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Día 72 en estado de alarma: la hora del descorche

Foto: Pixabay

Alejandro Luque

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Debo confesar que, en algunos momentos de este confinamiento, llegué a pensar que hacía años que no me encontraba tan bien. Sobre todo por la noche, cuando todos dormían y me quedaba a solas con mis libros, mis series, acaso alguna tardía conversación de whatsapp. A esa hora respiraba hondo y hacía recuento: dormir, comer bien y sin prisa, hacer una hora diaria de ejercicio, tener tiempo para leer con calma, pasar tiempo con mis padres, estudiar idiomas, escribir en serio. Incluso para no hacer nada. Ni siquiera recordaba cuándo pude permitirme eso por última vez durante un tiempo más o menos prolongado. ¿Años?

A una amiga a la que echaron del trabajo, su pareja trató de animarla diciéndole: ¿No te das cuenta de que te están regalando tiempo? Así es, así ha sido. Uno se hace consciente de que el tiempo es carísimo: todas mis colaboraciones en medios, las charlas, los cursos que iba a impartir, los encargos y hasta algunos conciertos con mi grupo, todo se cayó de la noche a la mañana, antes de la declaración del estado de alarma. Pasé de no tener literalmente tiempo para respirar, a abrirse para mí días enteros como páginas en blanco, listas para ser completadas como se me antojara.

No negaré que el daño económico es considerable, y que la ayuda estatal –aun muy de agradecer– da para pagar el piso y poco más. Por suerte, uno ya sabe lo vulnerable que es el periodismo, y los ahorros en previsión de vacas flacas siempre están a mano. Pero la sensación de reencontrarme con mi propia vida, sin estridencias, sin alharacas, tan solo en el sentido de ser consciente de quién eres y de cómo corre tu tiempo, es sencillamente impagable. No sé cuánto durará, espero que no demasiado; sí quisiera, en cambio, que no se me olvide tan fácilmente el valor de esa rara soberanía sobre uno mismo.

No se me olvida, desde luego, que este paréntesis se ha dado a costa de una tragedia. La de muchísimas familias que han visto mermados sus ingresos hasta casi la agonía, de muchos padres que habrán perdido el sueño pensando cómo saldremos de esta. Y de muchas vidas, decenas de miles, que se han ido y se siguen yendo en un suspiro, entre ellas las de un buen amigo. Sin embargo, creo que todavía no hemos llegado al duelo real: todo ha sido tan anómalo, tan extraordinario, tan bañado de irrealidad, que nuestra razón rechaza aquello que la evidencia afirma. Tiempo habrá de llorar a los nuestros y de sentir la herida. Todavía estamos anestesiados por el shock, quitándonos las telarañas de lo vivido sin distinguir qué hemos soñado y qué ha sido verdad.

Esta ha sido la hora de sentir cerca a los cercanos, y ajenos a los otros. No suelo borrar de mis redes a quienes no piensan como yo, y menos a los que están en las antípodas, porque prefiero saber el mundo plural en el que vivo. Pero reconozco que a los que han estado dando la matraca desde el primer día, a los que desde el sofá de su casa se han dedicado a despotricar y hacer ruido, una inmensa y grosera bola de ruido, he aprendido a silenciarlos una temporada. Que los canales de comunicación estén abiertos no les autoriza para no usarlos de forma responsable y considerada. El silencio que dejaban era bellísimo, el necesario para leer y reflexionar.

A los otros, a los amigos y las amigas queridos, también he aprendido a dejarlos que aparezcan y desaparezcan a su gusto. O al menos estoy aprendiendo a hacerlo. Creo que todos nos hemos dado cuenta de que la sociedad hiperconectada también nos abocaba a la jaqueca y el estrés, sobre todo si se trataba de videoconferencias multitudinarias. Ahora ensayo el abrir las puertas para que entren y salgan a su gusto: bienvenidos, los primeros; fue un placer, vuelvan cuando quieran, los segundos.    

Asimismo, he aprendido a admirar a la mayoría de mis vecinos y a temer a algunos, los que, ni siquiera en los días de mayor peligrosidad, han sido capaces de moderar sus caprichos y contener su egoísmo; inconscientes, irresponsables, me han recordado que una pandemia no cura la estupidez, y que no todos salen mejores –como pretendían los adeptos de Mr Wonderful– de una situación como esta.

Termino consignando un descubrimiento: puesto que en casa todos son abstemios, he constatado que soy un bebedor radicalmente social, que ha pasado 73 días sin probar una gota de alcohol, cosa que mi hígado y el resto de mi anatomía deben de haber agradecido sobremanera. Ahora, en la víspera del cambio de fase, me dispongo a poner fin a este largo alarde de sobriedad y, del mismo modo que tanta gente parece disparada hacia las calles y playas como si se produjera un masivo y simultáneo descorche, me dispongo a abrir una botella de vino y brindar por lo aprendido, por la salud de los que estamos y la memoria de los que se fueron.      

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