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#Muerta sí te creo

La ONU condena a España por negligencia en un caso de violencia de género

Victoria Rosell

He leído en varios medios de comunicación que “en poco más de 48 horas ha habido cinco víctimas de violencia de género”. Ojalá. No me malinterpreten: ojalá ninguna. Pero no son cinco.

Hay cinco mujeres asesinadas, dos de ellas niñas de 7 y 3 años, Nerea y Martina, en Castellón, y tres adultas: Maguette, en Bilbao; Nuria en Maracena (Granada), y Manuela, en Torrox (Málaga).

Víctimas de esos presuntos asesinatos, según la ley, son como mínimo Itziar, la madre de Nerea y Martina; las dos hijas de Maguette, de solo 2 y 4 años; el hijo de Nuria, de 12, y los dos hijos de Manuela, de 3 y 16. Sin contar otras personas de sus familias. Ni el entorno, claro. Sería demasiado contar.

Víctimas de violencia de género son muchísimas más. Las mujeres que hoy han sido discriminadas, insultadas, amenazadas, humilladas, acosadas, manoseadas, abusadas, maltratadas, golpeadas, mutiladas, violadas, por ser mujeres. Las que han acudido a la policía, a la fiscalía, a los juzgados de guardia; y las que no. Las que han ido a los servicios sociales, a los centros de salud, a los centros de atención, y las que están en casa. Las que han sufrido hoy violencias machistas en el trabajo, en el transporte público, en la calle, en el hogar, en las instituciones.

Pero nuestras víctimas oficiales son cinco. Las muertas. Las que ya solo nos exigen muestras de dolor. No las que están secuestradas en sus casa, en sus vidas, en sus relaciones. Las que, atrapadas en una rueda de dependencia, aguantan todo por sus hijas e hijos. Las que olvidaron cómo se dice “no”, y “yo”, las que sueñan con hacer una maleta y cerrar una puerta. Las muertas en vida porque les han arrancado a sus hijas e hijos.

Por favor, hagan una prueba: digan en su círculo – el que prefieran- “Hoy ha habido otra víctima de violencia machista”. Gran consternación. Después digan “Está viva. Y denunciándolo”. Verán ante sus ojos cómo el grado de credibilidad disminuye proporcionalmente a los signos vitales de la mujer.

Eso es lo que nos pasa. No creemos a las mujeres. A las víctimas de otros delitos, sí. Nadie duda a priori de un robo ni de un hurto. Y hay denuncias falsas, más desde la crisis económica de la que dicen que hemos salido, aunque en los juzgados de guardia no veamos más que miseria. Ni creemos ni queremos a las mujeres.

Somos perfectamente capaces de apreciar un robo con intimidación en un portal de Pamplona si cinco hombres rodean a una señora y, sin más, le “piden” el bolso. Nadie se plantea que se lo diera voluntariamente porque tuviera ganas de ser robada. Nadie le exige que diga “no”. Pero dudamos de la intimidación a una joven rodeada de cinco animales autodenominados “manada”.

Reflexionemos sobre esto. Tenemos una obligación asumida en el Convenio de Estambul del Consejo de Europa sobre prevención y lucha contra la violencia contra las mujeres y la violencia doméstica aprobado el 11 de mayo de 2011, suscrito por España el 6 de junio de 2014 y que entró en vigor el 1 de agosto de 2014, que recoge la necesaria formación de los profesionales implicados en prevenir, investigar, castigar y reparar los perjuicios ocasionados por los actos de violencia incluidos en el ámbito de aplicación del convenio.

También el Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer de Naciones Unidas (CEDAW) en Dictamen de 16 de julio de 2014 correspondiente al caso presentado por Ángela González Carreño (representada por la asociación Women's Link Worldwide) contra España, formuló a este Estado, entre otras recomendaciones, la de proporcionar formación obligatoria a la judicatura y personal administrativo competente sobre la aplicación del marco legal en materia de lucha contra la violencia doméstica que incluya formación acerca de la definición de la violencia doméstica y sobre los estereotipos de género, así como una formación apropiada con respecto a la Convención, su Protocolo Facultativo y las recomendaciones generales del Comité.

Cuando humillamos, menospreciamos o discriminamos a cualquier mujer, cuando participamos del machismo, socialmente estamos alimentando un estereotipo discriminatorio adicional sobre la credibilidad de las mujeres y niñas. Cuando despreciamos la palabra de una mujer, estamos contribuyendo a agrandar la brecha de género, aumentando la desigualdad que genera dependencia y violencia.

La violencia machista no es un problema penal ni de ochenta casos al año, es social y estructural. Hay muchos juicios, pero muchos más prejuicios. Tenemos que asumir nuestra responsabilidad colectiva y dejar de sembrar y regar la discriminación de género. Todos los instrumentos legales y todos los medios serán insuficientes si no cambiamos esto. Admitámoslo y dejemos de decir a las mujeres “nadie creerá en vosotras hasta que hayáis muerto”.

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