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Consularum quoque traditur destinasse
En la larga lista de emperadores que gobernaron el Imperio romano hubo unos cuantos que destacaron por ejercer el mando de forma caótica, tiránica y rayando la locura. De hecho, fueron los responsables de que exista una categoría denominada “emperadores locos”, con independencia de la dinastía a la que pertenecieran o al momento histórico en el que se encontraran. Todos habremos escuchado en algún momento, visto en películas, series o documentales, las excentricidades de un Calígula al casarse con su hermana y abrirle el vientre para sacar a su futuro hijo; a Nerón y su imagen tocando la lira mientras la ciudad de Roma ardía; a Cómodo luchando como un gladiador más en las arenas del Coliseo o a un Caracalla manchando sus manos de la sangre de su hermano Geta. Así es como los historiadores de su momento los retrataron en las biografías o crónicas de sus gobiernos, dejando fijada la idea de que hubo emperadores “buenos” y emperadores “malos”.
Sin embargo, el hecho de que dependamos enormemente de estas únicas fuentes escritas nos condiciona a la hora de llegar a conocer cuánto de verdad podía haber en estos relatos, y cuánto de propaganda o intereses particulares. Lo que nosotros conocemos como Imperio romano, en realidad fue el resultado de un proceso político de acumulación del poder en manos de un individuo, el primero de todos Octavio Augusto, pero sin romper abiertamente con el sistema de gobierno republicano. Esto significaba que, en la práctica, se mantuvo un senado y una aristocracia patricia que de una forma u otra buscaban seguir participando e influyendo en las decisiones políticas, militares y económicas que afectaban a los territorios bajo dominio romano. Muchos de los emperadores eran conscientes de esto. De hecho, sabían que mantenerse en el poder dependía de ganarse el apoyo de la élite romana, representada en los senadores que, aunque ya no regían la política romana, sí que tenían capacidad de influencia y de apoyo. De esta manera, si leemos los relatos de historiadores como Suetonio, Tácito o Dión Casio, veremos que en buena medida la fama de “buenos emperadores” que se vincularon a personajes como Octavio, Claudio, Vespasiano, Trajano o Marco Aurelio, se debe a que fueron gobernantes que no se enfrentaron abiertamente al senado y a la nobleza romana. Se podría decir que ejercieron un mandato en colaboración senatorial. Por otra parte, el inicio de las “locuras” atribuidas a los “malos emperadores”, se suele vincular al momento en que estos empiezan a tomar decisiones de forma unilateral y van dejando a un margen cualquier ejercicio de control o consulta por parte del senado. La manera en que se describen estos ejemplos de mal gobierno refleja una especie de desafío hacia la autoridad representada por el senado romano. La anécdota que identifica esta afrenta de forma más evidente es el relato recogido por Suetonio en su Vida de los Doce Césares (IV, 55), quien describe el gran aprecio que el emperador Calígula tenía por su caballo Incitato. Hasta tal punto era su predilección, que no solo mandó construir unas caballerizas de mármol, sino que “consularum quoque traditur destinasse” (hasta se dice que le destinaba el consulado).
Una historia como esta no puede sino servir para reforzar la extravagancia y falta de cordura de quien es capaz de protagonizarla. Pero si ponemos en perspectiva la voluntad que hay detrás de quienes nos la transmiten, podemos alcanzar una interpretación algo diferente. Si Calígula está dispuesto a nombrar cónsul a su caballo – recordemos que el consulado era la más alta magistratura en la Roma republicana y durante el imperio era casi como actuar de primer ministro imperial – es porque el mensaje que está queriendo enviar es doble. Por un lado, que tiene tan controlado el poder que es capaz de reírse del significado de los cargos que hasta ese momento han sido ejercidos por las senadores, aquellos que se consideraban los legítimos depositarios del derecho a gobernar. Y por otro lado, porque sabe que goza del apoyo popular que le permite ridiculizar la política tradicional y ejerce su gobierno de forma personal y sin tener que rendir cuentas a nadie.
Los ejemplos de este tipo de gobernantes no se limitan exclusivamente al pasado remoto de la antigua Roma. La historia nos ha dejado episodios de individuos que al alcanzar el poder, luego lo han ejercido de forma despótica, amparados en un respaldo popular más o menos generalizado. La denominación de estos personajes como “tiránicos” entroncaría con el significado original que esta palabra tenía en las ciudades griegas de la antigüedad. Un tirano era aquel que llegaba al poder con el apoyo del pueblo (demos) y ejercía una política populista rompiendo con los intereses de las clases dirigentes del momento. En nuestra más reciente actualidad nos enfrentamos a un momento en el que la política internacional va a estar definida por el poder ejercido por un personaje que ha vuelto con un enorme respaldo popular. La tentación de reducir sus actuaciones al apelativo de “locura” no sería sino un deseo de vincular a una incapacidad personal lo que parece que responde a otros intereses más abyectos. En menos de un mes ya hemos sido testigos de decisiones equiparables al deseo de nombrar cónsul a su caballo. Es decir, manifestar la voluntad de desafiar la manera como hasta el momento se ha ejercido el orden internacional. La respuesta que adopten las gobernantes, la actitud que tomemos cada uno de nosotros que tenemos la capacidad de elegir a nuestros representantes, determinará que los próximos cuatro años puedan ser recordados como el mandado de un “emperador loco”, o el momento en que el imperio que ha ejercido su hegemonía desde mitad del siglo pasado perdiera definitivamente su capacidad de influir en la política mundial.
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