Tierra de campos

Hurgando archivos como un personaje de Luis Mateo Díez y desesperado por encontrar relleno, doy o topo con mi GRAN NOVELA RURAL. Proyecto que pretendía verter al lliôunès y acaparar premios provinciales e incluso alcanzar alguna cátedra. Como no se me ocurre nada y en el mundo no hay novedades, pues reproduzco con gran –ejem– desenvoltura algunos fragmentos. Capítulo II. De las fresqueras. El hombre rural es mañoso en múltiples disciplinas, pero no sabe armar o reparar un frigorífico no frost. Se me han jodido ya tantos que reconozco el olor de un escape de hidrofluocarbono tetrafluoroetano como el de las rosas o las hojas de las tomateras. El mecanismo de uno de estos excelentes artefactos es muy fácil de describir pero muy difícil de manufacturar y por eso debemos adquirirlos a cambio de dinero en comercios. Explicaré su mecánica. El compresor comprime un gas. Comprimir un gas lo calienta y su expansión lo enfría. El gas expandido enfría el… frigorífico. Los dos años que funciona. Podría contarlo peor, pero tendría que hacer un cursillo. Para que ese gas liberado y, me atrevería a decir, libertino, refresque debe ser conducido por unas cánulas, capilares o circuitos que, en teoría no deberían dejarlo escapar jamás, pero que, curiosamente, se agujerean con la misma facilidad –y en el mismo periodo de tiempo– que el calcetín de un transeúnte. Dejando escapar este gas, oprimido como una república exsoviética, a la atmósfera. La célebre fealdad trasera de estos electrodomésticos resulta así solo relativa. Quiero decir que es mayor su calculada sevicia. Capítulo III. Sobre los olores del agro y por qué son, para qué sirven y su problemática. Este capítulo y los siguientes, hasta el VII, solo tienen el título. A saber en qué estaba yo pensando o si lo hacía en absoluto. Capítulo IV. La tierra de las toperas. Mito y arcano. Capítulo V. De las armas y las letras y de por qué son más útiles las armas y de por qué las letras no valen ni para tomar por culo. Capítulo VI. De la chimenea. Tipos. El tubo. Capítulo VII. Rerum novarum. En el agro de la España vaciada, vacía y vaciante cuando nos referimos a las nuevas tecnologías de la comunicación hablamos sobre TODAS las tecnologías de la comunicación. El teléfono sigue siendo una nueva tecnología de la comunicación. Con la que se pueden entablar conversaciones con personas que ni siquiera están al alcance de la vista. Si han tirado cobre. Si no, pues está el móvil: cuya señal rebota en un satélite. Pero, claro, satélites para todos pues se conoce que no hay. Capítulo VIII. Sobre el arte de recibir. En la mitología griega, Anfitrión era el esposo de Alcmena, madre de Hércules. Mientras Anfitrión estaba en la guerra de Tebas, Zeus se hizo pasar por él. Ignoro por qué este poderoso dios se mortadelizaba constantemente. Yo creo que ser Zeus debía ser ya bastante impresionante. Aunque esta gente tenía unos caprichos rarísimos. Casandra rechazó a Apolo. ¡A Apolo! Debía estar esperando a que su novio acabara Filosofía y Letras. Enredar con los dioses –¡Apolo!– claro, llevaba consecuencias de tragedia griega: la condenó a ver el futuro y a que no la creyese nadie. A lo que iba: Zeus tomó su forma –la de Anfitrión, no la de Casandra– para amar a Alcmena en una noche que duró tres jornadas, tras lo cual ella quedó embarazada. Capítulo IX. En el que se cuenta la doma de las viviendas rurales. Le Corbusier afirmaba que una casa es una máquina de vivir. Una casa de campo es una máquina de tocar los cojones. Indómita. Y hasta aquí copipego. En el Capítulo X –Nulla nomine est– empiezo a disparatar sobre los nombres –y comportamientos– de pájaros y árboles. En serio. Dios santo. ¿Por qué? ¿Me atreveré a reproducirlo la semana que viene si sigue sin ocurrírseme nada? Soy muy capaz.