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Un mundo sin perdedores

31 de marzo de 2024 22:02 h

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Me pasa algo curioso con las guerras culturales de los gringos. Por un lado, hace años que vengo viendo que casi todas ellas, hasta las más absurdas y aparentemente geolocalizadas que tienen, terminan siendo importadas en versión La Saladita al mercado de la juventud neoconservadora patria. Entiendo, entonces, que hablar de lo que está pasando en la tuitósfera norteamericana es siempre, en alguna medida, estar hablando de política, incluso de la política que sucede a la vuelta de mi casa. Pero, por otro lado, como los nombres propios son otros, el idioma también otro y al menos están hablando de cosas que no son la inflación y la pobreza, me funcionan también como una suerte de evasión de la realidad. Me divierte discutir una nota de una chica de Boston o un video viral de Misuri como si yo realmente no tuviera problemas graves. Me da profundo placer analizarlos con pasión: el mismo efecto que produce consumir una ficción escapista, pero con un mundo de verdad. Te indignas pero un poco de broma, como se odia a la mala de una telenovela.

Esta semana, entonces, me zambullí en dos episodios de esos. El primero fue el debate que se produjo en torno a un artículo de The Cut, en el que la autora defiende desde una perspectiva supuestamente empoderada las ventajas de casarse con hombres mayores. El artículo, además de estar escrito con muy poca gracia, tiene muchos puntos ridículos: quizás el más absurdo de todos sea que, en la mitad del texto, te enteras de que ese hombre mayor que sabe de vinos y de viajes y de manejar dinero tenía treinta años cuando la autora se casó con él, apenas diez más que ella (lo que en una sociedad menos puritana y obsesionada con los números que la norteamericana sería básicamente un noviazgo normal). O también podría ser el hecho de que es bastante evidente, en el relato de esta muchacha, que lo importante de ese marido que consiguió es que tiene mucho dinero y no los años que tenga.

En cualquier caso, si un texto promoviendo algo que durante muchísimo tiempo fue una parte bastante anodina del sentido común (los hombres maduran más tarde que las mujeres; es bueno tener al lado un hombre mayor que te protege y te guía; no hay nada particularmente valioso en una pareja igualitaria) es porque estamos viviendo un momento cultural en el que cierta juventud está intentando reivindicar lo que entienden por “valores tradicionales” (que siempre es un recorte un poco arbitrario y sesgado por el lenguaje conceptual de la actualidad: estoy bastante segura de que a mi madre no le hubiera gustado que yo hablara de casarme con un rico en los términos en que lo reivindica esta chica, con una retórica más parecida a la de la reivindicación de la prostitución VIP que a los valores religiosos en los que ella se educó) desde un marco que no tiene nada que ver con la tradición: el del cálculo racional, por un lado, y el del valor absoluto e incuestionable de la decisión individual, por el otro.

Lo importante es mostrar que vos sos la dueña de la narrativa: vos elegís que te vigilen. No elegís, tal vez, que tu marido tenga una amante, pero al menos podés elegir que hacés con eso

Cuando los chicos de la manosfera (esa parte de Internet en la que unos jovencitos hipertrofiados y depilados te dicen cómo llevar adelante todos los aspectos de tu vida, desde tu cartera de inversiones hasta la cantidad de sexo que deberías tener) te hablan de las mujeres de alto valor, o cuando las supuestas nuevas tradwives (“esposas tradicionales”) te enumeran las ventajas de que sus maridos las mantengan y vigilen parecen olvidar que no hay nada menos tradicional que estar midiendo a la gente todo el tiempo: que las cosas se hacían así porque se hacían así, y que cualquier habitante de los años cincuenta se hubiera visto sumamente confundido (si no directamente horrorizado) por una aproximación así de racionalizada y económica hacia el matrimonio, la amistad o la familia.

En el caso de los relatos orientados a mujeres, lo central es blindarse a cualquier crítica posible apoyándose en una suerte de dogma incuestionable: toda elección individual de una mujer es de por sí feminista, empoderada y emancipadora. Es imposible, parecen creer estas chicas, que las decisiones individuales de las mujeres las conduzcan a estar más oprimidas y no menos. Anuladas quedan, entonces, miles de páginas escritas sobre mujeres que buscan y permanecen en relaciones desiguales o violentas, mujeres que emprenden dietas insalubres o tratamientos de belleza agresivos. Todos los conceptos del psicoanálisis que explican por qué las personas podemos perfectamente elegir situaciones que nos perjudican, todo el aparato conceptual marxista de la falsa conciencia, el concepto sartreano de la mala fe, las mil formas de explicar que perfectamente podemos y debemos criticar los resultados de nuestras decisiones. No hay discusión posible contra algo tan sencillo de entender como la soberanía absoluta de la elección individual. Entiendo que las hipótesis simples, las que no solamente se comprenden fácil sino que son además fáciles de aplicar a cualquier parte de la vida, son muy difíciles de discutir, pero casi cualquier persona con una mínima sensibilidad y una mínima experiencia en el mundo sabe que los mecanismos humanos son más complejos y oscuros que, sencillamente, “hacer lo que uno quiere”.  

Pocos días después del texto sobre los hombres mayores llegó a mis manos cibernéticas la reversión de “Jolene” que hizo Beyoncé. “Jolene” es un clásico de Dolly Parton, en el que el yo poético de la letra es una chica que le canta a otra chica, aparentemente preciosa, que está tratando de robarle el novio. Lo genial de la canción original es el tono: Dolly parece mitad enamorada de la chica (“Tu belleza no se puede comparar / con mechones brillantes de pelo castaño / piel de marfil y ojos verde esmeralda / tu sonrisa es como el aliento de la primavera / tu voz es suave como una lluvia de verano / y no puedo competir contigo, Jolene”) y mitad fascinada con el enamoramiento de su novio por ella, angustiada por la posibilidad de perderlo y, también, resignada a lo inevitable. Le pide a Jolene por favor que no se lo quite, se lo ruega. Lo que hizo Beyoncé con la canción es francamente terrible: lo que antes era un ruego se vuelve una amenaza (“te suplico que no te lleves a mi hombre” se convierte en “te advierto que no te lleves a mi hombre”), lo que era erotismo y ambigüedad se vuelve moralina sobre separar a un hombre de su familia.

Una se pregunta cómo puede ser que la versión 2024 de “Jolene” sea más pacata y binaria que la de 1973, pero yo lo entiendo, lo entiendo igual que puedo entender que la chica del ensayo de The Cut escribe un texto que en los 70 hubiera sido considerado antifeminista por las jóvenes y de pésimo gusto por las mujeres mayores. Lo que Beyoncé no tolera de “Jolene” es que quien habla en la canción sea una loser. Lo importante, en un caso como en el otro, es decir que una lo elige todo, incluso en las situaciones desiguales, incluso cuando tu marido elige todo lo que hay en tu casa, la ropa que usas, el idioma que hablas, incluso cuando te engaña con otra mujer. Lo importante es mostrar que tú eres la dueña de la narrativa: tú eliges que te vigilen. No eliges, tal vez, que tu marido tenga una amante, pero al menos puedes elegir qué haces con eso, porque ese es el único dogma inquebrantable de esta época, la época en que lo único tabú es ser un perdedor o dejarse llevar por algo. Y es curioso, porque en esto están igual las empoderadas y las tradwives, en esto son lo mismo, porque en el fondo ambas son masculinistas, ambas responden a la misma moral del presidente que no puede soportar que lo vean manso y con papada: su único tabú verdadero es la vulnerabilidad.