Hambre, pobreza y animales domésticos: del “gato asado” del cocinero de Fernando I de Nápoles a Donald Trump
Un exordio: odio llamar mascotas a los animales domésticos (y enanos a los niños y a las mujeres, tías). Además de galicismo, supone una cosificación intolerable.
La ley de Protección de los Derechos y el Bienestar de los Animales, de 28 de marzo de 2023, tuvo el buen gusto de no utilizar la palabreja en su articulado que, a veces, añade la cualidad “de compañía” al animal doméstico –adjetivo que viene de casa pero también de domesticado, pues in illo tempore, que decía el otro, el animal era como el hombre: salvaje, libre, desamparado, a elegir–.
No es el caso del diccionario de la Real Academia Española, que, inconvenientemente, define ‘mascota’ en primera acepción como “persona, animal o cosa que sirve de talismán, que trae buena suerte” y deja la segunda acepción para “animal de compañía”. E informa de los sinónimos: amuleto, fetiche, talismán. Eso es. Una mascota ha sido un amuleto de toda la vida de Diez (Dios para los descreídos): una pata momificada de conejo, una herradura, un trébol de cuatro hojas (yo guardo uno que me regaló la añorada Rosa Regàs, recogido en las montañas de Heidi cuando ejercía de traductora de Naciones Unidas en Ginebra) o colgantes como el escarabajo egipcio, la mano de Fátima, la figa gallega..., cosas así. Pero nunca he visto a un animal en un bolsillo, salvo por chiste, algún hurón, o por excentricidad, insectos, ni, desde luego, a una persona.
Viene a cuento del debate electoral norteamericano que mantuvieron los candidatos a la presidencia el pasado día 10, en el que el republicano Donald Trump soltó –no dijo ni explicó, dio rienda suelta– a uno de los demonios más arraigados que amueblan su cabeza: los emigrantes.
“Muchas ciudades no quieren hablar de ello porque les da vergüenza. En Springfield, Ohio, se están comiendo a los perros la gente que vino [de Haití]; se están comiendo a los gatos, se están comiendo a las mascotas de la gente que vive allí. Y esto es lo que está pasando en nuestro país y es una vergüenza”, dijo Trump.
La cadena televisiva ABC News, organizadora del debate, se puso en contacto sobre la marcha con las autoridades de la localidad del Medio Oeste norteamericano, que desmintieron inmediatamente el sueño húmedo trumpista, cosa que uno de los moderadores, David Muir, le hizo saber. Springfield –uno de los 70 que hay en los EEUU– es, precisamente, el nombre de la ciudad donde viven Los Simpson, la conocida serie norteamericana de dibujos animados, pero la afirmación de Trump no era una caricatura casual sino un deliberado insulto deshumanizador de la emigración.
Es una táctica que, por lo visto, le dio buen resultado en la campaña que lo llevó a la Casa Blanca en 2017, cuando acusó a México de enviar a “violadores y criminales” a los Estados Unidos. No es el caso: el desmentido de los periodistas de ABC News y las risas de Kamala Harris ante su aserción lo dejaron con el culo al aire, como suele decirse. El patético intento trumpista de poner en circulación una de sus fake news, el vídeo de una supuesta haitiana detenida por matar a su gato pisoteándole la cabeza en público y amenazar con comérselo, fue rápidamente neutralizado. Ni era haitiana la mujer sino una ciudadana norteamericana y el suceso no se produjo en Springfield sino en Canton, a 300 kilómetros de allí.
Pero como suele ocurrir con los bulos, una vez lanzados son alimentados por cuadrillas de troles, influyentes, desequilibrados y equilibrados a tanto el clic, republicanos ultras como Elon Musk, el de X, y luchadores contra el fantasma comunista que no sólo recorre Europa, en sitios como ‘El Antídoto Rojo’, ‘Comunistas Asesinos’ y otras denominaciones delirantes de la prensa digital fascista, multiplicándolos hasta el infinito y más allá hasta convencer al votante-ignorante de que la mentira es la verdad.
A buen hambre, no hay pan duro
Hace años, haciendo la compra en el mercado de mi barrio, mientras esperaba turno en la pescadería me dio por contar los pescados en exposición. “¿Cuántos peces crees que hay en esta pescadería?”, le pregunté a mi pareja. “Yo qué sé... ¿Por qué?”. Le expliqué lo que pensaba: si multiplicas estos miles por el número de pescaderías, carnicerías, volaterías, por todos los puestos del mercado y luego repites la operación y multiplicas el resultado obtenido sucesivamente por el número de mercados que pueda haber en Madrid, en la provincia, en toda España, en Europa y en el planeta. “¿Qué sale? Me acabo de dar cuenta de que nos estamos comiendo el mundo. De que vivimos gracias a la muerte”. Ya saben: diálogos de enamorados.
Pero es verdad: alimentarse es una necesidad fisiológica básica para sobrevivir y el animal humano es omnívoro, se come todo. El refrán lo revela: “A buen hambre no hay pan duro”, es decir, explica el Centro Virtual Cervantes: cuando azuza el hambre, se come lo que se encuentra. “Cuando se tiene necesidad, no se pone reparo alguno” en lo que se ingesta. Se discrimina cuando entra la cultura en juego, pero siempre que no sea hambre diríamos apetito, que es un sinónimo pero con refinamiento. Aquí, en este país, el apetito nos impide comer, generalmente, perros, gatos e insectos, proteínas que han sido parte de la dieta habitual de países asiáticos y africanos, respectivamente, pero me temo que no nos lo impediría si pasáramos hambre.
Según datos de la ONG Acción Contra el Hambre, 783 millones de personas se van a dormir cada noche con hambre y 14 millones de niños menores de cinco años sufren desnutrición aguda severa. Algo hemos mejorado desde el Informe sobre Desarrollo Humano de la FAO, la Organización para la Alimentación y la Agricultura de las Naciones Unidas, que, en septiembre de 2005, cifraba el hambre en una humanidad de 1.000 millones de personas, uno de cada siete habitantes del planeta. 20 niños morían de hambre cada minuto. Las hambrunas crónicas se ven agravadas actualmente por la población de Palestina sometida a la guerra genocida emprendida por el gobierno de Israel, en la que la privación de alimentos y agua es otra de las armas de exterminio empleadas.
Más datos: la Humane Society International, una sociedad protectora de animales internacional, estima un sacrificio anual para consumo humano de 30 millones de perros y 10 de gatos. Entre los países más domesticidas figura China en primer lugar, donde se calcula que se matan diez millones de perros y cuatro de gatos al año, seguida de Corea del Sur, donde hay 18.000 granjas de perros –de los nureongi autóctonos, el más solicitado, pero también labradores y golden retrievers, considerados la raza perruna más inteligente–. También, dice esta organización, son parte de la dieta en Laos, Vietnam, Camboya o la región de Nagaland, en la India.
Aunque es una práctica en retroceso –en Tailandia, Filipinas, Singapur, Taiwán, Hong Kong y provincias de Indonesia y las ciudades chinas de Shenzhen y Zhuhai se ha prohibido el consumo de animales domésticos y el ministerio chino de Agricultura ha declarado a perros y gatos como animales de compañía y no ganado– y que es progresivamente repudiada por las generaciones jóvenes, ya se ve que es un lento proceso. Una cultura de siglos es muy difícil de erradicar. Es como si a nosotros nos quitaran la carne de cordero, en concreto, la de los lechales, cuyo tempranísimo sacrificio, como el de los cochinillos, no es bien visto en otros países de nuestra cultura.
Primum vivere deinde philosophari...
Lo llevamos impreso en los genes prehistóricos y en la educación: si nos damos una vuelta por el lineal de las chuches infantiles de cualquier supermercado, nos encontramos con que endulzamos la vida de los niños con ositos, conejitos, gatitos, vaquitas, mariquitas, incluso dinosaurios y unicornios. Pero también hadas, muñequitas y muñecos con bigote, quizá trasunto inconsciente del fabricante de la teoría freudiana del asesinato del padre y el banquete totémico de la horda primordial. Y en caso de necesidad extrema el hambre toma el mando de nuestra conciencia y nos ordena sobrevivir: así fue en el vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya que se estrelló en los Andes el 13 de octubre de 1972 o, entre muchos ejemplos, en las hambrunas en Rusia a principios del siglo XX y en Ucrania después de la II Guerra Mundial, que propiciaron el canibalismo.
La religiosa mercedaria Mercedes Navarro Puerto, psicóloga y teóloga de la Universidad de Salamanca, que fue una de las fundadoras de la Asociación de Teólogas Españolas y miembro de la Asociación de Mujeres Europeas para el estudio de la Teología, observa agudamente que dos de los siete pecados capitales de la doctrina católica “aluden específicamente a la corporalidad y al placer, en concreto a la comida (gula) y al sexo (lujuria) –y en menor medida, el de la pereza–, como resultado de una jerarquía eclesiástica patriarcal y célibe y en contra del mensaje religioso que, desde el profeta Isaías, presenta a Dios como una madre que dispone una gran mesa en la que todos pueden beber y comer en abundancia, hasta el sacramento de la comunión, en el que los fieles al tomar el pan y el vino toman la representación de la carne y de la sangre divinas, rito que no es ajeno ni lejano de los rituales antropófagos, donde el comensal se alimenta del otro para incorporar sus cualidades. En la comunión, para recibir las virtudes de Cristo, el amor”.
Los supervivientes del citado accidente del avión de los Andes, en 1972, se fortalecieron con ese espíritu para ingerir la carne de los fallecidos: como una forma de comunión, de amor, y no sólo como práctica alimenticia. Y aunque la jerarquía católica más reaccionaria rechazó el paralelismo entre la obligada antropofagia y la comunión, el escritor uruguayo Carlos Rehermann resalta que se trataba de un grupo de jóvenes deportistas con una fuerte educación católica, a lo que, seguramente, obedeció su justificación espiritual de la antropofagia para trascender la simple mecánica nutritiva. Más inquietante me parece, a mí, no a ellos, el “tomad y comed, éste es mi cuerpo; tomad y bebed, ésta es mi sangre” bíblico.
De algunos mitos de las culturas caníbales –en comunidades de la selva brasileña se creía que si una mujer comía de un cadáver quedaría embarazada y pariría una recreación del ausente; en otras, los familiares del fallecido colocaban comida bajo el túmulo del cadáver y, una vez empapada de los humores en descomposición, la ingerían para incorporar al difunto– y de costumbres antropófagas, encontramos paralelismos, de alguna manera, en nuestro habla erótica. “Te voy a comer” o “quiero comerte a besos” son frases que no sólo expresan deseos sexuales sino apetitos de incorporar afectivamente al otro, de darse y darle de comer.
Conexiones entre realidad y valores sociales y culturales son numerosas en la tradición oral infantil. No es extraño que uno de los más populares personajes de historieta de la larga posguerra incivil fuera Carpanta, de José Escobar (en el tebeo Pulgarcito, 1947): un vagabundo cuya única meta en la vida, en cada episodio, era comer, a ser posible, el mítico pollo asado (pero como “en la España de Franco nadie pasa hambre ni le falta vivienda”, la castrante y omnipresente censura de la dictadura obligó al dibujante a trasladarlo del puente bajo el que vivía a una humilde casita y a tener ‘apetito’ en vez de ‘hambre’, aunque la realidad, ay, no perdona: carpanta es ‘hambre violenta’, define el DRAE). Algún día hablaremos de la relación entre hambre, comida y tradición oral infantil, lo que llamo “comer de cuento”, un paseo apasionante.
Pero antes que el prójimo, en centenares de comunidades hambrientas, en las que ya no existen perros ni gatos –la Suri y la Tusca de aquellas tardes de pan y chocolate; la dulce (¿ven?) Tanabata de las tardes de pan y acíbar–, compañeros domésticos devorados, las famélicas legiones recurren a lo impensable.
De mis cuadernos de notas rescato el artículo Cuando no hay comida, bien valen tortas de barro y saltamontes de Donald McNeil Jr., reportero de ciencia y salud del New York Times (publicado por El País el 3 de junio de 2004): en Ghana, las personas compiten con las hormigas rojas para robarles el miserable grano que éstas almacenan en los admirables hormigueros góticos que construyen los himenópteros; en Malawi, venden y consumen apetitosas brochetas de carne de ratón –Miguel Delibes narra en Las ratas (1962), una obra maestra, cuando en la Castilla de los años 50 se comían ratas de agua como imprescindible aporte proteínico animal– y en Mozambique comen saltamontes a los que llaman ‘gambas voladoras’, quizá por la misma razón que en la malnutrida huerta de Murcia de mi infancia llamaban ‘perdiz’ al cuarto de lechuga aliñado y sazonado con aceite, pimienta negra y sal y ‘pava’ a la coliflor. Por ansia de proteínas animales aunque fueran transustanciadas en palabras, placebos. O por lo mismo que madres africanas ponen a hervir agua con piedras y dicen a sus niños que la comida está casi a punto, a ver si, mientras tanto, los duerme la debilidad.
En esa infancia murciana había un chocolate llamado 'El Niño', del que contaban que lo hacían con las garrofas del algarrobo, con su extraño y contradictorio sabor en crudo: dulce y áspero. De ahí que los niños lo llamáramos ‘chocolate de tierra’. Un eufemismo para engañar con un sucedáneo mal imitado, mientras que la realidad es que en Haití comen hoy 'sabrosas' tortas de barro auténtico amasadas con manteca de cerdo o vegetal, caldo de pastilla, sal y pimienta y 'horneadas' al sol, cuenta Donald McNeil. Es una antigua costumbre haitiana, las llaman galette o bonbon thé, fabricadas con arcilla fina y consumidas por las embarazadas a modo de ‘suplemento nutricional’, hoy convertida en alimento de supervivencia.
Paradójicamente, fue en Haití, en La Española, donde los conquistadores españoles del siglo XVII descubrieron lo que los haitianos llamaban, en taino, batata y cuya difusión en el continente europeo predispuso la de la patata andina. Ambas significaron la salvación de millones de vidas europeas amenazadas por el hambre que ya había terminado con millones de vidas: en este mundo ahíto de comida, el occidental desarrollado en el que vivimos, no tendremos vergüenza ni recuperaremos la dignidad mientras un ser humano –ninguno, pero acaso menos si es de 'nuestros civilizados'– coma barro.
Comida animal de ida y vuelta
De ida. En la Nueva York en crisis de los años 80 del siglo pasado, los sintecho toxicómanos más marginales sobrevivían consumiendo comida húmeda para animales domésticos. Una emergencia que se extendió a otros muchos ciudadanos y otros muchos estados norteamericanos y que sigue vigente, al menos hasta el 17 de junio de 2015, cuando Federica Wilson, representante demócrata por Florida, lo denunció en la Cámara de Representantes; “Las personas mayores de mi distrito comen comida para perros cuando sus cupones de alimentos se acaban. Me horrorizó cuando me lo contaron y fui a comprobarlo por mí misma: me quedé sin habla”.
De vuelta. Rupert de Nola, cocinero de Fernando I de Nápoles, escribió en 1477 el Llibre de doctrina per a ben servir, de tallar y del art de Coch, uno de los primeros recetarios europeo, en el que propone el Escabeche, el Busaque y la Gratonada, pero, sobre todo, una peligrosamente atractiva receta que parece explicar el viejo dicho español ‘Dar gato por liebre’: el ‘Gato asado como se quiere comer’:
“Tomarás el gato que esté gordo; y degollarlo has, y después de muerto cortarle la cabeza, y echarla a mal porque no es para comer, que se dice que comiendo de los sesos podría perder el seso y el juicio el que comiese. Después, desollarlo muy limpiamente y abrirlo y limpiarlo bien; envolverlo en un trapo de lino limpio y soterrarlo debajo de tierra donde ha de estar un día y una noche. Después, sacarlo de allí y ponerlo a asar en un asador y asarlo al fuego. Y comenzándose a asar, untarlo con buen ajo y aceite y, en acabándolo de untar, azotarlo bien, con una verdadera verdasca [rama verde o tierna]; y esto se ha de hacer hasta que esté bien asado, untándolo y azotándolo. Y cuando esté asado, cortarlo como si fuese conejo y cabrito y ponerlo en un plato grande; y tomar del ajo y aceite desatado un buen caldo de manera que sea bien ralo [separado] y échalo sobre el gato. Y puedes comer de él porque es muy buena vianda”.
O muy buena vianda o mucha hambre (excepto, avisa, los sesos, pues “comiendo dellos podría perder el seso y el juicio el que los comiere”). En su citado reportaje sobre el hambre en el mundo del siglo XXI Donald McNeil observa que, como en el pasado, en las comunidades hambrientas no existen perros ni gatos, los dulces compañeros domésticos.
Ni se me pasa por las mientes que Mavi, mi gata siamesa mestiza, pase del halda al plato, de la mesa de trabajo a la del comedor. Aunque si cambiaran los papeles por esos imponderables de la vida –los que llevaron a Hansel y Gretel a la guarida de la bruja en el bosque, que los alimentó para servirlos de cena a su hijo el ogro– y de ser su regazo Mavi pasara a serlo para mí, es decir, que en vez de recibirla para darle “amparo, gozo o consuelo” (DRAE) la recibiera para que me diera amparo, gozo o consuelo, sin duda seguiría las refinadas recomendaciones de don Rupert (Cómo no amar ese poético enterramiento provisional de veinticuatro horas...).
Mavi y yo lo agradeceríamos: así no sería una mera ingestión de supervivencia, lastrada de sacrificio y de canibalismo incestuoso, sino lo que suelo repetir de Manuel Vicent sobre la cocina de la cornisa mediterránea: “Echas a la cazuela no sólo los productos del oasis sino una civilización”. Y salga el sol por Antequera. O por Andequiera.
Somos, decía el gran poeta vasco Blas de Otero, ángeles fieramente humanos. No es el caso de Trump.
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