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Cuando viajamos
Entre los papeles que guardaba mi padre, el periodista Luis Jorge Ramírez, encontré una lista de embarque de un vuelo desde Gran Canaria a Madrid en un DC-4 con 60 pasajeros, de los que 42 eran extranjeros. En la hoja se señalaba la atención preferente a un coronel del ejército y una estimación del peso total del pasaje y sus equipajes. Era 1957, con España sumida en la autarquía. No había más noticias que los partes oficiales. Los periodistas merodeaban por el puerto y aeropuerto por si alguna personalidad o alto cargo llegaba a la isla y les hacía unas declaraciones de cualquier cosa que no fuera contra los principios del Movimiento o la moral católica.
Los primeros turistas de la posguerra comenzaban a ocupar la playa de Las Canteras. Luis Jorge, además era miembro del Sindicato (luego se llamaría Centro) de Iniciativas y Turismo desde 1943, cuando había cumplido 25 años.
Lo curioso de ese listado de pasajeros es que en la parte posterior del papel mecanografió un artículo en el que reflexionaba sobre el viaje. No sé si se publicó, si era un borrador o sólo una meditación personal. Pero hoy, cuando son millones los pasajeros que llegan cada año a las islas, miro hacia aquellos primeros turistas de transatlántico o de aviones (unos pocos miles de viajeros al año) y pienso en todo lo que ha cambiado. La conectividad, la comercialización, los hoteles, los alquileres vacacionales, el low cost, o el fin del analfabetismo y los niños trabajando en la aparecería entre surcos borrados por el tiempo donde hoy pasean los migrantes climáticos del norte de Europa. Esos millones de seres anónimos que describió el periodista cuando el turismo era un espejismo o un sueño:
“Aunque sus rostros sean diferentes, el viajero, siempre, es el mismo: va o viene. Empieza a andar por la Rosa de los Vientos y viene a terminar al Norte, al Sur, al Este... Y sólo hay en él dos cosas fundamentales; su mirada y su silencio.
Luego cabe la tristeza del anónimo, del ser cuyo nombre ignoramos, circunstancia esta que le hace aún más lejano y fugaz. El hombre necesita rotularlo todo, incluso cuando transitamos por un cementerio descansamos leyendo nombres vulgares, en filas; y así nos parece tener biografía y relaciones y no nos sentimos perdidos ante lo desconocido, ante ese temer que, cuando niños, nos hacía preguntar el porqué de cada cosa y, siempre, nos hace felices ante la repetición, ante lo vulgar, ante lo conocido. pero no a nosotros, a los que nos gusta hallar un mañana inesperado, distinto, nuevo; a los que ansiamos a un hombre con palabras diferentes, extrañas, tal vez mejores que las que conocemos y, siempre, con la virtud de que no son conocidas, de que no traen la tristeza y el frío de la noria.
Y así, cuando nos miran los demás, nos sentimos un poco envueltos en ese mito de lo extraño y fugaz; aunque en el fondo una verdad inapelable nos va diciendo que, querámoslo o no, somos todos y siempre viajeros hacia el puerto del más grande vacío, y todo ello lo dice una múltiple sinfonía de minutos, segundos, latidos, vibraciones, nubes y noches...
Todo esto lo pienso, mientras en la borda del trasatlántico el viajero, uno, está contemplando la ciudad de paso, sin fe ni angustia; su geografía es distinta.
Nos gustaría hablarle. Le sorprenderíamos si le dijésemos lo que estamos pensando, aunque él, posiblemente, esté en este preciso instante imaginando lo mismo.
Pero hay como una universal conspiración entre todos y así, cuando viajamos, nos decimos cosas imaginarias y hablamos de cosas nunca jamás sucedidas; tal vez diciendo la vida que quisimos haber llevado. Lo hacemos todos, sin decir la verdad porque ella nos llevaría entonces a nuestra propia y común soledad, a esa soledad de los que viajan, de los que están lejos y solitarios.
No sé cuánto tiempo ha transcurrido... Casi de acuerdo hacemos ademán de proseguir nuestras rutas. Tal vez pude hablarle; pero hemos pasado sin decirnos una sola palabra, tras haber permanecido, enfrentados en un tenaz desafío; Nos vamos, ambos correremos y no sabemos quién más por el espacio y el tiemp. Tal vez recordando alguna vez este momento de soledades y, porque así lo ordena la vida, tal vez ni nos acordaremos ya nunca más de ello... como debe ser y como siempre corresponde a la forma de ser y de sentir del viajero“.
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