Opinión y blogs

Sobre este blog

La portada de mañana
Acceder
El Gobierno da por imposible pactar la acogida de menores migrantes con el PP y negocia con Junts
Borrell: “Israel es muy dependiente de EEUU y países europeos, sin eso no podría hacer lo que hace”
Opinión - Salvar el Mediterráneo y a sus gentes. Por Neus Tomàs

Hablemos de inmigración

19 de octubre de 2022 22:42 h

0

El problema de la inmigración ha beneficiado a la derecha radical en todo el mundo, pero las soluciones a la inmigración podrían favorecer a la izquierda moderada. Si es inteligente.

Durante mucho tiempo, todos los partidos europeos de izquierda, y también de la derecha tradicional, han intentado esquivar la palabra inmigración, o la integración social de la gente llegada de otros países, y sobre todo otras religiones, en cualquier asunto: de la segregación escolar a la igualdad de género, pasando por el mercado laboral o el abandono escolar. Era anatema. Y tenía sentido. Es fácil estigmatizar a colectivos enteros aludiendo públicamente a lo que, en el bar, en el rellano de la escalera o en la salida del colegio, mucha gente habla, murmura. O no dice nada, pero se muda del barrio o saca a sus hijos e hijas de la escuela pública. Todos conocemos algún ejemplo, acompañado de la coletilla: “no soy racista, pero…”.

Esta distancia entre las élites políticas de toda la vida y lo que piensan muchos ciudadanos quizás es una ficción. Pero, algunos datos parecen avalar que, como mínimo en algunos países, las preferencias del votante mediano y del representante político medio divergieron bastante durante bastante tiempo en bastantes temas relacionados con la inmigración. Es el caso de Suecia, donde, en casi todos los asuntos, del nivel de impuestos a la pertenencia a la OTAN, las opiniones de la gente y de sus políticos tiende a converger. Pero, en inmigración, durante muchos años los representantes políticos, de todo el espectro ideológico (excepto la entonces inexistente o irrelevante ultraderecha), mantuvieron unas políticas más aperturistas que las deseadas por el sueco o sueca de a pie.

La de los políticos escandinavos fue una actitud bienintencionada, encomiable y, añadiría, noble. Y, posiblemente, también beneficiosa para la prosperidad de un país que, en pocas décadas, vio cómo su población crecía un 24%. Según datos del politólogo Peter Esaiasson, Suecia ha pasado de ser una sociedad prácticamente homogénea a una de las más diversas de Occidente, superando incluso a EEUU en algunos indicadores. En total, los inmigrantes representan el 20% de la población, y el 30% si se cuenta a sus hijas e hijos. Entre los menores de 40 años, el 50% (de nuevo, contando a los de segunda generación). En algunas ciudades, como Malmö y Södertälje los extranjeros de países fuera de la OCDE representan más de la mitad de la población. Es precisamente en algunos barrios de esas ciudades donde el partido Nyans, con lazos al régimen turco y que apela al voto del miedo de los inmigrantes musulmanes, ha obtenido el 25% de los votos, alimentado por una subcultura antioccidental donde proliferan teorías conspiranoicas como que los servicios sociales suecos roban a los bebés de las mujeres inmigrantes. Esos barrios desconectados del resto de la sociedad –en paro, educación, pero también en vacunación contra la Covid– han provocado que la pacífica Suecia se haya convertido en una de las principales cunas (dentro de Occidente) de guerreros del Estado Islámico. Jóvenes criados, y en muchos casos nacidos, en el país más democrático del mundo (según muchos indicadores) y que sienten lealtad a la más intransigente de las ideologías teocráticas. La prensa sueca documentó el caso de algunos guerreros que habían estado combatiendo en Siria mientras cobraban la baja paternal del Estado sueco.

Si los partidos del establishment han hablado poco de la integración de los inmigrantes (repito: quizás con buen tino), la extrema derecha ha hablado demasiado. Por eso, en una campaña electoral centrada en el aumento de la criminalidad –un ascenso objetivo en términos comparativos con otros países, aunque no dramático– como lo fue la de las elecciones del 11 de septiembre, lo lógico es que los ultraderechistas Demócratas de Suecia se llevaran el gato al agua con un discurso cínico y oportunista, que capitalizaba los miedos (por infundados que fueran) de muchos ciudadanos. Y más ciudadanos que ciudadanas, porque el voto a la ultraderecha sigue siendo mayoritariamente masculino.

Pero, si la ultraderecha ha dado con un diagnóstico que cala en la sociedad, es incapaz de ofrecer una medicina que encaje con la realidad. Sus propuestas –cerrar las fronteras, expulsar inmigrantes– son hijas del miedo: irreflexivas e irrealizables en una sociedad moderna. Hasta los conservadores británicos están ahora intentando que más inmigrantes lleguen al país para sostener la economía y el Estado de Bienestar. De forma parecida, el resto de fuerzas de derechas en Suecia, pero también en otras naciones europeas, ha entrado en una espiral de propuestas a cual más radical para reducir la inmigración. En esa competición para ver quién es más radical, la extrema derecha tiene las de ganar. Véase Suecia, pero después Italia y antes Francia.

Al contrario, la situación de derrota en el “marco de discusión” de la izquierda, al tener que hablar de un tema que no les beneficia como la inmigración, se puede convertir en una oportunidad para salir reforzada. Los debates de las elecciones suecas –que, por cierto, ganó la socialdemocracia con el 30% de los votos y un margen notable con respecto a los segundos; a pesar de que, en conjunto, el bloque de izquierdas marginalmente perdiera la contienda– nos dan una pista. En ellos, la izquierda –algunos dirán que “renunciando a sus principios”, “acercándose a los postulados de la extrema derecha” o “comprando su discurso”– presentó una batería de medidas para favorecer la integración que estaban en las antípodas de las de la derecha: eran propuestas, como mínimo avaladas por expertos, como invertir más recursos en colegios problemáticos, destinar más trabajadores sociales a determinados barrios (propuestas de los socialdemócratas) o construir viviendas públicas de alquiler en barrios acomodados para combatir la segregación (iniciativas de la izquierda alternativa). La sensación que daban es que, mientras la derecha gritaba contra los inmigrantes, la izquierda ofrecía soluciones.

A corto plazo, el grito es más rentable. Pero, a la larga, la izquierda tiene un mejor arsenal para conectar de nuevo con el votante mediano. Y, sobre todo, para volver a tejer los hilos de una sociedad que, a sí misma, se percibe cada vez más rota.

El problema de la inmigración ha beneficiado a la derecha radical en todo el mundo, pero las soluciones a la inmigración podrían favorecer a la izquierda moderada. Si es inteligente.

Durante mucho tiempo, todos los partidos europeos de izquierda, y también de la derecha tradicional, han intentado esquivar la palabra inmigración, o la integración social de la gente llegada de otros países, y sobre todo otras religiones, en cualquier asunto: de la segregación escolar a la igualdad de género, pasando por el mercado laboral o el abandono escolar. Era anatema. Y tenía sentido. Es fácil estigmatizar a colectivos enteros aludiendo públicamente a lo que, en el bar, en el rellano de la escalera o en la salida del colegio, mucha gente habla, murmura. O no dice nada, pero se muda del barrio o saca a sus hijos e hijas de la escuela pública. Todos conocemos algún ejemplo, acompañado de la coletilla: “no soy racista, pero…”.