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La novia de Charles Manson os quiere a todos

Charles Manson y su novia.

Raúl Minchinela

Él, 79; ella, 25. Charles Manson, el asesino convicto más famoso de Estados Unidos, tiene novia. Luce en su frente una equis grabada, como la que tenía el propio Manson antes de convertirla en una esvástica. Su prometido la llama Star (estrella). Proviene de una familia religiosa que vive en la otra punta del país, pero se mudó para estar cerca de su hombre. La joven coprotagoniza el extenso artículo que ha publicado este mes en EEUU la revista Rolling Stone, que ha conversado con Manson durante dos años.

Como en los cuentos, ganó el amor. Aunque el texto habla extensamente de su trayectoria pasada y su vida actual, los medios se han hecho eco de una frase de la chica: “Nos vamos a casar”. Da igual que, tres párrafos más adelante, el propio artículo niegue la boda o que Manson la considere “un paripé para la galería”. Hay una chica notablemente joven y visiblemente guapa que quiere casarse con el asesino icónico y anciano. Ha bastado una sonrisa bonita con un sí quiero para que, ya bien pisado el siglo XXI, sigamos hablando de él.

¿Por qué estamos hablando todavía de Charles Manson? La propia revista Rolling Stone se lo preguntaba hace cuarenta años durante el juicio mismo, en 1970. Los medios airearon insistentemente a Manson como el extremo de la maldad humana, pese a que estaban recientes el arresto de Lee Harvey Oswald y el juicio a Adolf Eichman. El asesinato de la actriz Sharon Tate y sus invitados en 1969 fue cruento, pero no es comparable ni con el exterminio en masa ni con un magnicidio. Y, sin embargo, su rostro se imprimió como imagen oficial del mal, sólo por debajo del mismísimo Hitler.

Repasando la documentación con mimo, da la impresión de que, más que el núcleo de la villanía humana, fue un criminal mediocre al que le cayó un marrón de categoría.

Conociendo a Charles Manson

Manson nació en Cincinnati en 1934, de padre desconocido y madre aficionada al alcohol. Su infancia fue un entrar y salir constante de reformatorios, celdas y presidios, y más de una vez rogó a los agentes que no le liberaran porque se sentía más en casa allí dentro que fuera. Todo cambió en 1967 cuando, después de cumplir seis años por falsificar un cheque de 36 dólares, cruzó la verja de San Francisco y descubrió el verano del amor. Abrazos gratis, comida gratis, alucinógenos de calidad y chicas, chicas en cantidad, que buscaban al nuevo hombre de la era de Acuario. Contra pronóstico, Manson tenía todas las cualidades para cubrir ese papel.

Los argumentos con los que Manson estableció su harén los apunta en una carta abierta que publicó en España la revista Triunfo en 1970. Contestando a una pacifista que le renegaba como parte del movimiento hippy, el gurú escribía: “Nunca he formado parte de vuestro mundo: he vivido en orfanatos, correccionales y en toda clase de jaulas o prisiones. He sido mantenido al margen de vuestra sociedad y nunca he aceptado nada de lo que han dicho los programadores y propagandistas que controlan el pensamiento de almas menos afortunadas que la mía. Me crié entre el resto de niños no deseados. Encuentro mi paz y mi amor dentro de mí. He vivido mi vida en el fondo de vuestro sueño americano junto a los negros y los mexicanos y a los desechos que vuestra sociedad no quiere admitir ni aceptar como suyos. ¿Te crees tú que los collares y el pelo te convierten en hippy?”. En otras palabras: la vida de Manson había tenido como punto de inicio el lugar que los hippies propugnaban como meta final. En estribillo de Chenoa: “Cuando tú vas, yo vuelvo”. Manson era un macho alfa y además tocaba la guitarra.

El discurso de iluminado nunca pasa de moda, como atestigua la TDT de madrugada y sus adivinos de teléfono. Manson lo adoptó y reunió en un solo perfil al líder espiritual, el hombre de la nueva era, el misterio del convicto y la sensibilidad del compositor musical. Y así se montó un harén bien lejos de la ciudad en un rancho en Death Valley y se inventó una historia para que ninguna de sus concubinas saliera de allí. Una inminente guerra entre negros y blancos (“los oprimidos frente a los poderosos, los encarcelados frente a los carceleros”) que iban a perder los caucásicos, pero –ojo al giro– donde los afroamericanos vencedores, cuando se posaran las cenizas de la batalla, reconocerían a Manson y a sus níveos seguidores como los nuevos líderes.

La coartada que se desmadra

Lamentablemente, una desavenencia con un tratante de drogas le llevó a ser cómplice del asesinato del músico y traficante Gary Hinman. El asesino, Bobby Beausoleil, lo mató de un tiro pero, para fingir que el crimen había sido obra de los Panteras Negras, escribió con sangre en la pared las palabras “cerdo político”. Para evitar que la policía siguiera el rastro del arma hasta su rancho, Manson tuvo una idea absurda: matar a otra persona y repetir el modus operandi del crimen. De esa forma –deliraba Manson–, la policía pensaría que el verdadero criminal seguía suelto, liberarían a Beausoleil y le dejarían en paz.

Decidió matar dos pájaros de un tiro. Había un rico productor musical (Terry Melcher) que le había prometido muchas veces grabarle un disco, sin cumplirlo jamás. Manson dio órdenes de que fueran a su casa, lo mataran y replicaran el crimen de Hinman, usando su sangre para escribir “cerdo” por las paredes. Y allí se fueron las chicas de su secta, el 8 de agosto de 1969, con órdenes concretas y la firme voluntad de satisfacer a su líder. Se montaron en el coche y fueron a casa de Melcher.

Pero resultó que Melcher ya no vivía en su casa, que había alquilado al director de cine Roman Polanski y la actriz Sharon Tate. La actriz del momento tenía 27 años y le faltaban dos semanas para tener un bebé. No les había dado tiempo ni de conocer a los vecinos. El espectáculo de los cinco cadáveres, víctimas de fama y dinero, cuchilladas en exceso y mensajes escritos en la pared (“cerdos”, “levantaos” “Helter Skelter”), ocupó la prensa internacional, reuniendo la sección del corazón con la de sucesos y, más adelante, con la de política. Como la televisión matinal de nuestros días, pero elevado a la máxima potencia.

¿Por qué estamos hablando todavía de Charles Manson?

Porque la versión oficial de los hechos había sido muy distinta: se dijo que Manson fue directamente a por los ricos y famosos para provocar ese apocalipsis racial con el que justificaba el aislamiento de su rancho. El fiscal vendió siete millones de copias de Helter Skelter, el libro donde se fraguó la versión oficial de Manson, su “familia” y el asesinato. Los medios la adoptaron sin fisuras. Lo sucedido era –como tituló a dos páginas la revista Triunfo– “un ceremonial sangriento de purificación” donde “la principal motivación fue el sadismo”, según un antetítulo de La Vanguardia.

Hoy nos resulta imposible imaginar lo que significó para la sociedad de entonces ver un crimen atroz cometido por chicas jóvenes y guapas. Inmediatamente después del juicio llegó la versión de una de las asesinas presentes, Sexy Sadie, que aseguró que Manson las sometía mentalmente.

Así se fraguó la imagen de Manson como nuevo icono de la villanía: era el lado oscuro de los hippies. Estrictamente, Manson no era producto del hippismo, sino del sistema penitenciario; había estado en libertad solo doce años en toda su vida, incluyendo los gateos infantiles. Pero a través de él se desmontó el movimiento, que fue juzgado por la prensa en un discurso homogéneo con variantes de un “vosotros, los jóvenes, decís mucho que paz y amor pero, en realidad, queréis asesinar y violar a las personas de bien que están tranquilamente en sus casas”.

El ABC tituló “La cruel matanza formó parte de un rito de los Hippies”, y días después señalaba en mayúsculas: “Este caso revela un cáncer dentro de una sociedad paradójicamente opulenta y abocada al nihilismo y la barbarie”.

Satanizar a los pacifistas por un hecho violento concreto les sonará bastante moderno a quienes han oído que las plataformas antidesahucios son “nazismo puro” o que los manifestantes de Sol quiebran el negocio de los quiosqueros. Si repasan la historia del movimiento hippy, verán que se detiene abruptamente tras alcanzar su cumbre en el megaconcierto de Woodstock, que sucedió una semana después de la noche de autos. A partir de entonces, el hippismo que hacía que los jóvenes se negaran a alistarse como soldados fue oficialmente decretado como el origen de todos los males. El mediocre Manson se hacía llamar Satán y le convirtieron en uno.

¿Por qué hablamos de Manson en el siglo XXI? O mejor, ¿por qué su novia, incluso desmentida, es tan noticiable como el propio Manson? Porque en cierta medida cierra el círculo, una chica hermosa que hace algo aparentemente atroz por un misterioso atractivo magnético. Un apego que en otras circunstancias tal vez se declararía amor sin darle tantas vueltas. La correlación entre belleza estética y contexto alarmante vuelve a los titulares, sin que el tiempo transcurrido sirva para desactivar la falsa imagen satanorrevolucionaria del presidiario Manson. Se necesita un texto tan largo como este para apenas plantarse en superficie.

La chica que ama a Manson toma los titulares, pero no como testimonio de que el amor es ciego. Tanta película diciendo que cualquier mal se subsana con cariño, y resulta que la primera que se acerca a ese enunciado lleva a medio mundo las manos a la cabeza. Igual que el sexo es monstruoso hasta que se ejerce, también el amor es puro hasta que se practica. Al menos todo el contexto ha servido para que la diferencia de edad sea de lo último que se hable. Ella, 25; él, 79.

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