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OPINIÓN | Elige tu propia desventura, por Isaac Rosa

Hospitales

Me gustan los hospitales. Me gustan los quirófanos y las anestesias y las transfusiones de sangre y los trasplantes y las operaciones de rodilla. Me gustan las batas blanquísimas y los pasillos que parecen no tener un final y las salas de urgencia. Me gustan las personas que se dedican a la medicina y me gustan los fármacos. No deseo que me ingresen en un hospital pero deseo tener un hospital cerca cuando me pase algo, aunque sé bien que a veces tener un hospital cerca no sirve de nada. A mi hermana se le rompió una vena dentro de la cabeza en la misma puerta de Valdecilla y de poco sirvieron las camillas y la unidad de cuidados intensivos. Los hospitales no son una garantía, son lugares imperfectos donde las cosas se intentan y los desenlaces fatales, muchas veces, se frenan o retrasan. Lugares donde el dolor, si es posible, se calma. Pero no siempre.

Cuando alguien dice que no le gustan los hospitales entiendo que, en realidad, lo que quiere decir es que no les gusta la enfermedad. A mí tampoco me gustan las enfermedades ni los accidentes pero sí me gustan los hospitales, me gustan con sus aciertos y sus errores porque sé que es imposible que no los haya, porque entiendo que tiene que ser complicado tomar decisiones que pueden ayudar o no a los otros, porque comprendo que asumir ese riesgo de intentar curar implica la posibilidad de no saber hacerlo y de equivocarse, porque hay que tener cierto coraje para hacer eso durante treinta o cuarenta años casi a diario y escuchar, después, los reproches cuando no fue posible ayudar. Hay médicos malos y desagradables, claro que sí. Pero hasta los malos nos salvan muchas veces.

Me gustan los hospitales con todas sus limitaciones, porque no todo tiene arreglo y ocurre que las personas, qué sorpresa, resulta que al final se mueren. La vida tiene estas cosas y los cuerpos sus límites. Si la muerte y la enfermedad estuvieran más asumidas a nivel público no trataríamos a los hospitales como un lugar de desgracia sino como un lugar donde las desgracias, muchas veces, se evitan o se alivian. No los veríamos entonces como lugares peligrosos o sospechosos o desagradables o de los que desconfiar sino como espacios en los que pasan cosas que se parecen mucho a eso que otros llaman milagros.

Me gustan los hospitales. Me gustan los quirófanos y las anestesias y las transfusiones de sangre y los trasplantes y las operaciones de rodilla. Me gustan las batas blanquísimas y los pasillos que parecen no tener un final y las salas de urgencia. Me gustan las personas que se dedican a la medicina y me gustan los fármacos. No deseo que me ingresen en un hospital pero deseo tener un hospital cerca cuando me pase algo, aunque sé bien que a veces tener un hospital cerca no sirve de nada. A mi hermana se le rompió una vena dentro de la cabeza en la misma puerta de Valdecilla y de poco sirvieron las camillas y la unidad de cuidados intensivos. Los hospitales no son una garantía, son lugares imperfectos donde las cosas se intentan y los desenlaces fatales, muchas veces, se frenan o retrasan. Lugares donde el dolor, si es posible, se calma. Pero no siempre.

Cuando alguien dice que no le gustan los hospitales entiendo que, en realidad, lo que quiere decir es que no les gusta la enfermedad. A mí tampoco me gustan las enfermedades ni los accidentes pero sí me gustan los hospitales, me gustan con sus aciertos y sus errores porque sé que es imposible que no los haya, porque entiendo que tiene que ser complicado tomar decisiones que pueden ayudar o no a los otros, porque comprendo que asumir ese riesgo de intentar curar implica la posibilidad de no saber hacerlo y de equivocarse, porque hay que tener cierto coraje para hacer eso durante treinta o cuarenta años casi a diario y escuchar, después, los reproches cuando no fue posible ayudar. Hay médicos malos y desagradables, claro que sí. Pero hasta los malos nos salvan muchas veces.