Solo son cosas

5 de octubre de 2024 21:49 h

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Muertos sus padres, Avelino recibió la herencia de su familia y supo que tendría que ceder a las pretensiones de su esposa Erundina. Ya era hora de tener casa propia. Como funcionario, él contaba con un trabajo fijo, llevaban más de una década de matrimonio y tenían dos hijas. Tras haber recorrido diferentes destinos por España, recalaron en Vigo, donde residían en un piso de alquiler, cerca de la estación. Don Juan, un solterón adinerado, propietario de casi todos los terrenos del barrio donde se ubicaba su casa, le insistía para que aprovechara la ganga de un terreno que tenía en venta y donde podría construir un edificio. La zona prometía, era un solar cercano a la finca de la iglesia de los Capuchinos y, con seguridad, la ciudad terminaría por abrir una calle importante en el lugar.

Los 40 eran los años del hambre, la posguerra y la escasez. La familia de los cuatro sobrevivía gracias a lo que les mandaban de la aldea de donde llegaban patatas, frutas y productos de la matanza con los que pasaban con holgura todo el invierno. Pero encontrar materiales de construcción era otro cantar. La madera era fácil de conseguir porque talaron los árboles del terruño, pero no había clavos ni cemento y mucho menos cables, hierro o ladrillos. A no ser que cedieras a la usura del estraperlo o tuvieras influencias en las altas instancias. Dicho y hecho. Erundina habló con su vecina Maruxa, una madre soltera que ocupaba la planta baja de su edificio y disfrutaba de la protección de un procurador en Cortes con buenos contactos políticos. Ese gran señor se avino a ponerles las cosas fáciles.

Pero faltaba dinero para una empresa tan ambiciosa porque la herencia de Avelino -de la que se deshizo con gran dolor de corazón- no alcanzaba. Entonces, Erundina escribió a su hermano Claudio, que había emigrado a Argentina, y le pidió un préstamo. Cuando el edificio de piedra, con un bajo y dos pisos, fue una realidad, sus propietarios lo pusieron en alquiler para pagar las deudas y siguieron pagando la renta. La vida de la familia estuvo desde ese momento condicionada por el proyecto residencial y nada se hacía ni disfrutaba porque había que pagar la casa. 

Finalmente, se mudaron al segundo piso del nuevo inmueble. La pesadilla de los inquilinos que no siempre pagaban los alquileres, los fallos de construcción, las mejoras y ampliaciones –a un tercer piso y buhardilla– marcaron la existencia del matrimonio y sus descendientes. Abuelos, hijas, yernos, nietos y nietas ocuparon la vivienda en etapas de convivencia o residencia sucesivas. 

Ante las primeras grietas de construcción tan precaria, Avelino pidió a su yerno que construyera un piso más para evitar el derrumbe. Así, la segunda generación del matrimonio se embarcó en una aventura igualmente arriesgada y determinante para su futuro. Otra vez, progenitores y descendientes obsesionados con el ahorro y las estrecheces para pagar la vivienda. A medida que la saga medraba y los pisos se llenaban de gente, aumentaban también los enseres, así como los trastos que atestaban la buhardilla.

Ese último piso, bajo cubierta, era el paraíso de los niños y niñas de la familia que pasaban horas rebuscando en armarios y baúles, jugando con enseres en desuso, disfrazándose con ropas pasadas de moda de los mayores, leyendo libros viejos, descubriendo cachivaches inservibles, como una máquina de liar cigarros o una cámara fotográfica recubierta de piel, un carricoche de lata o una muñeca antigua sin ojos. Aquel universo era un mundo de fantasía inolvidable para los pequeños.

Cuando llegó la etapa del desarrollismo, apareció en la casa el primer teléfono de cable con cordoncillo, la televisión en blanco y negro, los muebles de cocina, la heladera y un sofá. Pasados los años, también esas novedades fueron arrumbadas en el desván, menos el valioso aparato de telefonía que se lo llevó un instalador de telefonía avispado tras convencer a Erundina de que era una antigualla y debía sustituirlo por otro más moderno de plástico verde y con forma de góndola.

“Mamá Erundina, ese teléfono me gustaba mucho, era una antigüedad y lo quería para mí porque ya no se hace nada con baquelita”, se quejó el nieto menor a su abuela, muy afectado por la pérdida. Ella restó importancia al incidente, se encogió de hombros y le replicó: “No es para ponerse así, hombre. Solo son cosas”.

Mientras su esposa escribía largas cartas manuscritas a su familia en América, en papel cebolla propio de la época, Avelino prefería la flamante máquina de escribir Remington. Su nieta, que se fue a Madrid a estudiar periodismo, mantenía una emocionante relación epistolar con el abuelo y codiciaba la hermosa “tartamuda” de teclas negras de filo plateado. Avelino prometió regalarle la Remington como premio fin de carrera. No pudo hacerlo porque falleció cuando la joven iniciaba el segundo curso.

Cuando preguntó a su abuela por la máquina de escribir del abuelo, ella no supo dar cuenta de su destino. Alguien había aprovechado la ocasión o el despiste y la viuda la había regalado. La estudiante de periodismo espantó la pena cuando vio que la pérdida ya no tenía remedio. “Solo son cosas”, se dijo.

La casa envejeció como sus propietarios y moradores. Los descendientes decidieron venderla para comprar un piso y hacer más fácil la última etapa de la anciana Erundina. Cuando la periodista llegó a su ciudad, preguntó por todo lo que había en el desván. “Se tiró a la basura”, le dijeron. Un poco triste, se conformó y trató de olvidarlo. “Solo son cosas”, se animó.

Tras criar a nuestros hijos en una casa grande, que compartimos a menudo con otros familiares, en ocasiones con amistades de paso, casi siempre con cuidadoras de niños o ancianos, mi marido y yo decidimos emprender un nuevo rumbo y la pusimos en venta. Buscamos un piso cómodo, sin escaleras y de un tamaño más adecuado para nuestras articulaciones. Fue él quien tuvo la gentileza de ahorrarme el horrible conflicto, previo a la mudanza, de eliminar la mayoría de recuerdos y chismes acumulados a lo largo de décadas de vida. Ante mi angustia, y como consuelo para evitarme el dolor por la pérdida, también me dijo: “No sufras. Solo son cosas”.

Quizás sea cierto que la pérdida de bienes materiales no tenga valor ni importancia alguna frente a otras catástrofes espantosas como el hambre, la guerra o la destrucción del planeta. Pero siento que dejar atrás nuestras cajitas, cartas, libretas, porcelanas, cuadros, máscaras, juguetes, dientes de leche, rizos de bebés y tantas bagatelas que tienen un significado concreto y personal es una forma de morir un poco. Por otra parte, nada tan sabio como aquella canción de Mercedes Sosa que decía: “Hay que sacarlo todo afuera / como la primavera / para que adentro nazcan cosas nuevas…”