos de reeducación y reinserción social debían inspirar la política de ejecución de penas en España. Para estos fines se introducen tres grados de tratamiento penitenciario permanentemente revisables (primero: régimen cerrado; segundo: ordinario con permisos de hasta 36 días año; tercero: semi-libertad), así como medidas complementarias de flexibilidad en la ejecución de las penas (art. 100.2 y 117).
El espíritu de la ley choca paradójicamente con la realidad carcelaria. A día de hoy España es uno de los países de Europa con una tasa de encarcelamiento de las más altas de la Europa de los 15 (130,7 por cada 100.000 habitantes a 1 de enero de 2016. (Fuente:SPACE-I 2016), solamente superada por el Reino Unido y Portugal. Además, las personas reclusas lo están durante períodos muy largos (solamente Malta tiene un porcentaje mayor que España de personas penadas de 10 o más años). Y comparativamente con los países del entorno, los habitantes de nuestras cárceles que han realizado delitos muy graves son una parte pequeña (solamente el 17,3% de los reclusos correspondían a la imagen que tenemos de presos “peligrosos” - homicidio o tentativa, agresión y violación).
¿Cuáles son las causas de la inflación penitenciaria? Me atrevo a apuntar dos. La primera se encuentra en el Código Penal y la severidad para castigar algunas tipologías delictivas (Alessandro Baratta hablaba de delitos que cometen principalmente los sectores sociales subalternos). Un ejemplo paradigmático: los delitos contra la salud pública. Las cárceles de mujeres tienen un alto porcentaje de mujeres pobres, del sur global, que intentaron entrar droga muchas veces introducida en sus cuerpos (las “mulas”). Las penas impuestas rondan la década, en un país lejano a su entorno, con dificultades para avanzar en el tratamiento debido a su falta de vínculos. La segunda causa: una aplicación restrictiva de la política penitenciaria.
A pesar que nuestra legislación da margen para caminar hacia el objetivo de “vaciar cárceles” y establecer otros tipos de pena, así como de mecanismos de resolución de los conflictos, estos no son aprovechados por las autoridades penitenciarias (Ejecutivo español y catalán) ni sobre todo por los tribunales enjuiciatorios y de vigilancia penitenciaria. Hoy tenemos un claro ejemplo encima de la mesa. Existe un vivo debate sobre cómo deben clasificarse los presos independentistas. Los defensores del argumento de que estos, a pesar de la duración de las penas, podían ser clasificados en tercer grado se basan en el hecho de que no existe tratamiento posible en un delito de carácter político como lo es la sedición y que, al estar inhabilitados y no haber posibilidad de reincidir, podrían perfectamente avanzar en el “tratamiento”. O, en otras palabras, aunque no sea “normal” que con 7-13 años de pena se clasifiquen a la primera en un tercer grado, no hay precedentes de penas por sedición y por lo tanto no se puede proceder a la comparación.
Dicho esto, estoy de acuerdo en que esta lectura garantista del caso en cuestión difícilmente puede situarse en un marco penitenciario que continúa siendo muy restrictivo en la gestión de las penas. Pero no porque no se pueda (la ley lo permite) y no porque no sea justo (una mirada sensible a los derechos humanos iría en esta dirección). No es cierto, como dijo Josep Costa, que los presos independentistas han recibido un “trato peor”. El vicepresidente del Parlament conoce muy poco lo que sucede en las cárceles y la crueldad que se ejerce hacia sus habitantes. Lo triste es que vamos igualando a la baja nuestra empatía hacia los y las presas, vamos reduciendo el carácter garantista de la política penitenciaria a golpe de comparación. Pero quizá ha llegado el momento de aprovechar que el foco está en la prisión para revertir la situación, ser conscientes que la calidad de una democracia también se mide en una ejecución humanista de las penas (de todas).