Andalucía Opinión y blogs

Sobre este blog

La portada de mañana
Acceder
El horizonte judicial de Mazón por la gestión de la DANA: los delitos de los que se le acusa
Más de la mitad de centros de crisis de violencia sexual no ha abierto a días del plazo
Opinión - Los Ayuso Amador y el poder. Por Rosa María Artal

Me dicen

30 de octubre de 2024 17:48 h

0

Me dicen que juegue a las muñecas, a las cocinitas, a los recortables. Que me entrene en el cuidado ajeno. Tengo cinco años cuando el mundo era otro, cuando me dicen que no suba a los árboles, que no coja palos y aliente el polvo. Que me concentre en los trazos de la cartilla Rubio, de la letra pautada. Me dicen que me ponga derecha, que tense los hombros hacia atrás, la espalda recta, me dicen. Me dicen que no esconda el cuerpo, que saque pecho. Me dicen que un día me alegrará ser más alta que muchos hombres, que muchas mujeres, más alta.

Tengo trece años, catorce, quince. Es sábado por la mañana. Los sábados por la mañana me quedo despachando en la papelería de mi madre. Mamá me dice que tenga cuidado, que me deja al cargo, que ella tiene que ir a comprar al almacén, hacer la comida, dejar lista la casa. Me dicen cómo contar las monedas en la palma de las manos y dar la vuelta correcta, no equivocarme en el cambio. Me dicen en qué se diferencia el papel pinocho del celofán, el celofán del vegetal, el vegetal del papel cebolla. Los toco todos. A veces los pongo delante de mis ojos para ver el mundo más terso. O de color azul. O rugoso. O con sombras polvorientas.

Tengo quince años cuando el mundo era otro. Me dicen que me baje la falda, que no me la ponga tan corta para no soliviantar los ánimos. Me dicen “ánimo” cuando quieren decir “deseo”, deseo por la carne. Por la mía. Me dicen que me ande con ojo, que mis piernas son excesivas con esos tacones. Me dicen que me arregle de esta manera, de aquella otra, que me ponga zapatos de tacón, me dicen que no tanto. Tanto, no. Ahora que suelo ir con calzado deportivo, me dicen que quizás no debería. Ya saben.

Tengo diecisiete cuando el mundo es otro. Me dicen: Pórtate bien y aprende. Me dicen que a los chicos no les gustan las niñas gorditas. Me dicen que estoy canija, que coma. Me dicen que tenga una fuerza de voluntad férrea, que sea obstinada. Me dicen que no sea cabezota.

Me dicen que no sea estrecha, que me relaje, que me deje llevar –a dónde, con quién- que no sea frígida y me someta. Me dicen que no sea zorra, ni fresca, ni una calientapollas. Me dicen lo que escribió Simone de Beauvoir, que una mujer libre es justo lo contrario a una mujer fácil. Tengo veinte años. Me dicen cómo hacer carrera. Me dicen que alargue la jornada laboral ocho, diez horas, doce. Que no reclame hora extras. Que no me meta en luchas sindicales, que deje que lo haga otro, que se señale otro, que se suicide otro. Me dicen que no diga no.

Me dicen que estudie, que podremos con todo. Somos la generación de los últimos lentos y los primeros desencantados. Las sobradamente preparadas: tú puedes ser lo que quieras, nos decían. La generación JASP. Me dicen que no haga carrera, que sea madre, que tenga una familia.

Tengo veinticinco años. Me dicen que no me case, que cómo se me ocurre siendo tan joven. Me dicen que la voy a cagar. La cago. Me dicen: Te lo dije. Me dicen: Ten hijos. Me dicen: No todas las mujeres necesitan tenerlos. Cuando tengo a mi primer hijo, me dicen: Lactancia a demanda, nada de cereales. Me dicen que no me divorcie, que aguante. No te divorcies. Aguanta.

Tengo treinta. Treinta y cinco. Me dicen que en el trabajo tengo la piel muy fina, que es normal que me hagan bromas sobre mi físico, que no exagere porque el tipo intentara manosearme en el ascensor. Me dicen otra vez que llevo la falda muy corta. Me dicen que la mujer es más mujer por lo que calla que por lo que cuenta. Más mujer. Por callar. Me dicen cómo tomar una rotonda, con qué ángulo exacto.

Cómo atar mejor la bici para coger el cuadro delantero. Me dicen, incluso, cómo dar el pecho. Cuántas veces. Primero el derecho, luego el izquierdo. En la siguiente toma al revés, para que se te vacíen por igual. Me dicen cómo criar a mis hijos. Cómo hacer para no engordar tanto durante el embarazo. Me dicen cómo recuperar el peso perdido, el tiempo perdido, la vida perdida, cómo hacer para recuperar la figura.

Me dicen cómo reír, no con la boca demasiado abierta y que nunca, nunca, muestre la lengua. Me dicen cómo deformarme sin parecer un espantajo. Cómo derramarme o cómo contenerme. Me dicen que me salve, que deje de sangrar, que me muera, que me cosa las heridas. A veces aluden a mi cara de asco. Me dicen: no seas histérica, no exageres. Eso no es abuso. Eso no es violencia. Me dicen que no sea feminazi, que no vea errejones por todas partes. Me dicen que el pobre confundió persona con personaje.

Tengo 46 años. Me someten a una cuadrantectomía. Me dicen que no haga el Camino de Santiago sola, que es peligroso, atrevido, unos puntos frescos. Pregunto por qué el cáncer de mama es la única enfermedad comercializada del mundo. Pregunto por qué no hay campañas de recaudación para el cáncer de próstata en los packs de calzoncillos de los tíos. A estas cuestiones no me responden.

Me dicen currita, burguesa, de clase media. Me dicen desclasada y clase mierda. Me dicen que no use pantalones raídos. Que no me salga con el esmalte de uñas, que no me salga con el pintalabios, que no me salga. Que ya no tengo edad para ciertas cosas. Me dicen que ojo con ser gorda, con ser flaca, con tener mucho sexo, con no tener ganas o tenerlas a reventar, ojo con ser vieja, con no ir maquillada o maquillarme demasiado.

Me dicen cómo ser una mujer deseada, pero mucho cuidado con ser una mujer deseante.

Me dicen que escriba best sellers. Tramas asequibles, picantes. Me dicen que no escriba cuentos o novelas que desgarren, que no publique ciertas cosas, que no arremeta contra el Opus Dei, que no sea explícita cuando critique la pedofilia, que no hable de suicidio, de hipersexualización de la infancia, de la religión, de la depresión, de la culpa y de la medicalización de nuestros problemas.

Me dicen que vale, que está bien que mis personajes den voz a los que no tienen voz, pero que no griten. Me dicen que no diga que los monstruos no son monstruos, que tienen madre, padre, hijos, hermanos. Que tú puedes conocer a varios de esos monstruos. Que quizás duerman contigo.

Me dicen que me guarde la valentía y que la coja con la punta de los dedos y la pliegue una, dos, mil veces hasta volverla mansa y raquítica. Me dicen que me tome una pastillita y doble la ansiedad como en un ejercicio de papiroflexia. Me dicen que no evidencie ciertos estilos de liderazgos. Que no sea molesta. Me dicen que sonría y haga, que sonría y calle, que sonría y baile. Me dicen que me olvide de escribir opinión, de airear temas incómodos.

Me dicen, me dicen, me dicen. Y tras casi cincuenta años de escucha activa de tantos dimes y diretes –aquel dime que apuñalé con un cuchillo de cocina; aquel direte que guardé en el cajón de la ropa interior o ese que continúa doliendo– me pregunto qué se dirán a sí mismos los que tanto nos dicen a las mujeres. ¿Qué os decís? Y por más que insisto, tan solo encuentro silencio y asfixia.

Me dicen que juegue a las muñecas, a las cocinitas, a los recortables. Que me entrene en el cuidado ajeno. Tengo cinco años cuando el mundo era otro, cuando me dicen que no suba a los árboles, que no coja palos y aliente el polvo. Que me concentre en los trazos de la cartilla Rubio, de la letra pautada. Me dicen que me ponga derecha, que tense los hombros hacia atrás, la espalda recta, me dicen. Me dicen que no esconda el cuerpo, que saque pecho. Me dicen que un día me alegrará ser más alta que muchos hombres, que muchas mujeres, más alta.

Tengo trece años, catorce, quince. Es sábado por la mañana. Los sábados por la mañana me quedo despachando en la papelería de mi madre. Mamá me dice que tenga cuidado, que me deja al cargo, que ella tiene que ir a comprar al almacén, hacer la comida, dejar lista la casa. Me dicen cómo contar las monedas en la palma de las manos y dar la vuelta correcta, no equivocarme en el cambio. Me dicen en qué se diferencia el papel pinocho del celofán, el celofán del vegetal, el vegetal del papel cebolla. Los toco todos. A veces los pongo delante de mis ojos para ver el mundo más terso. O de color azul. O rugoso. O con sombras polvorientas.