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Santander contra sí misma: una historia triste del patrimonio

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Santander, otra vez, contra sí misma. Podría ser la frase que resume las políticas que en materia de patrimonio implementan los responsables locales de su conservación y difusión. Parecería que el pasado estorba en la otrora “Atenas del Norte”. Una vez tras otra sus huellas se pierden o son borradas, sin miramientos con el fin de dar satisfacción a intereses ajenos a cualquier utilidad social. La falta de conocimiento, cuando no el desprecio del valor de las cosas más una manifiesta desidia, son el fondo de muchas de las desastrosas actuaciones que contemplamos cotidianamente. Es difícil entender el desinterés de Santander sobre su propia historia visto el abandono de lo poco que queda tras una existencia bimilenaria. Nos hemos convertido en un lugar sin alma, donde seguimos cambiando los muebles antiguos y valiosos del abuelo por otros de aglomerado: lustrosos y modernos, sí, pero efímeros.

El equilibrio entre el presente y el pasado, con respeto y reconocimiento al legado recibido permite su adecuación a las necesidades actuales, es decir, la preservación del bagaje histórico sin alteraciones irreversibles. El patrimonio constituye, en este sentido, una fuente inagotable de conocimiento tanto por las obras que han perdurado como por las que ya no están. Es desalentador el escaso eco que las denuncias de personas y asociaciones independientes tienen sobre una ciudadanía y una clase política que, salvo excepciones, mira sistemáticamente hacia otro lado. A los santanderinos, claramente, nos gusta evocar mucho más que conservar. La evocación nos permite construir paraísos perdidos a la medida de nuestros deseos y es más placentera que la conservación de elementos que no siempre son lo que nuestros ojos querrían ver.

El siglo XX resultó nefasto para nuestro patrimonio local, y si, como dice el conocido arquitecto finlandés Juhani Pallasmaa, “la arquitectura refleja, materializa y hace eternas ideas e imágenes de la vida ideal”, parece que en Santander el ideal tiene que ver más con el olvido que con la memoria. Es un hecho que han primado los intereses de unas élites animadas fundamentalmente por la ambición y conocedoras de las posibilidades que ofrecen las tragaderas de una población resignada, cuando no sumisa, y unas autoridades cómplices, carentes de imaginación para repensar nuevos usos, con negligencia y abandono manifiesto de sus obligaciones.

El recurso a los desastres acontecidos en la ciudad (especialmente la explosión de vapor Cabo Machichaco a finales del XIX o/y, sobre todo, el incendio de 1941), como los responsables de esta escasez patrimonial resulta un mero tópico, que se ha constituido en una verdad que enmascara y absuelve, y que la simple enumeración de algunos de los desmanes deja claramente en entredicho: desaparición de buena parte de los edificios del Cabildo de Arriba, reconstrucción del Mercado del Este (para convertirlo en un lugar, siendo benévolos, con una utilidad social menor), destrucción de El Sardinero como espacio coherente, borrando buena parte de los edificios y entorno que le dieron entidad, deterioro de la Iglesia del Convento de las Clarisas en la Calle Alta del que se habla recurrentemente sin que ninguna institución frene su proceso de ruina, derribo del edificio de la antigua Diputación o de la Prisión Provincial para convertirla en un aparcamiento.

Esta relación incompleta debe incluir tres pérdidas a las que prestaremos una atención mayor: la destrucción de la residencia vacacional de Benito Pérez Galdós (San Quintín) y pérdida para la ciudad de su valioso contenido, el incendio del Museo de Arte de Santander, con la pérdida de obras de arte y materiales de apoyo, unido al deterioro de la Biblioteca de Menéndez Pelayo, y el derribo del Teatro Pereda. Estos tres espacios representan una desgraciada continuidad histórica que, a pesar de suceder en distintos momentos de la última centuria, comparten una misma suerte. Un hilo conductor invisible permite unir sus destinos bajo un mismo denominador: el desinterés por su conservación a pesar de su indudable valor patrimonial y colectivo.

San Quintín

Pocos santanderinos saben que en la calle que lleva su nombre desde 1908, vivió durante más de cuarenta años Benito Pérez Galdós, temporada tras temporada. Un inusual reconocimiento en vida a tan insigne morador.

En el semanario La Montaña de 31 de diciembre de 1921, editado en La Habana por la colonia montañesa, aparece el artículo 'San Quintín - El hotel vacío', donde se lee:

“En cuanto alguien llama a la puerta del hotel aparece Rubí [Manuel Rubín, sirviente de Pérez Galdós y cuidador del lugar] en el umbral y dice amablemente:

-Pase Usted. Puede Usted ver todo el hotel. Esto está abierto para todas las visitas.

--¿Vienen muchas?

-Extranjeros sí; bastantes. Americanos en su mayoría. Españoles, pocos“.

Benito Pérez Galdós frecuentó la ciudad desde 1871 hasta 1917. De su relación con ella da muestra la quinta que mandó construir en el camino que llevaba a El Sardinero, creando no solo un hogar, sino un lugar donde recopilar recuerdos, objetos y buena parte de sus manuscritos. Un taller donde forjó algunas de sus más importantes obras, creando un importante foco cultural en el Santander de principios del XX. Sin embargo, fue olvidado con la misma facilidad con la que se le reconoció entonces. Como ha escrito la escritora María Toca: “Mal se guardó el amor de Galdós por nuestra ciudad. Mal pagamos su apego perdiendo el poder realizar una casa museo de San Quintín que glorificara el tiempo que pasó el maestro entre nosotras”.

Los pormenores de la pérdida de tal legado son de sobra conocidos, aunque hay que decir que también fueron muchos los intentos y acciones por parte de personalidades de la cultura de la época, tanto conservadoras como progresistas, para mantenerlo en Santander. Nada fue suficiente. En 1936 estuvo a punto de quedarse con la decidida adquisición por el Estado de la quinta y sus fondos que se oficializaría durante la truncada estancia vacacional del presidente Manuel Azaña.

Tras la Guerra Civil la condición de republicano y socialista, aunque sobre todo su actitud crítica con la Iglesia de su época, marcó el devenir posterior y la falta de interés de los santanderinos y autoridades del nuevo régimen. En la posguerra, la casa fue vendida y remodelada con prontitud hasta quedar irreconocible: su contenido fue trasladado a Madrid, expoliado o perdido, siendo finalmente adquirido por el Cabildo Insular de Gran Canaria donde actualmente se ubica a pesar del empeño con el que el obispo de la Diócesis de Canarias, Antonio Pildáin, trato de evitarlo, sin éxito, afortunadamente.

La memoria de Galdós se fue difuminando en la ciudad, cubriendo así de olvido a quien fuera un enamorado de Santander víctima del conservadurismo español y el catolicismo ultramontano que logró impedir, incluso, que se le concediese el Premio Nobel de Literatura patrocinando a la contra a Menéndez Pelayo como genuino representante de las letras españolas. Paradójicamente, tanto uno como otro se profesaban respeto y admiración mutua.

Sin embargo, la desidia fue la fuerza que más contribuyó a la pérdida del legado de Galdós en la ciudad, como se constata en que otros lograron lo que aquí no. Imaginar el impacto sobre la oferta cultural de Santander de este legado produce un gran desasosiego, máxime cuando esta fue su voluntad y la de su familia, pero claramente no la de la población que eligió para pasar sus más gratos momentos.

Teatro Pereda

No hay santanderino de ayer o de hoy que no recuerde o haya oído hablar del Teatro Pereda. Situado en los primeros números de la Calle Santa Lucía, esquina Río de la Pila, que desde 1919 fue el principal teatro de la ciudad. Con más de 1.700 localidades de distinto nivel repartidas en varios pisos, una cuidada decoración y unos adelantos técnicos considerables para la época se convirtió en el centro de la vida cultural de Santander hasta su demolición en 1966, albergando distintos tipos de representaciones escénicas y siendo en su último año de existencia sede de actividades del Festival Internacional.

Su desaparición supuso una muestra de desprecio a la conservación del patrimonio cultural, una prueba de la apuesta por los intereses económicos sobre cualquier otro y del escasísimo compromiso de las autoridades locales con la conservación de las señas de identidad urbanas.

La Hoja del Lunes del 29 de agosto de 1966 recogía esta nota: “El próximo 31 de agosto será el último día en la vida, larga y gloriosa del Teatro Pereda, tan entrañable en la historia y en la sociedad santanderina. Al día siguiente, el primero de septiembre, comenzará su demolición. En su clausura y despedida pronunciará una charla el Padre Cué, la última voz que sonará en el viejo coliseo: El miércoles, 31 de agosto a las 7,30 de la tarde”.

El 5 de septiembre de 1966 José Simón Cabarga escribía una pequeña crónica de ese acto en el mismo diario dentro de la sección 'Diario de un provinciano siete fechas en la vida local': “Miércoles: El Padre Cué no ha querido entonar un responso al Teatro Pereda en su conferencia al actuar de dolorido tramoyista que corrió la cortina de la vieja escena como acto último… El Padre Cué quiso, por el contrario, cantar a la resurrección de nuestro teatro, si es que, en efecto, resucita algún día. Conmovido también cuando le habló de lo que había sido para la vida santanderina, esa sala creada para la mayor gloria de la dramática española y que un día torció el rumbo amenazada con ser arrollada por el signo de los tiempos. Dentro de unos días comenzará el desmantelamiento del teatro… ¡Qué de evocaciones para esa hoy anciana dama que lució una juventud maravillosamente hermosa en las inolvidables noches de ópera! Cuarenta y siete años no eran una edad lo bastante madura como para tan rápida declinación. Puede que sea mejor así, para no estremecemos mañana ante el espectáculo opresivo de la decrepitud total”.

Las referencias al suceso no abundaron en la prensa, aunque, dada la pervivencia del recuerdo ciudadano, debió causar un notable malestar. La empresa propietaria del teatro (Marsall-Calzada) lo vendió a una constructora para erigir viviendas de dudoso gusto que aún afean el fondo de la Calle Martillo.

Cabe preguntarse cuáles fueron las verdaderas razones para la absoluta inacción de las autoridades ante el derribo y por qué otras instancias, públicas o privadas, de esas que presumen de llevar a Santander en el corazón, no hicieron nada para paralizar tamaña tropelía. Lo cierto es que, otra vez, la conjunción de intereses económicos absolutamente primarios, la inacción cuando no complicidad de las autoridades y la falta de una sociedad comprometida que pudiera hacer frente a estos actos impidieron la salvación de uno los mejores teatros de España. Duele saber que otras ciudades similares cuidaron y hoy pueden disfrutar de lo que nosotros dejamos derribar sin ningún miramiento.

Biblioteca de Menéndez Pelayo

Las tropelías cometidas contra este fondo bibliográfico de altísimo valor son especialmente dolorosas por su propiedad pública y por su actualidad, mostrando las cicatrices de lo que, tras años de abandono en la práctica hoy nos encontramos, un fondo gravemente deteriorado con verdaderos tesoros bibliográficos puestos en peligro irresponsablemente.

Menéndez Pelayo legó a Santander su colección de libros y otros documentos, así como el edificio que los alberga en 1912, tras lo cual el Ayuntamiento lo restauró, dejándolo como lo hemos podido contemplar hasta hace poco, encargando el proyecto al arquitecto Leonardo Rucabado. En su testamento estableció que, si el Ayuntamiento no quisiera el legado o, una vez aceptado, no lo gestionase correctamente, deberían ser otras instancias de la Administración quienes se hiciesen cargo de él.

Pues bien, poco o nada de la voluntad del bibliófilo se ha tenido en cuenta visto el trato dispensado a su colección, a pesar de ser Santander la ciudad depositaria del legado de uno de los intelectuales más admirados por el pensamiento conservador español, tan arraigado en la misma.

La prensa se ha hecho eco del desastre describiendo la situación encontrada al comienzo de los trabajos de restauración iniciados este mismo año, como podemos ver en el artículo publicado en elDiario.es: “Insectos 'comelibros' se daban un festín con la biblioteca de Menéndez Pelayo valorada en 77 millones”.

La empresa, antes de proceder al empaquetado de los libros para su traslado, procedió a limpiarlos y a catalogarlos, porque había ejemplares que no estaban donde debían de estar y otros simplemente no habían sido catalogados al carecer de signatura…

Se encontraron libros deformados por la humedad, con agresiones físicas externas, almacenaje inadecuado o mal uso…

…prácticamente hay que restaurarlo todo… Llama TSA [la empresa adjudicataria] la atención especialmente sobre los libros más valiosos que se encontraban en el despacho del director y que recibieron las consecuencias del agua de los bomberos vertida para apagar el incendio del MAS...“.

Cabe preguntarse, de nuevo, por qué no se hizo nada para evitar el desastre durante todos los años pasados, y son muchos. Cuáles son las causas de la precariedad de medios y si el Ayuntamiento está capacitado para continuar la labor de preservación y difusión del patrimonio bibliográfico dados los catastróficos antecedentes.

Está claro que el incendio del Museo de Arte de Santander, otro desastre monumental del que seguimos sin saber gran cosa, afectó de rebote a la Biblioteca de Menéndez Pelayo, haciendo emerger a la opinión pública la desastrosa gestión del patrimonio en la ciudad. Es probable que si el insigne polígrafo hubiese solo sospechado el trato que las autoridades locales han dado a su legado, su altruista decisión hubiese sido otra.

Nuevamente el hilo invisible que teje el trágico destino de nuestro patrimonio: la desidia, la dolosa inacción de unas autoridades ocupadas en efímeras batallas sin trascendencia incapaces de ver la importancia de la tarea que se les ha encomendado o sencillamente incompetentes para afrontarla. Por último, remarcar que Patrimonio no es sinónimo de estatismo sino de adaptación, y protegerlo no es un ejercicio de nostalgia sino de verdadera modernidad. Comportarse como si no hubiera un mañana es un estúpido acto de egoísmo con los y las santanderinas que están por llegar.

Los usos, costumbres y creaciones materiales que forman la memoria colectiva están construidos sobre experiencias y recuerdos en general no experimentados personalmente, pero tomados como ciertos y compartidos entre las distintas generaciones conviene por ello no olvidar que todo es memoria en este momento o lo será muy pronto.

Santander, otra vez, contra sí misma. Podría ser la frase que resume las políticas que en materia de patrimonio implementan los responsables locales de su conservación y difusión. Parecería que el pasado estorba en la otrora “Atenas del Norte”. Una vez tras otra sus huellas se pierden o son borradas, sin miramientos con el fin de dar satisfacción a intereses ajenos a cualquier utilidad social. La falta de conocimiento, cuando no el desprecio del valor de las cosas más una manifiesta desidia, son el fondo de muchas de las desastrosas actuaciones que contemplamos cotidianamente. Es difícil entender el desinterés de Santander sobre su propia historia visto el abandono de lo poco que queda tras una existencia bimilenaria. Nos hemos convertido en un lugar sin alma, donde seguimos cambiando los muebles antiguos y valiosos del abuelo por otros de aglomerado: lustrosos y modernos, sí, pero efímeros.

El equilibrio entre el presente y el pasado, con respeto y reconocimiento al legado recibido permite su adecuación a las necesidades actuales, es decir, la preservación del bagaje histórico sin alteraciones irreversibles. El patrimonio constituye, en este sentido, una fuente inagotable de conocimiento tanto por las obras que han perdurado como por las que ya no están. Es desalentador el escaso eco que las denuncias de personas y asociaciones independientes tienen sobre una ciudadanía y una clase política que, salvo excepciones, mira sistemáticamente hacia otro lado. A los santanderinos, claramente, nos gusta evocar mucho más que conservar. La evocación nos permite construir paraísos perdidos a la medida de nuestros deseos y es más placentera que la conservación de elementos que no siempre son lo que nuestros ojos querrían ver.