Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
Cuando Comillas cambió
Es frase repetida y (re)citada aquella de “un día que cambió para siempre la historia”. Suena bien, tiene gancho y permite hacernos los listos, que es para lo que básicamente se inventó la comunicación intraespecífica, supongo. Pero es, con todo, falsa. Al menos, inexacta, porque (casi) siempre se pueden rastrear los prólogos de cualquier situación en los días, semanas e incluso años anteriores a la fecha escogida como trascendental. Y, así, nosotros no podemos llegar a entender (a entender en todas sus consecuencias, en toda su magnitud, en toda su polifacética maldad) una mañana como la del 18 de julio de 1936 sin saber qué se estaba gestando desde muchos meses antes. Y, de esa forma, el razonamiento se nos queda cojo, o al menos incompleto, y lo que escapa entre nuestros dedos es, sí, solamente una oración vacía.
Pero a veces no. A veces, muy pocas veces pero esas veces justifican las demás, a veces, digo, sí que hay un día que cambia un destino. Un devenir. De una persona, de un grupo, incluso de una disciplina. También, claro, de un pueblo. Y eso es precisamente lo que le pasó a la Villa de Comillas, que si hoy en día es lo que podemos ver se debe, en buena medida, a algo que ocurrió en una fecha muy concreta. El 6 de agosto de 1881, por más señas.
Es que, ojo, aquel día visitaba Comillas nada menos que el rey de España. Alfonso XII por más señas. El de dónde vas triste de ti. El monarca, no Dolores la de Los Suaves. Culpable de ello (de la visita, no de la tristeza) fue Antonio López López, un comillano internacional que muy pronto saltó a América por hacer dinero (y por huir de ciertas pendencias, novios cornudos y demás), pegó un buen braguetazo allá por Cuba (con perdón de la expresión), se puso a manejar mano de obra esclava con trazas de primor y, finalmente, se forró lo que no está en los escritos. Tanto que acabó siendo íntimo del monarca, que para esto de jugar el mus la Corona siempre ha gustado de agenciarse a grandes fortunas. Y es este Antonio, ya nombrado por el Rey como Marqués de Comillas desde 1878, quien invitó al Borbón a pasar unos días de asueto estival en la villa que lo vio nacer. Y aquello, claro, cambió la faz del pueblo.
Porque acoger al rey, a la familia real, al Gobierno en pleno (Comillas albergó el 5 de septiembre de 1881 un Consejo de Ministros, lo que de facto la convirtió en capital del Reino, ahí es nada), y a cuantos industriales, ricachones, marquesitos, chisgarabís, correveidiles y cantamañanas iban aparejados a tales viajes no es moco de pavo. Así que Comillas se tuvo que poner bien guapa para contemplar paseos regios, bañucos de ola o sesiones de casino y club social (prostitutas y pelis pornográficas no, esas llegaron en el Santander de su hijo, el campechano Alfonso). Adecentó sus entradas con arcos de bienvenida, trajo a la península la primera iluminación artificial de carácter público (16 parejas de farolillos importadas directamente desde los laboratorios que Edison tenía en Newcastle y París), acondicionó calles y plazas, asfaltó caminos y hasta creó una nueva carretera, la misma que aun hoy sigue rodeando la Villa y que tan hermosas vistas deja sobre el océano y el vecindario. Así que el rey estuvo la mar de contento, y hasta repitió al año siguiente, cosa de destacarse sin duda.
Pero, más allá de los aspectos más simbólicos, la Visita Real era la consagración de una localidad que estaba viviendo toda una revolución estética en el tránsito hasta el siglo XX. Será en el breve lapso de unos veinte años cuando en Comillas surjan (siempre de la mano del Marqués y de sus allegados, parientes o adyacentes) una serie de obras que hoy en día la distinguen como la joya modernista que es. Una auténtica rara avis, un cachito de la Barcelona sofisticada y burguesa que se ha trasladado a orillas del Cantábrico. Surgen el Capricho, el primer edificio atribuido a un excéntrico arquitecto que ya había colaborado diseñando una pérgola para el jardín del Marqués, y que respondía al nombre de Antoni Gaudí. Se erige también el Palacio de Sobrellano, con plano de Joan Martorell y en cuya cripta colaboró también Gaudí con cierto mobiliario; la austera Casa Ocejo; se rehabilitan la Fuente de los Tres Caños y el conocido Cementerio de Comillas, que toma trazas de la antigua iglesia parroquial de estilo gótico (ambas obras de Domènech i Montaner), que es hoy uno de los símbolos de la Villa); y el muy particular monumento a Antonio López, que ejecutará definitivamente Montaner siguiendo las trazas de Cascante. Incluso se construye la Universidad Pontificia, que será un centro de enorme importancia desde el punto de vista educativo, religioso e ideológico en la España del siglo XX, y refugio inicial de algunas ideas que más tarde se han venido mostrando como casi preponderantes (los Legionarios de Cristo entran en Europa a través de Comillas).
Se podría seguir, porque hay más cosas. Más palacios, palacetes y casonas en la propia Comillas. Más villas en pueblos de alrededor, levantadas por aquellos “adosados” que querían acompañar al rey en sus vacaciones pero no tenían peculio suficiente para alojarse en el mismo lugar que Su Majestad (me imagino que hoy en Mallorca pasen cosas parecidas). Carreteras y escuelas, buques y periódicos. Una auténtica revolución, vaya. Porque, a veces, el tópico (una verdad repetida muchas veces, que dijo Baudelaire) nos sirve, y un día, un día concreto, cambia para siempre la historia. Como cambió, aquel 6 de agosto de 1881, la de una pequeña villa al borde la mar.
Es frase repetida y (re)citada aquella de “un día que cambió para siempre la historia”. Suena bien, tiene gancho y permite hacernos los listos, que es para lo que básicamente se inventó la comunicación intraespecífica, supongo. Pero es, con todo, falsa. Al menos, inexacta, porque (casi) siempre se pueden rastrear los prólogos de cualquier situación en los días, semanas e incluso años anteriores a la fecha escogida como trascendental. Y, así, nosotros no podemos llegar a entender (a entender en todas sus consecuencias, en toda su magnitud, en toda su polifacética maldad) una mañana como la del 18 de julio de 1936 sin saber qué se estaba gestando desde muchos meses antes. Y, de esa forma, el razonamiento se nos queda cojo, o al menos incompleto, y lo que escapa entre nuestros dedos es, sí, solamente una oración vacía.
Pero a veces no. A veces, muy pocas veces pero esas veces justifican las demás, a veces, digo, sí que hay un día que cambia un destino. Un devenir. De una persona, de un grupo, incluso de una disciplina. También, claro, de un pueblo. Y eso es precisamente lo que le pasó a la Villa de Comillas, que si hoy en día es lo que podemos ver se debe, en buena medida, a algo que ocurrió en una fecha muy concreta. El 6 de agosto de 1881, por más señas.