¿Por qué los chicos ya no andan más solos?: la crianza de la generación sin calle
Hace dos semanas vi la peli noruega “La peor persona del mundo”. Más que centrarme en el argumento, me perdí en la belleza de las plazas de Oslo y la vista panorámica de sus grandes parques. Mi pareja cuasi porteña, en cambio, reparó en algo distinto: los chicos yendo a la escuela solos. “No me sorprende, yo fui sola desde los 8”, espeté. “Pero eso era en Olavarría y hace mucho”, retrucó. Entonces me pregunté: ¿es sólo una cuestión de ciudad chica? ¿O Buenos Aires también fue así alguna vez?
Días después, un dato shockeante me respondió la pregunta: sólo uno de cada tres porteños menores de 13 años tiene permiso para andar por su cuenta. Lo dice un relevamiento del Instituto de Desafíos Urbanos Futuros (IDUF) y la consultora Sentimientos Públicos. Un número que genera nostalgia, pero sobre todo refleja nuestra relación con los espacios públicos y nuestras decisiones como sociedad.
No siempre fue así. Entre los encuestados nacidos entre 1960 y 1980, un 62% recordaba haber empezado a moverse de manera independiente antes de los 12 años. Ese porcentaje cayó al 52% cuando respondieron los nacidos entre 1980 y 1990, es decir, mi generación. Hoy apenas el 34% de los chicos de entre 9 y 12 años es autónomo.
“¿Cuál sería el problema?”, dirá la gente que naturalizó estas barreras. Por empezar, que la autonomía a esa edad es clave para que los chicos se desarrollen social y cognitivamente, más aún después de una pandemia. Que salir y jugar libremente les da más confianza para valerse por sí mismos. En criollo, que los hace “más pillos”.
También es algo bueno para los mapadres. ¿Cuántas cosas podrían hacer si sus hijos volvieran solos de la escuela o de una actividad extracurricular, o fueran a la plaza por sus propios medios con un horario pautado?
Generar autonomía en los chicos requiere tiempo, porque no es la forma habitual en la que hoy viven. Pero la recompensa es tiempo también: el que queda disponible gracias a no tener que llevarlos o traerlos. Y que puede ser usado para sumar algún peso con otro trabajo, si es que se necesita, o mejor aún descansar o hacer alguna actividad recreativa en lugar de ser “remiseros” de hijos, como les escuché decir a tantos.
“La peor madre del país”
Inseguridad, miedo al tránsito y una percepción de que “todavía no tienen edad suficiente” para andar solos: los motivos esgrimidos por madres y padres son variados. Pero poco se menciona la pulsión parental actual por controlarlo todo, menos la propia ansiedad. Juegan creencias, sobreprotección ante el mundo real (y no tanto ante el virtual), y un ojo que juzga mal a los progenitores que dan autonomía.
Para muestra, vale recordar a la bloguera estadounidense Lenore Skenazy, tildada de “peor madre de Estados Unidos” por haber dejado que su hijo de 9 años viajara solo en el subte neoyorquino.
No lo largó así nomás: le dio un mapa, plata para emergencias y monedas para llamar por teléfono. Su hijo hizo el camino sin problemas. Pero igual hubo polémica y etiqueta moralista. Lejos de dejarse intimidar, Skenazy redobló la apuesta: fundó el movimiento Free-Range Kids (Niños sin barreras), que promueve esta autonomía.
La doble fila
Cuatro de cada diez adultos creen que la Ciudad de Buenos Aires no está preparada para que los chicos aprendan a manejarse solos. Ese es uno de los argumentos de muchos de los que llevan a sus hijos a la escuela en auto aunque vivan cerca. Pero al final es un círculo vicioso: si se saturan las calles con vehículos, hay menos seguridad vial para que los chicos puedan desplazarse por su cuenta.
Así además se perpetúa la dependencia del auto para desplazamientos que podrían ser hechos a pie o en bici. Y los chicos tienen menos chances de aprender a moverse por la ciudad de forma autónoma y responsable.
De esa motorización creciente de la crianza, la doble fila es el peor síntoma. Según el Observatorio de Seguridad Vial de CECAITRA, la cámara que nuclea a las productoras de software de control vial, tres de cada diez habitantes del AMBA creen que la doble fila se puede tolerar, ya que es por la seguridad de los chicos. Un ámbito en el que deberían primar la accesibilidad e inclusión se convierte en caos altamente motorizado, es decir, en inseguridad.
Qué puede mejorarse desde la ciudad
Si leíste distraído hasta ahora, te lo resumo así nomás: para que los chicos ganen autonomía hay que cambiar actitudes y hábitos. Pero la ciudad también puede hacer algo. “Es muy difícil no tener miedo a equivocarte si sentís que estás largando solo a tu hijo a lo que pensás que es la selva. Pero si hay proyectos institucionalmente conducidos, ese peso se aligera un poco”, analiza Geraldine Oniszczuk, co-coordinadora de la investigación y parte del equipo del IDUF.
No pasa tanto por el acceso a infraestructura para chicos. En casi todos los barrios porteños hay una distribución aceptable. De hecho, los estudios indican que tiene más que ver con percepciones, sobre todo en torno a la seguridad.
Según un relevamiento de la Asociación Civil de Investigación y Estudios Sociales (ACIES) de julio de este año, la principal razón (33%) por las que la gente no usa los parques y plazas porteños es porque perciben inseguridad, sobre todo en el sur porteño. Excepto la Comuna 4, el mal estado de los espacios desmotiva a ir sólo en el 8,2% de los casos.
Sería interesante entonces seguir fomentando senderos seguros, no tanto desde la perspectiva actual de seguridad urbana (policías, domos y cámaras) sino desde la promoción de la autonomía, con más acento en los agentes de promoción existentes o, mejor aún, de tutores barriales.
En Bogotá, por ejemplo, se implementó el programa “Ciempiés”, con puntos de encuentro de los chicos para que vayan a la escuela sin sus padres, acompañados por tutores. Y aquí mismo en Buenos Aires hay una referencia que se puede ampliar: las experiencias de la Asociación Francesco Tonucci, para que los niños recorran una parte de su barrio de forma autónoma, sin la compañía de adultos.
Otro foco podría estar, más que en ordenar el tránsito vehicular de mapadres, en promover que los chicos no vayan a clase en auto. Incluso las escuelas y clubes podrían ayudar, permitiendo guardar útiles o materiales deportivos para evitar traslados que no hagan falta.
Todo esto muestra que hay más tela para cortar en materia de estrategias públicas a favor de la autonomía, aunque no sean necesariamente suficientes para cambiar los hábitos. Volver a imaginar una ciudad que dé espacio para las infancias es también una cuestión de confianza en la capacidad de la comunidad de proteger y educar.
Nos quejamos de la fragilidad de las nuevas generaciones, pero el debate, finalmente, no es sobre los chicos. Es sobre nosotros, los adultos, y cómo proyectamos nuestros temores en ellos. En los hábitos de crianza actuales hay un sentido común implícito respecto de lo que está bien y lo que está mal. Para correrse de eso, hay que problematizar: pensar qué es bueno para los hijos y qué pasa con madres y padres.
En una Ciudad como Buenos Aires, que tiene plazas con potencial, juegos de alta calidad en general y calles que podrían ser seguras, el desafío está en dejar de posponer lo que alguna vez dimos por sentado: que los chicos puedan ser dueños de sus propios pasos.
KN/DTC
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