Porque es el más guapo. Porque es el más intrépido. Porque es el más resistente. O más resiliente, como dicen sus admiradores más puestos en jerga moderna. O porque, aprovechando la coyuntura de la sentencia del caso Gürtel, Sánchez no tuvo escrúpulos en aliarse con los enemigos de España, de la libertad e incluso de la “razón”, como esgrimen sus detractores. Estos argumentos ad hoc encuentran acomodo en muchas narrativas, pero creo que en el debate nacional hemos dejado de lado las fuerzas globales que explican por qué, cuando la socialdemocracia se daba por muerta, resiste en el poder en lugares concretos de Europa como la península ibérica y la escandinava. Y por qué, curiosamente, puede volver a otros países.
Desde finales del siglo XX, y con especial fuerza, en las dos primeras décadas de éste, la izquierda occidental se ha visto sometida a dos fuerzas opuestas, a dos vientos estructurales que soplan en direcciones contrarias. Por un lado, ha habido un deterioro de la coalición histórica que sostenía el voto a los partidos de centro-izquierda o socialdemócratas, la formada por los trabajadores industriales y los empleados del sector público. Tal y como documentan Giacomo Benedetto, Simon Hix y Nicola Mastrorocco tras analizar la evolución histórica de los partidos socialdemócratas en 31 países desde 1918 hasta nuestros días, los factores que mejor explican el voto a la socialdemocracia en un país no es el carisma, la belleza o los escrúpulos del líder, sino la producción industrial y el gasto público. La caída de ambas variables, fruto de la globalización y de las políticas de austeridad neoliberales, explica el desplome en el apoyo a los partidos socialdemócratas. Partidos que llegaron a disfrutar de un 40% de votos en prácticamente cualquier rincón del continente, ahora cosechan, los afortunados, el 20, 15, o 10%, mientras que muchos han desaparecido.
Por otro lado, durante este periodo ha habido un ascenso de lo que Jonathan Hopkin llama política anti-sistema: ciudadanos descontentos con el aumento de la desigualdad económica. Y precisamente en aquellos países donde la distancia entre los ricos y los pobres ha crecido más, encontramos más manifestaciones de insatisfacción con la élite política: el Brexit en el Reino Unido, Trump en EEUU, Cinco Estrellas en Italia, Syriza en Grecia y Podemos (también el separatismo catalán) en España.
Los votantes se han sentido crecientemente decepcionados por sus representantes políticos de toda la vida. Hopkin utiliza una atinada metáfora: la ciudadanía empezó a percibir a los partidos como el cartel de comerciantes descrito por Adam Smith: unidos en una “conspiración contra el público”, impidiendo la entrada de nuevos competidores y engañando a sus clientes.
Esta situación ha sido capitalizada por la derecha nacional-populista de Trump, Farage y la derecha radical que se sienta en prácticamente todas las democracias occidentales. Pero, también y crecientemente, por emprendedores políticos fuera y dentro de los viejos partidos laboristas y socialdemócratas. Algunos fallan, como Jeremy Corbyn, que no fue capaz de generar suficiente apoyo social. Pero la derrota de Corbyn no significa la muerte de este radicalismo, sino el preludio de otros intentos parecidos. Con caras y estrategias nuevas, pero con la misma pulsión por poner encima de la mesa la justicia social.
Con la pandemia, este viento a favor de la izquierda ha arreciado. Todos los datos indican que las ya altas tasas de desigualdad crecerán todavía más, con lo que aumentará la demanda por políticas de izquierdas. Pero es que, además, el viento en contra de la izquierda, la crisis estructural de la producción industrial y el sector público, podría estar virando. Todo apunta a una revitalización de la industria en Occidente. Hay una renacionalización de ciertas producciones y hay también un aumento de las tasas de afiliación sindical en algunos países, apuntando a una vuelta a la coordinación de los trabajadores, como mínimo como reacción a la uberizacion de la economía en los pasados años.
Y todo indica también una revalorización de, como mínimo, ciertos aspectos esenciales del Estado de bienestar, como la sanidad (primaria, hospitalaria y domiciliaria) y el cuidado de los mayores, pero también otros como las ayudas a la dependencia y la conciliación. Las tijeras en lo público no van a ser bienvenidas. Por el contrario, y aun con restricciones presupuestarias, cabe esperar un aumento de la presión para desarrollar más servicios sociales.
Es decir, la socialdemocracia, en lugar de estar moribunda, podría estar entrando en una segunda juventud. Pero, si es así, ¿Por qué la resurrección ha empezado en las penínsulas ibérica y escandinava? Creo que, como en otros momentos de la historia (en los años 30 del pasado siglo, Suecia y España estuvieron entre los primeros países donde llegó al gobierno el partido socialista), los cambios comienzan en la periferia.
Para empezar, las sociedades que dan al Atlántico son pioneras en cambios sociales. No sé si es el aire del mar, las conexiones con América, o la corriente del golfo de México, pero españoles (también los franceses occidentales), holandeses y escandinavos somos los países más tolerantes del mundo en lo que se refiere a derechos de las minorías sexuales, o los más sensibles con la igualdad entre hombres y mujeres. Eso hace que un votante tradicional de izquierdas sueco o español, a diferencia de su correligionario en el Centro, por no hablar del Este, de Europa, sea más reacio a dejarse convencer por los mensajes tradicionalistas y reaccionarios de la extrema derecha.
Y, en segundo lugar, tanto en Escandinavia como en Iberia, los partidos socialistas tienen el “copyright” del Estado de Bienestar. Son identificados por los votantes como los creadores de las políticas de protección social icónicas y los responsables de la universalización y gratuidad de la educación y la sanidad. En otros países, de Francia a Polonia, pasando por Alemania e Italia, la paternidad del Estado de bienestar está más disputada y, en muchos casos, los impulsores fueron nítidamente los partidos democristianos.
En tercer lugar, los socialdemócratas nórdicos e ibéricos han puesto en marcha un nuevo modelo de coalición política, inédito en la Europa de postguerra: juntar (a veces de forma explícita y otras con acuerdos implícitos) todo lo que hay desde la extrema izquierda hasta bien entrado el centro-derecha liberal. De Unidas Podemos a Ciudadanos en España y de la izquierda postcomunista a los partidos liberales en Suecia. Este pragmatismo en las alianzas combinado con una vehemencia en el mensaje de justicia social explica el sostenimiento en el poder de políticos, como Sánchez en España o Löfven en Suecia, por los que nadie hubiera apostado hace muy pocos años.
Estamos viviendo el reverso de lo que ocurrió durante la Europa de postguerra y hasta principios de este siglo. Los partidos proscritos, aquellos con quienes no se podía pactar, estaban en la izquierda: eran los comunistas (y postcomunistas). Esta división impidió a muchos partidos de centro-izquierda trazar coaliciones amplias y muchos partidos quedaron como peones de los partidos de centro-derecha. Pero ahora, los proscritos están, fundamentalmente, en la derecha: son la derecha radical. Y, en alguna ocasión, llegan a pactos con la derecha de toda la vida, como los acuerdos entre PP y Vox. Pero son acuerdos que producen mucho desgaste e impiden hacer coaliciones amplias. Además, dividen el voto de la derecha, haciendo que, en un escenario como el español, resulte muy complicado (todo puede pasar, sobre todo si hay una crisis sistémica), que lleguen a obtener mayoría absoluta en el Parlamento. Curiosamente, tanto en Suecia como en España, costó mucho que surgiera una derecha nacional-populista. Pero, cuando ha salido, gracias al tirón mediático de Jimmy Åkesson y Santiago Abascal, el principal beneficiario ha sido en ambos países la socialdemocracia.
En conclusión, la socialdemocracia puede estar dando sus últimos coletazos antes de desaparecer, pero hay motivos para pensar que, partiendo de la experiencia escandinava e ibérica, quizás está a punto de reconquistar de nuevo toda Europa, no necesariamente con la etiqueta de socialdemocracia, pero sí con el mismo impulso por la reforma social. Con estos argumentos, lo raro no es que nos gobierne Sánchez, sino que no nos gobernara alguien como Sánchez.
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