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Violencia de libro

Un mujer con un cartel en el que se lee: 'Violencia vicaria' en una concentración feminista el 11 de junio de 2021, en Santa Cruz de Tenerife
25 de marzo de 2025 18:13 h

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Asistimos a un debate manipulado sobre libertad de expresión y censura, construido sobre un silenciamiento previo. El libro El odio objetivamente proporciona un nuevo altavoz a José Bretón, el criminal machista que asesinó el 8 de octubre de 2011 a los hijos de Ruth Ortiz, quemando sus cuerpos y fingiendo que se habían perdido en un parque, como venganza contra su esposa, según los hechos probados de la sentencia, por no aceptar la ruptura de una relación de maltrato.

Quienes priorizan su libertad por encima de todos los demás derechos y libertades, en particular los de las mujeres -eso sí es un clásico-, conocen los límites legales, establecidos en el artículo 20.4 de la Constitución de 1978: “La libertad de expresión y difusión de pensamientos, ideas y opiniones tiene su límite en el respeto a los derechos fundamentales, especialmente al honor, intimidad, propia imagen y protección de la juventud e infancia”. Todas las editoriales deben saber que, según la ley (LO 1/1982, reformada en 2010), es una intromisión ilegítima en los derechos fundamentales de las víctimas “la utilización del delito por el condenado para conseguir notoriedad pública u obtener provecho económico, o la divulgación de datos falsos sobre los hechos delictivos”. Ya veremos si su contenido, además de violar esos derechos a la intimidad personal y familiar de las verdaderas víctimas, puede considerarse que quebranta la condena de prohibición de comunicación con Ruth y con sus padres por cualquier medio, directo o indirecto, durante cuarenta años. Eso lo decidirá la justicia, que por el momento ha denegado en la vía civil la medida cautelar interesada por la Fiscalía, por no haber podido valorar el conflicto de derechos al carecer del libro.

El debate está manipulado de antemano porque la única alternativa posible, una vez escrito y editado el libro, es impedir o no su difusión. Pero la responsabilidad de que no haya más alternativas que esa dicotomía es de quien decidió, voluntaria y conscientemente, no dar agencia ni voz siquiera a la víctima principal, una mujer que sigue viva pese al crimen devastador: se le ha impedido saberlo, contradecir las mentiras, prevenir o prepararse, y como consecuencia, ha sufrido un daño adicional catorce años después. Por eso solo ha podido pedir que se detenga. Ante ello, el patriarcado no solo la critica, sino que pretende erigir en víctima, merecedor de público apoyo, a quien causa un daño previsible y evitable, y admite haberse ahorrado esa comunicación para que no interfiriera en su proyecto personal. Si decides dar altavoz a un asesino machista contando solo su versión y difundiendo sus mentiras, las que dijo en el juicio u otras nuevas, tienes que saber, como sabe cualquiera que pisa una cárcel, que se presentará como víctima, y que si envías sus mensajes al exterior, tienen una destinataria a la que él tiene prohibido dirigirse. Es una ofensa intelectual muy propia de estos tiempos sostener ese análisis de brocha gorda entre libertad y censura, simulando defender la fina pluma de la literatura, eso sí, con el prefacio del máximo respeto a las víctimas del terrorismo machista. Ampliemos un poco la mirada y el debate.

Hablemos de la violencia de género. Lo mínimo para comprender que es una violencia específica, distinta al resto, que tiene mil caras y utiliza cualquier instrumento al alcance del agresor. Incluido un libro. Una violencia con tantas modalidades de actuación como vidas a las que afecta (600.000 mujeres al año, sin contar otras víctimas, según los datos oficiales, de las cuales casi 200.000 denuncian). Un hombre machista está convencido de que tiene derechos sobre las mujeres, reclama su “patria potestad”, considera a “su” mujer, hijos e hijas no como personas y sujetos de derechos, sino como objetos de su propiedad. Cuando nombran a sus hijos, reales o potenciales, como “sangre de mi sangre, no personas para criar o educar, sino para perpetuar la especie”, difunden el manual del patriarcado escrito durante siglos de historia con la sangre de sus víctimas, no la suya.

Partiendo de esta evidencia, cuesta menos comprender las violencias vicarias e instrumentales, directas e indirectas. En 2025, una “violencia de libro” no es solo un cadáver ni un ojo morado.

Ha costado décadas asumir que es violencia romper objetos de la casa sin tocar el cuerpo de la mujer e infancia que lo presencian. Una intimidación que ahora nos parece obvia.

También se ha aceptado ya socialmente la violencia vicaria, que es legalmente violencia de género desde 2021: la que utiliza a los hijos -u otras personas allegadas menores de edad- como arma o meros instrumentos de la violencia contra la mujer -otra vez objetos, no personas- para golpear donde más duele. No son solo los casos de asesinatos: conocemos miles de víctimas de violencia machista que pasan con angustia y miedo cada hora de régimen de visitas del agresor y en vela cada noche. Aunque hayamos conseguido cambiar la ley y que la regla general sea suspender los contactos ante los indicios de violencias machistas, aún hay gente que defiende, contra toda evidencia, que un maltratador puede ser un buen padre.

Hablemos de otros casos reales de violencias instrumentales, un poco menos directas que un puñetazo: el abuso de propiedades comunes, desde el coche hasta el piso, para que ella reciba multas y embargos o sea desahuciada. Recuerdo un atestado con imágenes de una víctima de maltrato a quien el Juzgado obligaba a compartir por quincenas el hogar, donde permanecía el hijo común, y lo recibió pintado de negro, asquerosamente sucio y lleno de material pornográfico y preservativos usados. Un exmarido que adquirió el edificio entero sin residir en él, por el alejamiento. El que compró acciones de la empresa para adquirir la mayoría social y que ella pasara a ser su empleada. El que operó a su exmujer, realizó mastectomía bilateral y prescribió ovariectomía. El que utilizó las portadas de las revistas de cotilleos para que toda España creyera que ella era una mala madre. El que daba la dirección de su ex y fotografías a los compañeros de módulo que salían de permiso. 

Por supuesto, el uso y abuso de las instituciones, en particular de la administración de justicia. Cuando el Código Penal castigaba como falta el incumplimiento del régimen de visitas, había hombres que conseguían tener a sus ex parejas más horas en los Juzgados que cuando trataron de retenerlas en casa. “No denuncia para ver al niño, sino a mí”. Qué mujer separada no recuerda que el cumplimiento de las visitas condicionaba su horario, sus ingresos, sus pocas actividades de ocio, vacaciones, celebraciones familiares. Algunas sentencias o acuerdos permitían al hombre un control mayor que cuando convivían. 

Porque de eso se trata: del control. Del poder sobre la vida de la otra persona, de la mujer como persona subordinada, obligada -lo estuvimos legalmente en el franquismo- a obedecer y seguir al marido, a estar pendiente de sus deseos. 

Hablemos de la evolución de las formas de quebrantamiento de condena, cuando la pena incluye la prohibición de comunicación por cualquier medio, directo o indirecto: antes se consideraban sólo delito de quebrantamiento las expresiones dirigidas a la víctima por el delincuente; ahora también por terceras personas, no solo por mensaje sino también por los estados o perfiles en redes sociales o aplicaciones de mensajería; canciones, fotografías, llamadas sin mensaje… y por supuesto, un libro puede ser perfectamente instrumento de ese delito, otra violencia machista del delincuente. La protección legal de las víctimas, tanto las mujeres como las criaturas, que conlleva la suspensión de visitas con el agresor, parte de la evidencia de que, una vez perdido el control sobre ella tras la separación personal, el agresor busca nuevas vías para estar presente en su vida y continuar haciéndole daño. Sabiéndolo, es más difícil que la gente peque de ingenuidad, siendo consciente de cuándo se le está facilitando una nueva vía de contacto, que es un factor objetivo de riesgo de violencia. 

También debemos tomar conciencia de la jactancia del crimen, una actitud sobradamente compatible con el arrepentimiento formal, la confesión del delito e incluso la reparación meramente económica del daño, reconocidas incluso legalmente como atenuantes, carentes de un mínimo enfoque de género en el conocimiento y la comprensión de esta violencia estructural.

Finalmente, tampoco se ha destacado estos días que el criminal no solo mató a sus hijos: fingió su desaparición pretendiendo torturar a la madre de por vida, condenarla a creer que estaban vivos y convertirla en una mujer errante en eterna búsqueda, negarle hasta el duelo y el ínfimo consuelo humano del entierro. Como hizo diez años después Tomás Gimeno con las hijas de Beatriz Zimmermann en Tenerife. Un intento de máximo control sobre la vida de las mujeres: el castigo infinito por pretender vivir como seres humanos libres e iguales. El apoyo social a los agresores machistas es aún demasiado flagrante en los medios, en el fútbol, en las redes, como para seguir alegando ignorancia. Quienes tienen altavoces y deciden quiénes tienen voz en los debates, han hablado muy poco esta semana de esa libertad, la de las mujeres. Y de los silenciamientos, castigos y violencias sistémicas, en las que algunos viven como peces en el agua. 

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