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Frankenstein y el arroz dorado

Una plantación de maíz.

José Cervera

Llevamos utilizando herramientas de piedra desde hace por lo menos dos millones y medio de años, lo que significa que ya éramos una especie tecnológica al menos millón y medio de años antes de empezar a desarrollar inteligencia avanzada. Somos un mono cíborg incapaz de sobrevivir en ausencia de nuestro apoyo técnico. Para el ser humano no hay un edén pretecnológico al que volver: somos primates simbiontes con nuestra tecnología.

Y sin embargo a lo largo de la historia siempre hemos desconfiado de nuestras herramientas y temido sus efectos. El síndrome de Frankenstein, el temor patológico a nuestras propias creaciones, es real y muy antiguo: puede rastrearse desde la desconfianza de Platón hacia el efecto de la escritura en la mente humana hasta los movimientos luditas del siglo XIX pasando por el rechazo al ferrocarril, la electricidad o el telégrafo, el feroz odio a las vacunas por su carácter ‘artificial’ o el pánico a los móviles.

Lo nuevo genera rechazo, especialmente cuando afecta al mundo natural como ocurre con los cultivos genéticamente mejorados. La existencia de una tecnología capaz de modificar la herencia de los seres vivos le parece a muchos una abominación en el sentido religioso del término: algo pecaminoso, impuro. No importa que llevemos al menos 10.000 años modificando y adaptando a nuestras necesidades plantas y animales hasta el punto de crear seres vivos antes inexistentes como el maíz; no importa que las técnicas usadas hasta ahora sean mucho más imprecisas y provoquen más efectos secundarios.

De este modo surgen exigencias diseñadas no para garantizar la seguridad e idoneidad de estas técnicas, sino para bloquear su desarrollo. Se buscan pruebas de riesgos sanitarios, agrícolas, ecológicos, económicos o políticos y cuando no se encuentran se inventan o se fuerzan. Se exige demostración de una absoluta falta de riesgo imposible de proporcionar o se dificultan los adecuados ensayos y luego se dice que faltan datos. En algunos casos se destruyen campos experimentales y se amenaza o incluso se atenta contra los científicos implicados [pdf]. Técnicas de pura agitación.

Y como las pruebas científicas serias de daños reales faltan se añaden cuestiones económicas y políticas reales que afectan a la industria agrícola y al medioambiente, pero no son exclusivas de los cultivos genéticamente mejorados: prácticas extendidas como el comercio de variedades mejoradas y la prohibición de replantarlas, los abusos de posición dominante de empresas oligopolísticas, la incapacidad de los gobiernos para mantener mercados justos y el creciente impacto medioambiental de la agricultura industrial. Temas políticos importantes que es necesario abordar en sus ámbitos correspondientes, pero que nada tienen que ver específicamente con los OMGs (Organismo modificado genéticamente). La solución a los problemas agrícolas y alimentarios del mundo no es bloquear una tecnología incipiente, sino la acción política y la movilización.

Claro que un principio básico de la movilización es crear un enemigo y concentrar sobre él los ataques. El problema de los cultivos genéticamente mejorados no es tecnológico ni económico, sino político: quienes se oponen a determinadas prácticas y desean presionar a los gobiernos han convertido esta tecnología en el Coco. Y para ello han creado, como se hace en toda lucha política, una narrativa: los OMGs son malos para la salud, para el medioambiente y para la sociedad y es necesario limitarlos, regularlos y etiquetarlos.

Este es el problema: es perfectamente aceptable discutir los posibles males que se pueden derivar del uso de una tecnología, pero para hacerlo con seriedad hay que usar hechos. Y la afirmación de que los cultivos genéticamente mejorados son negativos para la salud o el medio ambiente es simplemente falsa. No hay ninguna prueba que indique que esta tecnología provoca enfermedades, como tampoco de que cause más problemas medioambientales que cualquier otra técnica agrícola estándar. Las pruebas que a veces se manejan son inadecuadas hasta acercarse a la grotesca manipulación.

Por eso el asunto del arroz dorado es un problema para organizaciones políticas como Greenpeace: porque desmonta su narrativa al probar que muchas de las objeciones a los OMGs no son más que engañifas, amenazas fantasmales sin sustancia real. No todos los cultivos genéticamente mejorados son propiedad de malvadas empresas monopolísticas como el supervillano Monsanto; no todos los cultivos mejorados mediante ingeniería genética son para aumentar los beneficios de unos pocos; no, estas variantes no necesariamente están vinculadas con plaguicidas; no, esta tecnología de mejora agrícola no es intrínsecamente mala, sino herramientas que se pueden utilizar incluso para ayudar a los más desfavorecidos.

Hoy tenemos 7.400 millones de seres humanos en el planeta Tierra, un número que se estabilizará entre 9.500 y 12.500 millones de personas hacia el año 2100. Para honra nuestra en las últimas décadas la cantidad de gente hambrienta y malnutrida es la más reducida de nuestra historia en términos relativos, una reducción que se produjo gracias a la Revolución Verde de Norman Borlaug; un enorme salto tecnológico que permitió multiplicar la producción de alimentos en un momento crítico en el que análisis técnicos preveían el colapso económico mundial para el siglo XXI por absoluta carencia de recursos.

Pero el calentamiento global, la deforestación de nuestras selvas y múltiples crisis ecológicas demuestran que estamos otra vez alcanzando los límites: sin un nuevo cambio tecnológico habremos alcanzado el tope de nuestra producción agrícola y el hambre dejará de reducirse. Ya no quedan nuevas tierras que roturar sin causar un daño letal al conjunto del planeta. Nuestra única posibilidad es aumentar la productividad, a ser posible reduciendo además el uso de abonos y plaguicidas.

Como otras veces a lo largo de nuestra historia el ingenio del ser humano nos ha proporcionado conocimientos y herramientas para atacar este problema. Gracias a la ingeniería genética podemos manejar las características de animales y plantas con una precisión y una delicadeza sin precedentes y crear variedades con capacidades inimaginables: podremos cultivar en tierras infértiles con menos abonos y plaguicidas y mayor rendimiento.

Justo cuando nos hace falta la ciencia ha puesto a nuestra disposición una caja de herramientas útiles para resolver nuestros problemas alimenticios e incluso reparar los daños que hemos provocado antes. Esto forma parte de una tradición que se remonta a más de dos millones de años atrás, la historia de un primate simbionte con su tecnología que va aprendiendo no sólo a desarrollarla, sino a usarla cada vez mejor. Tirar por la borda esa caja de herramientas por cuestiones de ideología política, mala ciencia y visceral rechazo no sólo sería poco inteligente: sería una traición a lo que somos.

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