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Túnez: el clamor del desencanto

En enero de 2011, y ante el estupor de la opinión pública mundial, una marea de protestas populares sirvió para abatir, en apenas dos semanas, la cruel dictadura del tunecino Zinedin el Abedin Ben Ali, uno de esos tiranos a los que Occidente siempre observó con indulgencia. Cansados de la represión, la pobreza, la corrupción y la falta de horizontes, miles de ciudadanos tomaron las calles con un único y atronador grito —“democracia, libertad y justicia social”—, que repitieron sin descanso hasta que el déspota, abandonado por sus propios aliados políticos, decidió huir a Arabia Saudí.

Siete años después, el primero de aquellos anhelos es casi una realidad. Formalmente, Túnez es a día de hoy un Estado democrático imperfecto, como la gran mayoría. Se ha dotado de una nueva Carta Magna, considerada la más avanzada del norte de África y del mundo árabe musulmán. Aunque todavía carece de un Tribunal Constitucional que vigile y frene la tendencia al neocesarismo imperante en las naciones que se asomaron las primaveras árabes, tanto su presidente, el anciano Beji Caïd Essebsi, como su Parlamento han sido elegidos por sufragio universal tras superar en 2014 una crisis política que casi hace descarrilar su todavía endeble transición. 

Las libertades han aumentado en el país norteafricano colocándolo a la cabeza entre sus pares y acortando la distancia con los Estados de derecho consolidados, aunque el camino por recorrer es todavía considerable. La tortura es aún una práctica común en ciertas comisarías, no se han abrogado las leyes que condenan la homosexualidad, y aunque el estatuto de la mujer es uno de los más modernos del sur del Mediterráneo, falla demasiado en cuestiones como la igualdad, el respeto y la violencia de género. 

Los atentados yihadistas de 2015 —que sumieron a Túnez en una segunda crisis, esta vez social y económica, que aún perdura—, revirtieron la tendencia e impulsaron un triste y peligroso retroceso en algunos derechos ganados tras la revuelta. Túnez vuelve a vivir en permanente estado de emergencia, un estatus de seguridad supuestamente provisional que desde entonces se renueva cada tres meses. Se han multiplicado los arrestos indiscriminados, se han limitado las libertades de opinión y reunión y han resurgido resortes viciados de la dictadura, como la intimidación y la persecución de activistas e intelectuales, principalmente progresistas.

Enero caliente

Las movilizaciones, huelgas y otras medidas de protesta se suceden desde el pasado año, pero se tornaron más virulentas en enero, una semana antes del séptimo aniversario del triunfo de la revolución, azuzadas por la efeméride misma y la muerte de un manifestante a manos de la policía en un área rural empobrecida próxima a la capital. Este retorno de la violencia nocturna y de las marchas pacíficas diurnas ha recuperado para el debate público una pregunta que se bisbisea en cafés y círculos de amigos: ¿está Túnez al borde de una segunda revolución? 

“Desde luego, claro que habrá una nueva revolución si es necesario”, explica Ayoub Jaoudadi, portavoz del colectivo No Olvidamos, No Perdonamos, uno de los más activos de la sociedad civil. En la misma línea se pronuncia Massoud Romdhani, presidente del Foro Tunecino por los Derechos Económicos y Sociales (FTDES), quien recuerda que la revolución comenzó en las regiones interiores, hartas de que el régimen de Ben Ali favoreciera la corrupción y e ignorase a una población castigada por la pobreza, el desempleo y la falta de infraestructuras. “Esas zonas sienten que los efectos de la revolución a la que prestaron la sangre no le han llegado y tienen por ello un sentimiento de rencor y venganza. No hay un dolor tan agudo como el de sentir que uno no tiene futuro en su propio país y que todo lo que ha hecho no sirve para nada”, afirma Romdhani. “Ahora se suele oír en la calle: ‘en tiempos de Ben Ali se vivía mejor’. Túnez vive una situación económica catastrófica y los sucesivos gobiernos no han logrado rectificar el tiro”, agrega el activista, convencido de que la agitación social seguirá y puede llegar a más.

 

La amenaza del yihadismo

Ello dependerá, quizá, de lo que aguante el único dique que se proyecta firme. Si la situación económica y social es similar a la que desató la Revolución del Jazmín, la política es completamente distinta. Ni a la comunidad internacional, ni al Gobierno que lidera el partido Nidaá Tunis, ni a sus socios de Ennhada les interesa un terremoto de indignación popular como el que se desató en 2011. A los dos primeros por la amenaza que supone el yihadismo, agazapado en la vecina Libia y activo en las áreas del suroeste tunecino. A los islamistas, el movimiento con más capacidad aún de movilización callejera, por cálculo estratégico. Primera fuerza en el Parlamento, una posible victoria en las elecciones municipales de mayo próximo —en las que parte como favorito— le dotaría de poder territorial y le colocaría en una posición de privilegio de cara a la presidenciales y legislativas de 2019. 

La justicia social representa la gran asignatura pendiente, el fracaso colosal que amenaza con arruinar de forma definitiva la única estructura democratizadora que ha sobrevivido al huracán contrarrevolucionario que en 2012 desataron potencias regionales regresivas, retrógradas y ultraconservadoras como Arabia Saudí. Sumida en una grave crisis económica, con las arcas vacías y las lacras económicas sin resolver, tan vivas como en tiempos de la dictadura —en particular la corrupción y el paro juvenil—, el país se sostiene en un alambre tan fino como el que se rompió aquel invierno de 2011. 

“En el terreno político, los avances son significativos, no hay duda”, admite un alto cargo de la Unión Europea. “Pero en el terreno económico se han perdido siete años en los que no se han esforzado en cambiar un sistema económico desastroso. Ya ahora se encuentran en una situación límite”, agrega el responsable, que prefiere no ser identificado. “La gente brama ahora de nuevo en las calles, se queja de las políticas de austeridad, y arremete contra la UE y el Fondo Monetario Internacional (FMI) porque exigen recortes y reformas”.

El FMI concedió en 2016 un préstamo a Túnez de unos 2.500 millones de euros, a devolver en un plazo de cuatro años. A cambio, exigió una serie de ajustes y reformas encaminadas a mejorar la macroeconomía, y en particular a atajar el desequilibrio presupuestario y reducir el déficit, talón de Aquiles de un sistema económico frágil, hijo del antiguo socialismo árabe, de raíces soviéticas, reticente a la inversión privada, sostenido en la explotación de fosfatos y el sector servicios, en particular el turismo, y de carácter paternalista. El Estado sigue siendo uno de los principales empleadores y los subsidios, el maná que durante décadas garantizó la paz social. 

“Tras la revolución la situación se ha vuelto muy complicada, sobre todo en el tema económico y financiero, porque no hay un crecimiento como aquel al que estábamos acostumbrados y los ataques terroristas han arruinado la economía nacional”, explica Kais Fekih, profesor del Instituto de Altos Estudios Comerciales de Cartago. El Tesoro está agotado y el Gobierno ha aumentado los impuestos de forma generalizada, sin explorar otras medidas alternativas.  “La carga impositiva se ha puesto sobre los hombros de la clase media, de las familias, de las pequeñas y medianas empresas, en vez del capital”, explica la fuente europea. Y aunque de momento se mantienen los subsidios, Fekih cree que es una cuestión de tiempo que los más desfavorecidos se vean también afectados. “Se ha producido una inflación y un aumento de los precios, y eso ha desatado las manifestaciones”, apunta. “No hay un aumento de los productos de primera necesidad, pero llegará porque la economía es una cadena en la que todo está relacionado”.

[Este artículo ha sido publicado en el número 55 de la revista Alternativas Económicas. Ayúdanos a sostener este proyecto de periodismo independiente con una suscripción]

En enero de 2011, y ante el estupor de la opinión pública mundial, una marea de protestas populares sirvió para abatir, en apenas dos semanas, la cruel dictadura del tunecino Zinedin el Abedin Ben Ali, uno de esos tiranos a los que Occidente siempre observó con indulgencia. Cansados de la represión, la pobreza, la corrupción y la falta de horizontes, miles de ciudadanos tomaron las calles con un único y atronador grito —“democracia, libertad y justicia social”—, que repitieron sin descanso hasta que el déspota, abandonado por sus propios aliados políticos, decidió huir a Arabia Saudí.

Siete años después, el primero de aquellos anhelos es casi una realidad. Formalmente, Túnez es a día de hoy un Estado democrático imperfecto, como la gran mayoría. Se ha dotado de una nueva Carta Magna, considerada la más avanzada del norte de África y del mundo árabe musulmán. Aunque todavía carece de un Tribunal Constitucional que vigile y frene la tendencia al neocesarismo imperante en las naciones que se asomaron las primaveras árabes, tanto su presidente, el anciano Beji Caïd Essebsi, como su Parlamento han sido elegidos por sufragio universal tras superar en 2014 una crisis política que casi hace descarrilar su todavía endeble transición.