Juan José Tamayo: “Un importante sector de la jerarquía católica española es responsable y cómplice de la pederastia”
“La pederastia es uno de los mayores escándalos de la Iglesia católica del siglo XX, si no el mayor. Es un problema estructural, legitimado institucionalmente por las más altas jerarquías durante décadas, desde el Vaticano hasta los obispos de numerosas diócesis de todo el mundo”. Así de contundente se expresa el teólogo Juan José Tamayo sobre el escándalo de los abusos sexuales en el seno de la Iglesia, una realidad a la que se acerca con ambición en su recientemente publicado Pederastia; ¿Pecado sin penitencia? (Erasmus).
En base a numerosa documentación, el libro ofrece una visión cruda de los silencios y las culpas que han rodeado esta realidad ocultada durante décadas. También recoge la reivindicación de las víctimas, que el Defensor del Pueblo ha calculado en al menos 240.000 personas, y el papel de los medios de comunicación a la hora de destapar un escándalo del que solo conocemos la punta del iceberg. ¿Y el papel de la propia Iglesia? Tamayo no duda: “Sorprende que sectores católicos ultraconservadores se dediquen a hacer escraches a las puertas de las clínicas de aborto y no los hagan en las iglesias y los domicilios de los sacerdotes pederastas que siguen ejerciendo el ministerio sacerdotal”.
¿Se reduce la pederastia a unos pocos casos o es un problema estructural en la Iglesia católica?
La pederastia es uno de los mayores escándalos de la Iglesia católica del siglo XX, si no el mayor, el que más descrédito ha provocado en esta institución bimilenaria. Es un problema estructural, legitimado institucionalmente. No vale decir que son casos aislados y marginales, todo lo contrario: la pederastia se ha producido en todos los espacios del poder eclesiástico y en sus dirigentes: cardenales, arzobispos, obispos, miembros de la Curia romana, miembros de congregaciones religiosas, responsables de parroquias, capellanes de Congregaciones religiosas femeninas, profesores de colegios religiosos, formadores de seminarios y noviciados, padres espirituales, confesores, etcétera.
Lo más grave es que el comportamiento criminal y el silencio de la jerarquía terminan por desacreditar a toda la comunidad cristiana, que hoy debe levantar la voz de denuncia contra los pederastas y sus cómplices
¿Y en España?
En España hay cosas que son la mejor demostración del desprecio a las víctimas y de la falta de compasión con ellas por parte de un importante sector de la jerarquía católica española, que se convierte así en responsable y cómplice de dichos crímenes: primero el negacionismo, el silencio, el ocultamiento de los crímenes durante décadas y la permisividad del delito; después el encubrimiento, la minusvaloración del número de pederastas y de víctimas (“solo pequeños casos”, afirmó Luis Argüello siendo secretario de la Conferencia Episcopal Española) y la falta de denuncia ante los tribunales. Y, por último, la auditoría encargada por la Conferencia Episcopal Española al despacho de abogados Cremades & Calvo Sotelo.
¿Cuál es la raíz de este crimen?’
Yo creo que se encuentra en el poder detentado por las personas sagradas, un poder omnímodo y en todos los campos. Hay poder sobre las conciencias, poder sobre las mentes, poder sobre las almas y sobre los cuerpos, que se convierten en propiedad de las masculinidades sagradas, objeto de colonización y de uso y abuso a su capricho. Un poder que se basa en la masculinidad sagrada, sin control. Un poder patriarcal sobre las mujeres, los niños, las niñas, los adolescentes, los jóvenes y las personas más vulnerables y más fácilmente influenciables.
Pareciera que jerarquía eclesiástica y Justicia hubieran hecho un pacto, la primera para negar el pecado y la segunda para no investigar ni castigar el delito
Pero quizá lo más grave es que el comportamiento criminal de los pederastas y el silencio de la jerarquía terminan por desacreditar a toda la comunidad cristiana. Hoy, que ya conoce tamaños crímenes, debe levantar la voz profética de denuncia contra los pederastas y sus cómplices. Callar se convierte en delito: delito de silencio.
El libro se titula Pederastia, ¿Pecado sin penitencia? ¿Por qué lo eligió?
Cuando terminé el libro, el título me surgió de manera espontánea. Durante los últimos 80 años, la jerarquía no reconoció la gravedad del pecado ni la humillación a la que fueron sometidas las víctimas, miró para otro lado ante las denuncias que recibía, y se limitó a cambiar de destino a los pederastas a otros lugares de España u otros países, donde seguían delinquiendo impunemente. A las víctimas se les imponía silencio para salvar el buen nombre de la Iglesia. Esto generaba un clima de permisividad con los agresores, una atmósfera de oscurantismo para con las víctimas y un ambiente de complicidad de la jerarquía.
¿Es también, o ha sido, un pecado –y un delito– sin castigo?
Sin duda. Si en la Iglesia católica no se impuso la penitencia a los pederastas conforme a la gravedad del pecado, en el ámbito de la administración de justicia no se impusieron las penas conforme al delito. Pareciera que la jerarquía eclesiástica y la Justicia hubieran hecho un pacto, la primera para negar el pecado y la segunda para no investigar ni castigar el delito. La jerarquía optó por el silencio y el encubrimiento. En el caso de la administración de justicia había un miedo reverencial a los obispos y al clero. La simbiosis no podía ser mayor. No olvidemos que vivíamos en un régimen de nacionalcatolicismo en el que los poderes estaban al servicio de la dictadura y el poder religioso la legitimaba. Mi impresión es que dicho miedo sigue manteniéndose hoy en un sistema en el que todavía quedan no pocos restos de nacionalcatolicismo.
¿Cómo ha evolucionado la visión de la sociedad sobre los abusos a menores? ¿Y en la Iglesia?
Hasta hace muy poco tiempo la sociedad, y la comunidad cristiana, eran desconocedoras de los crímenes. Ahora las cosas son distintas. Los casos de pederastia son conocidos y los pederastas tienen nombres y apellidos. En la sociedad se han creado asociaciones de víctimas que concientizan a la sociedad, denuncian a los pederastas, acompañan a las víctimas que tristemente siguen sintiéndose solas y reclaman la rehabilitación de la dignidad pisoteada y una justa y necesaria reparación por los daños causados que en muchos casos duran toda la vida.
En el seno de la Iglesia católica hay colectivos cristianos muy sensibilizados hacia el problema. Uno de los más madrugadores fue la asociación Iglesia sin abusos, creada en 2002 en una parroquia madrileña ante las agresiones sexuales de un sacerdote. Llegó a denunciar el caso ante la Fiscalía, ganó en la Audiencia y el Tribunal Superior confirmó la sentencia. El arzobispo (Rouco) fue condenado como responsable civil subsidiario.
¿Cuál es el papel de las víctimas, de los supervivientes?
Deben convertirse en el centro de las investigaciones. Sus relatos deben ser creídos, sus sufrimientos, compartidos, sus heridas, curadas. Son ellas las que tienen la verdadera autoridad, como afirmaba el teólogo alemán Johann Baptist Metz de las víctimas del Holocausto. Hay que anteponer la atención a las víctimas sobre la protección de los intereses de la institución eclesiástica, que tantas veces las ha olvidado, y no ha mostrado compasión con ellas.
Es necesario despatriarcalizar, desjerarquizar, desclericalizar, desmasculinizar y democratizar la Iglesia católica
¿Qué pueden hacer los cristianos ante esta lacra?
Una vez conocida su existencia, su magnitud y gravedad, los cristianos y las cristianas no pueden guardar silencio. Deben denunciarla, condenarla. ¿Cómo? Exigiendo cambios estructurales, no simples revoques de fachada. Es necesario despatriarcalizar, desjerarquizar, desclericalizar, desmasculinizar y democratizar la Iglesia católica. El Papa Francisco acaba de afirmar que es necesario desmasculinizar la Iglesia y escuchar a las mujeres para ver la realidad desde otra perspectiva. Hay que exigir a la jerarquía transparencia, la apertura de los archivos donde se encuentran las informaciones sobre agresiones sexuales cometidas dentro de la Iglesia católica, porque la verdad está por encima de la inviolabilidad de los documentos. Su negativa, que tienden a justificar en los Acuerdos con la Santa Sede, es un acto de encubrimiento de los pederastas y de complicidad con ellos. Hay que reclamar la eliminación del celibato obligatorio de los sacerdotes, y pedir la supresión de los seminarios tal y como están actualmente organizados: internados donde los aspirantes al sacerdocio viven segregados de la juventud, de la familia y de la sociedad.
¿No aprecia una desproporción entre las penas impuestas por el Código de Derecho Canónico a los pederastas y las aplicadas a las mujeres que interrumpen el embarazo?
Una desproporción enorme en perjuicio de las mujeres. La máxima sanción para los pederastas es la expulsión del estado clerical, que rara vez se aplica; la que se aplica a las mujeres que abortan es la excomunión latae sententiae, cuando los abusos sexuales constituyen un grave delito y el derecho al aborto está reconocido en la legislación de varios países, incluido España. Sorprende, asimismo, que sectores católicos ultraconservadores se dediquen a hacer escraches a las puertas de las clínicas abortistas y no los hagan en las iglesias y los domicilios de los sacerdotes pederastas que siguen ejerciendo el ministerio sacerdotal.
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