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PURA ESPUMA

Los mega millonarios

Los mega millonarios Jeff Bezos (Amazon), Sundar Pichai (Google) y Elon Musk (Tesla), en la asunción de Donald Trump.
6 de abril de 2025 00:19 h

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De una hilacha de la columna anterior quedó colgando el recuerdo de Jorge Luis Borges sobre la premonición de George Bernard Shaw acerca de que los millonarios harían su revolución impulsados por el tedio, es decir por la tenencia plena de un tiempo libre “malo”, cuya traducción vital es el encierro (el encierro en el abismo).

No es que no haya ocurrido nunca, dado que no es otra cosa que tedio lo que se deduce, por ejemplo, de los reyes y sus reinados, plagados de entretenimientos: carreras de caballos, caza del zorro, orgías, bacanales, conspiraciones, jardinería, adulterios, parricidios, incestos, guerras de conquista.

Pero estaba claro que Shaw no hablaba de esos millonarios sino de los que su imaginación situaba en un futuro que quizás es este presente, en el que la revista Forbes acaba de actualizar su lista de los 3028 multimillonarios (una población de la escala de Robert, provincia de Buenos Aires) con fortunas superiores a los U$S3.000 millones.

Los primeros 10 de estos 3028 son el ganso australiano Elon Musk (Space X, Tesla, etc), el nerdazo Mark Zuckerberg (Meta), el comerciante minorista Jeff Bezos (Amazon), Larry Ellison (Oracle), Bernard Arnault (LVMH), el nonagenario que a los 11 años fundó una empresa y a los 13 pagó su primer impuesto Warren Buffett (Berkshire Hathaway), Larry Page (una de las cabezas de Google), Sergey Brin (la otra cabeza de Google), el gallego Amancio Ortega (Zara) y el ex empleado N°30 de Microsoft Steve Ballmer (dueño de Microsoft), entre los que suman U$S1.886.700.000.000.000.000. Del más rico se dice que tiene U$S230.700 millones; y, del más pobre, que tiene U$S118.900 millones (digo “dicen” porque si quisieran llevarse esa plata al bolsillo, el hecho sería imposible).

De estos diez príncipes de la plusvalía Musk, Zuckerberg, Bezos, Ellison, Page, Brin y Ballmer venden, sumando sus ofertas, autos eléctricos y viajes en cohetes que andan más o menos, softwares, buscadores de información digitalizada, respuestas bobas de IA, y cuentas en plataformas de redes sociales desde las que tanto se puede (incluso se debe) agredir a través de nombres propios y de terceros, como tirar thirst trap de beboteo, o imágenes falsas de éxito, o de felicidad o de movimientos por el mundo, estos últimos segmentados en los rubros “yo y el Coliseo Romano”, “yo y los gondolieri del Gran Canal”, “yo en el Maracaná”, “yo, sexo Ibiza y Locomía”, etc.

Ortega, en cambio, vende ropa de mediana calidad a precios medianos a medio mundo; Buffet vende pilas Duracell y comida chatarra en varias de sus formas; y Arnault, vende lujos, desde el cognac Hennessy hasta las bazofias de Louis Vuitton taladradas de iniciales: LV, LV, LV, LV, LV…

Pero de todos estos seres humanos con Síndrome de Diógenes de Monedas, Arnault es el único que tiene humos de mecenas. Mueve fortunas a través de la Fundación LVMH, que se destinan a becas, financiamiento de exposiciones, concursos internacionales para estudiantes de bellas artes y aprendices de violinistas que entrenan con Stradivarius de Cremona; más una deriva específica hacia el arte contemporáneo a través de la Fundación Louis Vuitton, y el gusto dado en vida al contratar a Frank Gehry para su museo en el Jardín d’Acclimatation de París. O sea, digamos: ¡oh, lalá!

Hay, en esa voluntad de Arnoult activada con tracción a esnobismo, remordimiento o sensibilidad artística, un modelo de acción que es el del acto gratuito. El hombre va a pérdida material sin problemas porque en esos desprendimientos, en el que unas pequeñas piedras caen de la montaña de su fortuna, la ganancia es espiritual. Ahí ya no hay fiebre por la mercancía, o la hay en términos de febrícula. Un mundo de artes y artistas gira por impulso de su poder, y la necesidad de que sea rentable es nula (aunque alguna gauchada fiscal habrá de recibir).

El mundo en el que se mueve Arnoult es moderno, es decir bastante antiguo, del siglo XX, cuando no del XIX. Lo contrario de lo que pasa con Elon Musk, que delira bajo la rosácea de la codicia y, haciéndose el genio que aspira a la comprensión universal (típico del genio de mercado), insiste en que la gente se mate trabajando, quizás sin saber que es una insistencia preindustrial que podría derivar en algún tipo de revolución marxista iletrada, llevada a cabo por trabajadores calificados en estado de esclavitud.    

Para que no se diga su vanidad no es la única referencia que toma para considerar cualquier cosa, Musk cae en la grasada argumental de ponerse como ejemplo “de lo que hay que hacer”. Inspiración e inspirado no salen nunca del mismo círculo de fuego: son lo mismo. De modo que como él llegó a trabajar 120 horas semanales, ahora quiere que todo el mundo lo haga.

 

Musk, en ese vértigo que deben sentir los seres humanos voluntariosos autopercibidos genios, olvida que ese régimen de esclavitud habrá de generar una alienación principal, la económica, y ya no habrá sujeto, si es que alguna vez lo hubo. El hombre, que presiona desde hace un siglo para hacer su pequeña revolución del tiempo, se cristalizará como mercancía. No importa que la alienación haya aflojado un poco en términos históricos en la sociedad posindustrial. Lo que quiere Musk es una Rusia de 1917 en las Gigafactorys de Tesla.

Cierta prensa llama a esa idiotez “filosofía extrema”. No paran de cargarse hileras de ladrillos en la Gran Muralla China de la Boludez. La frase de Musk: “nadie ha cambiado el mundo trabajando 40 horas a la semana”, da ese tipo de pudor que producen algunos ejemplares vergonzantes de la especie. Lo que quiere este genio es apropiarse cada vez más de lo que Marx llamó “el trabajo vivo ajeno”. ¡¿Trabajar más?! ¡¿En 2025?! ¡¿En la era del desarrollo casi pleno del robot?! ¿O será que tanto los robots-esclavos y los autos eléctricos empiezan a ser, de ahora y para siempre, el resultado excluyente de dos “revoluciones” chinas?  

Por lo pronto, Musk lo está ejecutando en los laboratorios de esclavitud estatal bajo la órbita de su Departamento de Eficiencias Gubernamental (DOGE), el escenario a donde se extendió su stand up de caprichos lunáticos, que pronto se estrellará contra el de Donald Trump, dueño provisorio del teatro de crueldades llamado Estados Unidos de América.  

Cuando el imperio atado con alambre de Musk se desplome, quizás quede en la memoria histórica (o, más probablemente, quizás no) el recuerdo de una persona que quiso hacerse pasar por genio, inventando todo lo que ya se había inventado: autos eléctricos, cohetes espaciales y -ahora- una Revolución Industrial donde germinará, por error, el muskismo-leninismo. ¿Cuál es la razón de que los covers de viejas invenciones tenga tanto éxito momentáneo? Que ya no hay pasado.

JJB/MF

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