La semana pasado leíamos atónitos al caso de Louise y David Turpin y sus trece hijos criados en California en unas condiciones de negligencia extrema. Los niños, de entre dos y 29 años, mostraban signos claros de desnutrición, vivían sin contacto con el exterior y habían sido víctimas de una crianza que se encontraba entre el desapego más absoluto y el maltrato. Gracias a los hallazgos de un controvertido experimento que conecta a los Turpin con el propio Ceaușescu, podemos intuir qué ha sucedido con el desarrollo de estos 13 niños y qué les depara el futuro.
Con el fin de sacar adelante sus planes de urbanización e industrialización, Nicolae Ceaușescu, presidente de la República Socialista de Rumanía, promovió en su país el aumento de la población a través de políticas que limitaban el aborto y el acceso a los métodos anticonceptivos y que castigaban la infecundidad. Como consecuencia de estas medidas, de los masivos movimientos del campo a la ciudad para trabajar en las fábricas de titularidad pública y de las duras condiciones de vida, muchas familias tuvieron que entregar a sus hijos recién nacidos en instituciones estatales porque no podían hacerse cargo de ellos.
Tras la caída y ejecución de Ceaușescu en 1989 la comunidad internacional tuvo acceso a información sobre las condiciones de abandono extremo en las que vivían estos niños. Bastantes años después el sistema de atención a niños institucionalizados había cambiado poco aún; se calcula que en torno al año 2000 aún había unos 150.000 niños en orfanatos estatales. En ese contexto, varios expertos estadounidenses en desarrollo infantil y neurociencia iniciaron un proyecto, bien conocido y también controvertido, para tratar de medir las consecuencias que, para el desarrollo de los niños, tiene pasar los primeros años de vida en condiciones de adversidad extrema.
El Bucharest Early Intervention Project (BEIP) comenzó así en el año 2000 con una evaluación del desarrollo físico, cognitivo y socioemocional de niños institucionalizados después del nacimiento y que estaban siendo criados en varios centros de acogida en la ciudad de Bucarest. Los investigadores encontraron graves casos de malnutrición y retrasos en el desarrollo físico, bajas puntuaciones en pruebas de desarrollo cognitivo, una falta de apego extraordinaria hacia los cuidadores, comportamientos erráticos y una actividad cerebral más tenue que en niños no institucionalizados de la misma edad. A continuación comenzó la intervención. Los niños seleccionados, que tenían en ese momento entre seis meses y unos dos años y medio, se dividieron aleatoriamente en dos grupos de similar tamaño.
Los niños del primer grupo permanecieron institucionalizados, mientras que los afortunados que fueron asignados al segundo grupo fueron reubicados en familias de acogida que habían recibido previamente formación específica y los medios necesarios para ofrecer entornos estimulantes a los niños de los que se hacían cargo. A todos los niños se les hizo un seguimiento a distintas edades y se compararon los resultados entre estos dos grupos de niños, más un tercer grupo de menores rumanos de edades comparables que nunca habían sido institucionalizados.
Los resultados de las diversas pruebas indican de manera clara que la institucionalización continuada de los niños se asociaba en este contexto con complicaciones en el desarrollo, afecciones psiquiátricas e incluso cambios importantes en la estructura del cerebro y en su actividad. El tratamiento, en este caso la asignación de los niños a familias de acogida, tenía evidentes efectos positivos sobre el desarrollo, tanto cognitivo como socioemocional.
Observados a los ocho años de edad, los niños que habían sido acogidos a los dos años o antes tenían un volumen cerebral menor que los niños de esa edad que nunca habían pasado por una institución, tal vez en parte como consecuencia de la malnutrición experimentada durante su estancia en los orfanatos, pero sus actividades cerebrales eran indistinguibles. Los niños que habían permanecido institucionalizados todo el tiempo, en cambio, no solo tenían cerebros más pequeños sino que además su actividad cerebral y su materia blanca (a cargo de la transmisión de información entre distintas zonas del cerebro) eran sustancialmente menores que las de los niños que fueron integrados en familias de acogida; presentaban asimismo una respuesta al estrés alterada.
Los niños acogidos en familias tenían mayores puntuaciones en pruebas cognitivas y un mayor desarrollo del lenguaje. También en el área socioemocional la intervención mostró resultados evidentes. Los niños acogidos, especialmente los que se integraron en las familias a una edad más temprana, se relacionaban con sus cuidadores de manera completamente normal ya a la edad de cuatro años y presentaban, en general, menos indicios de tener problemas emocionales. Por último, la institucionalización se asoció también con una menor longitud de los telómeros, un indicador de respuesta al estrés cada vez más utilizado y que correlaciona (en adultos) con peor salud y un mayor deterioro cognitivo.
Esta investigación ofrece, por lo tanto, un mensaje claro y relevante. Aunque hay áreas en las que el deterioro experimentado no puede ser revertido de forma sencilla, en general la intervención es más efectiva cuando tiene lugar más temprano y los dos años parecen marcar el periodo crítico durante el cual el niño puede superar al menos parte de las consecuencias asociadas a una privación extrema. La suerte de los niños Turpin, criados en condiciones no solo de negligencia extrema sino también de maltrato, dependerá de la calidad del entorno de crianza que se les ofrezca a partir de ahora, aunque por desgracia para la mayoría de ellos el periodo crítico para que la intervención resulte eficaz hace tiempo que pasó.