‘1936’ para saber, recordar, reafirmar
![Teatro Cuyás, en Las Palmas de Gran Canaria.](https://static.eldiario.es/clip/a41db825-c7e0-48ab-829e-40e028ec8037_16-9-discover-aspect-ratio_default_0.jpg)
Una vigorosa agitación a la conciencia. Un severo «mira, coño, no bajes la guardia». Un aleccionador «no olvides nunca». Un temible «pasado futurible». Un certero «cuidado con los mentirosos». Un desasosegante «¿se está repitiendo?». Una intensa solidaridad con los damnificados, «el pueblo, siempre el pueblo». Cuatro horas de impactos visuales, sonoros, cinéticos y verbales; e intelectuales; y, sobre todo, morales. Desgarradoramente morales. El amor a la vida, a la concordia, a la inteligencia, a la ciencia, a la igualdad, son negociados de la moral, quehaceres morales que convierten a sus quebrantadores en seres inmorales; y, de paso, con ello, en asesinos, en despreciables, en ignorantes…
Al margen dejo la impecable manufactura técnica del producto. Ahí, en un apartado lado, sitúo aquello en lo que ahondaría una crítica literaria teatral que se precie. Aunque humilde y pobre sea la mía, imagino (supongo, intuyo…, quiero creer) que comparte con las estimables un cuadrante valorativo similar, donde solo es posible reconocer con las puntuaciones más altas los aspectos que conciernen al ejercicio dramatúrgico: actrices y actores, tanto principales como secundarios, im-pre-sio-nan-tes (por encima del calificativo que se encuentre en el más elevado lugar del escalafón); el guion, igual; los elementos escenográficos perceptibles, lo mismo; y también cuantos, entre bastidores, han logrado que funcionaran con una asombrosa fluidez las incontables transiciones protagonizadas por los numerosos personajes reales y simbólicos que circulaban por el escenario; y la dirección, y… Sostengo, tras lo visto el sábado quince de febrero de dos mil veinticinco, por la noche, en el Cuyás, que ha nacido un clásico. ¿Qué presencié? Una obra soberbia, un transatlántico teatral que desborda por su grandeza y que surcará los océanos de las artes escénicas nacionales e internacionales durante tanto tiempo como sus promotores quieran.
Mas no le concedo a la pieza referida la condición de clásica porque se haya desarrollado del impecable y admirable modo con el que lo hizo, y cumpliera sobradamente con el propósito que se espera alcanzar en todo quehacer creativo que se comparte: que se dé por bien empleado el rato que se le ha dedicado. En este caso, a las dos virtudes apuntadas conseguidas, le añado una tercera sumamente significativa para mí: el mensaje, perceptible gracias al poso que ha generado su asimilación y a la constatación de cómo se ha depositado, una vez más, en los cimientos del entendimiento. El mensaje, sí, repito; y con él, la asunción de su imprescindibilidad; y con ella, la perenne reafirmación de que la cultura siempre será la única arma válida para acabar con los inmorales.
Conocer los hechos de entonces… (entre tantos: los ataques inmisericordes a la II República desde su proclamación en 1931; la falta de cohesión y firmeza de la izquierda para crear un frente común que sirviera para repeler a los enemigos del legal y democrático Estado republicano; la conchabanza del poder financiero y empresarial con los militares y los políticos sin escrúpulos; el golpe de Estado, ese alzamiento contra el pueblo promovido con el apoyo de naciones criminales como la Alemania nazi y la Italia fascistas; el abandono internacional de muchos países cercanos y, supuestamente, amparadores de los valores democráticos, que deberían haber acudido en defensa de nuestra República; los lugares teñidos de sangre inocente —Badajoz, Almería, Guernica, Ebro…, España entera, digámoslo ya—; el enmudecimiento cómplice y anticristiano de la Iglesia católica —«A Dios rogando y con el mazo dando»—; el hambre, la miseria, la podredumbre; el exilio —Francia, México…, la URSS, ay, los niños, acogidos para que pudieran tener un mínimo plato de comida, un techo, un algo parecido a un hogar—; las cunetas repletas de españoles que piden desde hace casi un siglo —falta menos de tres lustros para el centenario del final de la guerra— una reparación a su dignidad y volver al sitio donde los suyos llevan demasiado tiempo esperándolos), conocer los hechos, repito, estos hechos, obliga a los concienciados a una perseverante militancia en su recuerdo y a la determinación moral e intelectual —más racional que nunca— de no permitir, por una parte, que sean silenciados por quienes, sabiendo la verdad, prefieren el infundio; y, por otra, que sean ignorados por quienes tienen el derecho y, a la vez, la responsabilidad de estar al tanto de ellos, bien por ser españoles, bien por ser personas defensoras de los derechos humanos con independencia de su condición. Hay que insistir en que los enumerados no son acontecimientos pretéritos, lejanos, distantes. No, no lo son; aún son de ayer, están frescos, vigentes en las habitaciones del conocimiento y todavía duelen, y desesperan, y aíran.
Hay que reafirmar la necesidad de la remembranza porque el pasado sangrante reclama siempre del hoy un acuerdo colectivo para su cierre, una alianza fraterna que ayude al aplacamiento de cualquier sufrimiento y de ese lacerante peso en el ánimo que ocasiona la impotencia; y porque el presente, con los inmorales en puestos decisivos y proclamando con desfachatez la conveniencia del olvido, no puede ser la plataforma para que se repita en el futuro lo que tenemos claro que nunca, jamás, ha de volver a darse: otro 1936.
Conocer los hechos de entonces nos ha de permitir estar advertidos ante los actuales; entre tantos: los ataques inmisericordes a la democracia y a los más elementales derechos de la ciudadanía, y los incontables impedimentos para que sea posible una reforma constitucional acorde a la realidad de la España del primer cuarto del siglo XXI; la tradicional falta de cohesión y firmeza de la izquierda para crear un frente común que sirva para repeler a los auténticos enemigos del Estado democrático —identificables por su patriotismo de chichinabo—; la continuada conchabanza del poder financiero y empresarial con los políticos sin escrúpulos; el encubierto golpe de Estado que se está produciendo gracias a la confabulación de numerosos medios de comunicación y de miembros de la judicatura que ocupan puestos destacados; la desidia de Occidente, supuesto entorno que defiende los valores democráticos, a la hora de acotar a la extrema derecha y sus bulos; los lugares teñidos de inquietud doméstica por la precariedad en las retribuciones laborales, en la disponibilidad de viviendas, en los servicios sanitarios, en los recursos educativos, en el transporte, en el coste de la vida…; la cómplice y anticristiana laxitud de la Iglesia católica para señalar a los que, proclamados como afines, lo único que siembran es maldad…
Nunca más otro 1936. Nunca. Por eso, bienvenido y bien hallado, bien difundido y bien conocido sea 1936.
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