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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

“La fin del mundo”

“La fin del mundo, la fin del mundo...”, bromeaba hace unos días un gitano en la puerta de un supermercado zaragozano. Allí, ya entrada la noche, a caballo de la Magdalena y la plaza del Pilar, y cerca del Ebro, uno sintió un escalofrío al visualizar una escena de película apocalíptica que se complementaba con las estanterías de productos como el pollo o la pasta prácticamente vacías y con el papel higiénico agotado.

“La fin del mundo...”. Fue escucharlo y mis pensamientos volaron hacia mis padres, hacia la generación de la guerra y la posguerra, que habían pasado entre otros el coronavirus del hambre, de la mortalidad infantil, de una esperanza de vida mucho más corta que la actual, de unos raquíticos servicios públicos, de unos ingresos muy ajustados para sacar adelante una familia y que estaban obsesionados con la escasez de bienes básicos,

Los que sobreviven todavía hoy almacenan en casa todo tipo de productos, sobre todo conservas, por lo que pueda suceder. Como guardaban el azafrán o algunos ahorros en baúles y armarios por si se casaba un hijo, por si enfermaba o se tenía que operar alguien de la familia, o por si acontecía una desgracia.

“La fin del mundo...”, esa voz cerca de la calle del Sepulcro me succionó hacia el túnel del tiempo, hacia el blanco y negro del estraperlo, del trueque, de la economía circular, cuando se aprovechaba todo hasta las pieles de los conejos que se vendían después de dejarlas secar en la pared de la cochera, y los residuos que se generaban eran cero, los envases se reutilizaban, por ejemplo las gaseosas con cromos de futbolistas, y los restos de comida eran para las gallinas, los gatos, los perros o el cerdo.

Padres que habían tenido que afrontar el odio, la pérdida de seres queridos en la guerra incivil, de exiliados y estigmatizados por pertenecer al bando perdedor, la miseria de la posguerra y salarios de pobreza que los que podían complementaban con el estraperlo y el trueque.

Padres que se deslomaron en los trabajos físicos, padres que nunca se fueron de vacaciones, que nunca cogieron un avión, que disfrutaron muy poco del cine y del teatro, padres que se privaron de muchas cosas para que sus hijos pudieran estudiar una carrera y subir en el ascensor social.

Padres que nos regañaban porque los que les costaba digerir el ritmo de vida consumista que llevábamos hijos y nietos. Padres que daban las gracias una y mil veces al personal sanitario cuando iban a la consulta médica o estaban ingresados en un hospital porque valoraban, y cómo la valoraban, la universalidad de la sanidad pública, de una buena atención cuando se quiebra la salud o cuando se acerca el final.

Ahora, si pudiera, me gustaría decirles a mis padres que eran fuertes, muy fuertes, para enfrentarse a cualquier adversidad. Me gustaría decirles que bien entrado el siglo XXI, con enormes avances tecnológicos y de conocimiento, abducidos por las pantallas y la saturación/intoxicación informativa, somos mucho más vulnerables, líquidos y miedosos que ellos.

Incluida la dubitativa Unión Europea, que tiene que inyectar ya mismo dinero y estímulos en las economías de los 27, y la democracia que tanto costó traer y a la que los bulos de las redes sociales y la desmedida aceleración informativa están zarandeando ante cualquier emergencia o estado de alarma al alimentar cual plaga el miedo que solo puede beneficiar a poderes autoritarios porque erosiona instituciones y consensos ante situaciones excepcionales.

Los que hablan de caos y de gobierno impresentable son los mismos que quieren menos Estado y más privatizaciones. Los mismos que cerraron camas en la sanidad pública en las comunidades en las que gobernaban porque, hay que recordarlo, está transferida a las autonomías.

Los mismos que son partidarios de socializar los costes y privatizar los beneficios. Todavía está pendiente que las entidades financieras rescatadas devuelvan los más de 47.000 millones en subvenciones públicas.

Los mismos que echan bilis contra el gobierno de turno ante una pandemia global a la que derrotaremos más pronto que tarde si tenemos calma, disciplina, sentido de estado y sentido común.

Los mismos que sospechan de los guantes morados de alguna ministra o se ensañan con la de Igualdad por alentar las manifestaciones del 8-M al margen de que fuera o no lo más sensato. La diputada Ana Pastor y los diputados Ortega Smith y Carlos Zambrano no estuvieron y también dieron positivo en coronavirus.

En estas situaciones de alarma es cuando se interioriza la fuerza del Estado y de una sanidad pública bien dotada de recursos humanos y materiales.

En estas situaciones es cuando uno se emociona recordando a la generación de sus padres que eran infinitamente menos quejicas, más fuertes y agradecidos a lo público que nosotros. A lo mejor es que ellos ya habían sobrevivido a “la fin del mundo”.

“La fin del mundo, la fin del mundo...”, bromeaba hace unos días un gitano en la puerta de un supermercado zaragozano. Allí, ya entrada la noche, a caballo de la Magdalena y la plaza del Pilar, y cerca del Ebro, uno sintió un escalofrío al visualizar una escena de película apocalíptica que se complementaba con las estanterías de productos como el pollo o la pasta prácticamente vacías y con el papel higiénico agotado.

“La fin del mundo...”. Fue escucharlo y mis pensamientos volaron hacia mis padres, hacia la generación de la guerra y la posguerra, que habían pasado entre otros el coronavirus del hambre, de la mortalidad infantil, de una esperanza de vida mucho más corta que la actual, de unos raquíticos servicios públicos, de unos ingresos muy ajustados para sacar adelante una familia y que estaban obsesionados con la escasez de bienes básicos,