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Unamuno y la Guerra Civil

Julio Picatoste

Magistrado de la Audiencia Provincial de Pontevedra —

Colette y Jean Claude Rabaté son un matrimonio de hispanistas franceses volcados desde hace tiempo en el estudio de la figura de Miguel de Unamuno. A pocos meses de publicar el primer tomo del Epistolario del rector salmantino (¡se anuncian ocho volúmenes!), llega ahora a las librerías 'En el torbellino. Unamuno en la Guerra Civil', en cuidada edición de Marcial Pons. Se trata de un excelente y documentado estudio sobre los primeros meses de la Guerra Civil española tan intensamente vividos por el pensador “donquijotesco”, aquel “fuerte vasco” “de quimérica montura”, como en verso le describió Antonio Machado. Ha sido propósito de los autores indagar sobre las “posturas vacilantes e incluso difícilmente explicables que adoptó frente a los dos bandos durante los primeros meses de la Guerra Civil” y tratan, en suma, de entender y reconstruir aquellos momentos de “tumulto y de confusión que vivieron muchos españoles, entre ellos el viejo catedrático.”

No es, desde luego, el primer libro que aborda las vivencias unamunianas en los meses de Guerra Civil que precedieron a su muerte el 31 de diciembre de 1936. Al margen de las biografías escritas (Rabaté, Juaristi, Salcedo), otros trabajos han abordado en particular ese período que de forma tan aflictiva y tormentosa vivió el rector salmantino (Carlos Rojas, González Egido, Blanco Prieto).

Me atrevería a decir que la lectura de lo escrito sobre estos meses de la vida de don Miguel debe acompañarse del excepcional documento –magníficamente glosado por Carlos Feal- que es El resentimiento trágico de la vida. Notas sobre la revolución y Guerra Civil españolas, agitados apuntes escritos por un Unamuno angustiado y sobrecogido por aquella “salvaje pesadilla”. Probablemente constituyan esas notas el postrer monodiálogo agónico y dramático de un hombre fiel a sí mismo, solo, enfrentado a todos, los “hunos” y los “hotros”.

Es sabido que el rector salmantino se adhirió en un principio al bando de los rebeldes y llevó a cabo actos difícilmente entendibles en quien era declarado antimilitarista. Elías Díaz explica esta actitud anómala de Unamuno, incoherente desde luego con sus propios presupuestos ideológicos, como error de un viejo liberal del siglo XIX que había ido perdiendo contacto con la compleja realidad española y europea. Sin duda, su perspectiva fue errónea, incluso incauta. Tomó aquel levantamiento militar como un intento de rectificación de una República- o mejor, del gobierno republicano- con cuya deriva él, que la proclamó desde el balcón del Ayuntamiento salmantino, se mostraba a disgusto y disconforme. Pudieron inducirle a error determinados gestos equívocos como las palabras de Queipo de Llano que afirmaba que el “movimiento es netamente republicano, de lealtad absoluta y decidida al régimen” y justificaba la sublevación por el bien de España y de la República. También el Comandante Militar de Salamanca, García Álvarez, cierra su bando con un “¡Viva la República!” Aún más, la bandera tricolor se mantuvo ondeando varios días en el Ayuntamiento de la ciudad. Pero don Miguel se estaba equivocando; se dará cuenta de ello y así lo reconocerá; pero para entonces ya había llevado a cabo actos de difícil explicación como la firma del Mensaje de la Universidad de Salamanca en apoyo del alzamiento, o la donación de 5.000 pts. para la causa, cantidad entonces importante.  En el balance de actos y gestos de apoyo al “bando nacional”, el matrimonio Rabaté entiende que, a la postre, son más bien “de fachada”, cargos emblemáticos y honoríficos.

Lo cierto es que al paso de los días se hace cargo de su errada percepción del alzamiento; nada de lo que ocurre tiene que ver con rectificación alguna de la República ni con la “defensa de la civilización occidental cristiana” que él tanto predicaba. Aquello era el suicidio colectivo de una guerra incivil, expresión máxima de la barbarie cainita. Pronto empieza a ver que sus amigos son encarcelados y asesinados; Casto Prieto, alcalde de Salamanca, y José Manso, diputado socialista, mueren a manos de falangistas venidos de Valladolid; el pastor protestante Atilano Coco es encarcelado como también lo fue su dilecto amigo Filiberto Villalobos. Con el tiempo reconocerá su dramática equivocación; contrariado por ella, escribe al escultor vasco Quintín de Torre: “Qué cándido y qué ligero anduve al adherirme al movimiento de Franco”.

El dolor y repulsa por lo que está sucediendo presionan las compuertas de su indignación. Cualquier mínima provocación le hará estallar. Y eso ocurre el 12 de octubre en el Paraninfo donde tiene lugar el ya mítico enfrentamiento entre el viejo rector y Millán Astray. Fiada a la memoria de unos y otros, se hace difícil una reconstrucción fidedigna de lo acontecido entonces entre las paredes de aquel Paraninfo; las versiones de los testigos presenciales no son coincidentes. En contra de lo hecho por otros autores (Salcedo, González Egido, Rojas, Portillo, Hugh Thomas) que llevan a cabo una reelaboración del breve discurso de Unamuno, los Rabaté no quieren aventurar una versión hipotética de un contenido a estas alturas difícil de reconstruir. Por eso, prefieren actuar con “mucha humildad y circunspección” a la hora de recomponer  aquel episodio, pues es tarea que ha de hacerse con testimonios cuya autenticidad es discutible. En tal trance, se limitan a glosar las notas  que el viejo rector escribió al dorso de la carta que le había enviado la mujer del pastor protestante Atilano Coco pidiendo ayuda para su marido encarcelado. Lo que allí figura anotado es lo que probablemente –y a lo mejor no todo- fue dicho por Unamuno. La frase ya acuñada como mítica –“venceréis, pero no convenceréis”- no parece que sea exacta; muy probablemente la forma verbal fue otra; el propio don Miguel dejó escrito que en su arremetida verbal increpó a militares y falangistas con un “vencer no es convencer”. Es la razón que se rebela contra la fuerza bruta, inteligencia contra barbarie, justamente allí, en el sagrado templo del saber y por boca de quien –según algunas versiones- dijo ser su sumo sacerdote.  

Tampoco hay unanimidad sobre el nivel de agitación desatada por la embestida verbal de Unamuno, y así lo explican los autores de En el torbellino. Se señala una cierta incoherencia o falta de correspondencia entre la sacudida producida por las palabras del rector y las arrebatadas invectivas de Millán Astray, por una parte, y lo que, por otra, reflejan las fotografías hechas instantes después, en el momento de la despedida, a la salida de acto. Pero sí debe aceptarse una crispación ambiental notable cuando, a propósito de este episodio, el propio Unamuno le dice a Quintín de Torre: “¡Hubiera usted oído aullar a esos dementes de falangistas azuzados por ese grotesco y loco histrión que es Millán Astray”.

A partir de ese incidente empieza un nuevo confinamiento para Unamuno; su casa de la calle Bordadores será su Fuerteventura en Salamanca; allí se mantendrá recluido; escribe cartas, poemas para su Cancionero, recibe visitas. Agitado por la situación de España, angustiado por terribles y certeros presagios, el 21 de noviembre escribe a Lorenzo Giusso: “Cuando se acabe esta salvaje guerra incivil, vendrá aquí el régimen de la estupidización general colectiva y del más frenético terror”. El tiempo le dio la razón.

El 31 de diciembre de 1936, envuelta en frío y nieve, rondaba cautelosa la muerte por entre las paredes de su casa, tal como él había prefigurado treinta años antes en la soledad de su estudio. Y a las cuatro de la tarde, le encontró al fin, sentado en su mesa camilla, al calor del brasero,  y de forma inesperada, sigilosamente, le sumió en el sueño final.

Al día siguiente de la muerte de Unamuno, Ortega y Gasset escribe: “Temo que padezca nuestro país una era de atroz silencio”.  Y así fue durante cuarenta años. Libros y trabajos como este –y otros- del matrimonio Rabaté contribuyen a mantener viva  la voz ejemplar e insobornable de quien, en palabras de Andrés Trapiello, fue el hombre más libre que ha dado España.