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La historia (real) de Doña Carmen

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Hoy cuento una historia real, recordada estas navidades, cuando pasé de nuevo por aquella parada frente a la ferretería de mi abuelo. Una de esas historias que marcan una vida, aunque solo seas consciente de ello mucho más tarde. Marcó la mía.

A Doña Carmen la metieron en un barco para Venezuela en cuanto se cerraron las heridas que casi la matan.

Entonces era solo Carmencita y no llegaba a los 20 años. La mandaron sola, sin casar, y con la excusa de “sacarla de la locura”. Porque en los años 70, aunque se empezaba a respirar democracia, todavía vivíamos en un mundo donde las mujeres no podían alzar la voz sin ser castigadas.

Supe de esto cuando tenía 8 o 9 años, sentada en el escalón frente a la parada de la guagua. Carmen había regresado de Venezuela y ahí estaba, en la parada, estoica, agarrando con fuerza su bolso mientras esperaba. Podría haber evitado aquella parada, las risas y los comentarios, pero no lo hizo.

Yo la miraba y ella, al igual que yo, escuchaba. Los comentarios del Cojo y sus secuaces, incluido mi abuelo. Un grupo de caciques de pueblo contando sus andanzas con la misma impunidad de siempre. “Carmencita ha vuelto, ¿te acuerdas?”.

Y claro que se acordaban. Se acordaban de cómo la llevaron al monte para violarla, de cómo la dejaron allí, atada y desnuda, para que su familia la encontrara. Debería haber muerto, pero no lo hizo. Y ellos deberían haber acabado en la cárcel, pero tampoco lo hicieron. En lugar de justicia, a Carmencita la subieron en un barco.

Pero volvió. Desde Venezuela, agarrando siempre su bolso, con la dignidad que nunca pudieron quitarle.

Aquel día entendí a medias por qué aquel verano mi madre me dijo: “Ana, al Cojo no te acerques, aunque te llame. Te das la vuelta y te vienes a casa”. El resto de la historia la terminé con lo que me contaron las vecinas.

Yo no olvido a Doña Carmen, de luto en aquella parada. Y ahora entiendo por qué mi abuela rezaba el rosario cada día.

Esta historia es para visibilizar a todas las Cármenes. A todas las Manuelas (mi abuela) que lo sabían y lo escondían y a las madres que intentan proteger a sus hijas de una cultura que todavía hoy puede matar impunemente.

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