Cien años de un hombre bueno

¿Qué sería Luis Cobiella Cuevas hoy? ¿Qué pasaría si de algún modo hubiese sido eterno?
Este domingo se cumplen cien años de la existencia de un hombre bueno. Luis pasó por la tierra descalzo, sin dejar huella. No hizo falta, y no porque caminara sobre el aire, más bien; el aire, el camino, la tierra, la huella se adentraron en él. En eso consiste ser una persona buena, cuando la vida se adentra y no sale.
Un hombre genial, más que un genio, un abuelo amigo, padre, maestro, profesor, músico, químico, creador, humanista, humilde, calmado, de Concha Capote, de amor, de generosidad, isleño, del mundo, diputado de lo común, más que del común, defensor del pueblo y sus gentes. Luis enseñaba a aprender, daba igual el conocimiento tan voraz y estremecedor. Me enseñó a ser nieto, pero también a ser amigos. De esa parte de que los abuelos saben que nos inculcan tantas cosas buenas, y nosotros los nietos sabemos que aprendemos muchas cosas buenas. Así de simple y entrañable. Y aquí no hay dudas o no deben existir. Un abuelo es infinito, es el corazón intacto y delicado que acompaña y abraza, que deja entrar la herida y el dolor, es regazo y refugio, es un corazón que se precipita y se calma, que late con tanta fuerza que el mundo gira por esa razón. Luis y su ‘extraordinariedad’.
Luis es el mundo libre que se atrapa para salvarnos. Aún está, aunque el mundo no sea libre. O al menos espero que haya vuelto a nacer, además de la resurrección en nosotros, en otra parte del mundo, siendo Luis, el mundo extraño podrá besar. Como aquella canción de un hombre que lo besaba todo y descubrió que al mundo le habían salido labios.
Ojos de un color indefinible, de una belleza incalculable. Profundizó tanto en la humanidad que nadie sabe donde está, al mismo tiempo que lo admiramos. Por esa razón, más que por lo que hubiera conseguido. Un hombre solitario y de todos, también al mismo tiempo. Entregado a una vida de creatividad y amabilidad, consciente en todo momento. Pocas veces faltó al equilibrio, supongo que la vida que le vino dada, entiéndase perfectamente imperfecta. Poco tiempo antes morir, su muerte fue dura y bondadosa, en un momento de lucidez, me dijo que aún no había terminado de aprender, a sus ochenta y tantos años, aún no había terminado de aprender. Era querible, de amar.
Además, domingo. Domingo de subir a El Llanito, dar un paseo, su despacho y lo nuevo, la corchea nueva, el órgano que aún está, la espera, el almuerzo, el estar debajo del drago, de la parra, en aquellos sillones de mimbre que se hacían cómodos. Las visitas de los amigos, Wagner, las diapositivas de antaño, los recuerdos de la parrita, un viaje de recuerdo en El Barrial, Don Juan Canario, ‘las agüitas de concha’, los queques, los nietos queriéndose quedar a dormir, informe semanal, un debate, un beso de buenas noches en la frente, y cuatro esquinitas tiene mi cama, y el cuento de la cucarachita, el amor a ella, la alegría de estar juntos. Y también he desayunado temprano, el cuento es real, un pan ‘calentito’ con mantequilla, un café con leche oscuro, con la mirada en algún lugar, esperando que el recuerdo se refugiara en mi tiempo, sin la prisa, con la ternura completamente alcanzada para poder llegar a ti. Me he sentado en tu sillón, creyendo que volverías, creyendo con certeza que estás allí. Aún conservo tu olor.
Hoy Luis, que no es eterno, sigue siendo Luis, y con eso basta. Todos hacemos Luis, y con eso basta. Cien años de un hombre bueno que no para de existir. Te recordamos abuelo como todos los nietos y nietas recuerdan a sus abuelos; quiéranlos como si no hubiera un mañana, aunque no estén, porque esa es la salvación de la ternura, y con ello también seremos personas buenas.
Gracias Alilo, tu nieto Pablo, en el día de tu cumpleaños.
Pablo Díaz Cobiella
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