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En el Área de Vigilancia Intensiva (AVI) del Hospital Clínic de Barcelona una abrumadora mayoría de mujeres lucha contra la cara más dura de la COVID-19. Esta unidad es la más especializada de Catalunya en enfermedades infecciosas. Recibió en febrero a la primera paciente que se detectó en la España peninsular y desde entonces no ha parado ni un día de atender casos de coronavirus. Doctoras, enfermeras, técnicas y limpiadoras de esta unidad nos han permitido acompañarlas durante 4 días en su lucha diaria contra la pandemia.

“Todo empezó en la UCI donde estamos ahora. Aquí ingresó la primera paciente”. La doctora Sara Fernández, internista del Área de Vigilancia Intensiva (AVI) del Hospital Clínic, recuerda perfectamente a la mujer italiana de 36 años que recibió el primer diagnóstico de COVID-19 en este hospital. Era 24 de febrero y se confirmaba el primer positivo de la península ibérica. Hoy, 10 meses y 50.000 muertos después, sabemos que la joven italiana no era, ni de lejos, el primer caso de COVID. Miles de infectados por el nuevo virus ya tosían en todo el país, pero la llegada de la mujer a la AVI del Clínic fue una de las primeras gotas visibles de la mayor tormenta que haya vivido nunca el sistema sanitario español. “Lo más duro era informar a las familias por teléfono”, recuerda la doctora Fernández. 

Está sentada sobre la mesa de un pequeño cuarto reservado para los médicos de la AVI E014, una de las dos salas que actualmente tiene esta UCI. A su lado está María, médico residente y también una jovencísima estudiante que forma parte del “auxilio sanitario”, universitarios de último año que han pasado directamente a trabajar en los hospitales como refuerzo ante la pandemia. “Es mi primer día”, puntualiza. Frente a su puerta, dos mujeres se frotan enérgicamente las manos con gel tras quitarse el traje de protección personal (EPI) por quinta vez el día de hoy. Son Helena Alonso y Ana Pak, técnicas de radiología. Su trabajo es fotografiar diariamente los pulmones manchados de los pacientes COVID graves del hospital. Y eso son muchos pulmones.

“De la primera ola recuerdo el miedo. No saber a qué nos exponíamos ni cómo protegernos”, dice Ana. “Y la tristeza. Aprendimos a comunicarnos con la mirada y veías que todos los compañeros tenían los ojos tristes”, añade. “Fue extremo”, completa Helena. “A mí me dolía mucho la cabeza, todos los días. No sabía si era un síntoma o el estrés. Cada uno intentaba en su casa desahogar toda la tensión como podía. Yo hacía ejercicio para quemar la ansiedad, porque, si no, machacaba a mi familia”, explica. “Ahora nos hemos acostumbrado”.

Unidad casi femenina

Al otro lado de la pared está la isla de enfermería. Hay ordenadores que monitorizan constantes vitales, una máquina de gasometrías que echa humo y varias estanterías y cajones llenos de insumos médicos. Frente al mostrador, cinco habitaciones con paredes de cristal en las que yacen, intubados y cableados, los pacientes más graves de este hospital. Este jueves de noviembre por la mañana 12 personas trabajan en esta unidad. Además de las dos doctoras, la estudiante de medicina y las dos técnicas de radiología, hay cinco enfermeras y auxiliares de enfermería y una limpiadora. Todas mujeres. Normalmente se ven pocos hombres en esta UCI. Hoy no hay ninguno.

En este centro barcelonés, el 72,5% del personal sanitario son mujeres. En toda España, la proporción es similar: algo más de dos de cada tres profesionales de la salud (el 68,27% en 2019). Además, esta proporción aumenta en puestos donde la relación con el paciente es más cercana, como en enfermería, profesión históricamente femenina y donde las mujeres llegan a ser casi el 85%. Imma Carmona, coordinadora de enfermeras de la AVI ofrece un dato incontestable “De 30 personas en enfermería, tengo tres enfermeros y un auxiliar. 26 mujeres por 4 hombres”. 

El proceso de feminización entre los médicos también es una cuestión generacional: cuanto más jóvenes, mayor porcentaje de mujeres. Como consecuencia, durante la pandemia las mujeres sanitarias se han contagiado en una proporción mucho mayor que los hombres: el 76,5% del personal sanitario infectado por la COVID-19 es femenino, según el último informe [1] disponible del Ministerio de Sanidad con fecha del 10 de mayo.

“La UCI es un entorno hostil, casi de guerra, no sabes qué te vas a encontrar. Hay mucha generosidad entre quienes eligen trabajar ahí”. María José Merino es la jefa de gestión financiera de la que depende la Área de Vigilancia Intensiva del Clínic. Normalmente su trabajo queda lejos de la primera línea, pero en esta pandemia poco queda de normal. “Yo nunca había estado tanto en las salas como en esta pandemia. He entrado en la UCI a llevar respiradores con el doctor Pedro Castro (jefe de la AVI). Ahí he visto enfermeras llorando. Venían de trabajar de infanto-juvenil y nunca habían tratado pacientes COVID. En casa me decían, ¿por qué vas a la sala COVID? Y no sé decirte el porqué, pero ahora voy más. Formas parte de algo grande”, cuenta. 

Jerarquía evaporada

María José trabaja en una zona administrativa del hospital, pero en los pasillos frente a su despacho se puede ver un entramado de tuberías por las que circularía, si fuera necesario, oxígeno. Se instalaron en el mes de abril, por si había que llenar con camas y respiradores también esta ala del hospital. La pandemia lo ha cambiado todo, las salas, los comportamientos y la manera de trabajar. “Aquella jerarquía entre el doctor y la enfermera, que lo trataba de usted, ha desaparecido, y si la había con la COVID se ha erradicado del todo. Nadie podía ser más que nadie, por muy buen médico que fueras necesitabas a las enfermeras. Hemos tenido aportaciones muy interesantes de gente a la que a veces antes no se escuchaba”, asegura Merino.

A lo largo de los últimos 40 años, las mujeres han ido tomando posiciones en el mundo de la medicina. En 1980, sólo el 17,5% de los facultativos colegiados eran mujeres y desde entonces esa cifra no ha parado de aumentar. En 2017 se consumó el sorpasso y por primera vez en la historia de España hubo más doctoras que doctores. A pesar de ello, los puestos de dirección médica siguen estando ocupados mayoritariamente por hombres. En el Hospital Clínic de Barcelona, de los diez Institutos en los que se divide el hospital, siete tienen como directores médicos a hombres. Los datos indican, sin embargo, que la feminización de la sanidad es una cuestión generacional y la tendencia sugiere que tarde o temprano habrá un relevo en los puestos de dirección.

Dolores es una de las más veteranas en la sala E014 de la AVI: lleva 39 años trabajando como limpiadora en el mismo hospital. Barrer suelos y fregar habitaciones es un oficio de riesgo cuando trabajas en una UCI COVID, pero a Dolores la pandemia la cogió preparada. “Ya habíamos practicado el protocolo para el Ébola. Para mí, ponerme un EPI no era nada raro. Aun así, lo he pasado mal, he tenido miedo. Mucho miedo. Sobre todo, a contagiar a los familiares”, explica. Aunque la pandemia no solo deja malos recuerdos. “Hubo un día que paramos todas un momento y nos hicimos una foto juntas para recordar este momento. Médicos, enfermeras y auxiliares. Todo el equipo”, cuenta.

Los pitidos rompen el silencio

En la habitación que Dolores acaba de limpiar, hay una mujer de pelo negro que aparenta unos 50 años. Está acostada e intubada, como la mayoría de los pacientes de esta UCI, pero a diferencia de la mayoría, no está inconsciente. Lleva varios días de mejoría y los doctores han decidido reducir su sedación. Pero el virus ha sido inclemente con sus pulmones y todavía necesita la ayuda del respirador. Sus brazos, además de perforados por las vías intravenosas, están atados a la cama con dos muñequeras que le impiden cualquier movimiento. Recuperar la consciencia cuando se está intubado es un paso delicado. Algunos pacientes entran en pánico e intentan sacarse el tubo. 

Cuando la doctora Sara Fernández entra en esa misma habitación, unas horas después, la AVI E014 luce muy diferente. Está a punto de empezar el turno de noche y solo cuatro personas —cuatro mujeres—, siguen trabajando en este lugar. Habría silencio si no fuera por los pitidos de los monitores de constantes vitales. Fernández, enterrada bajo sus gafas de esquiador, su doble mascarilla y su bata desechable, intenta transmitir un poco de calor humano. Mientras acaricia el pelo oscuro de su paciente con sus guantes, la doctora Sara acerca su rostro al de la mujer y le cuenta su evolución. Es un momento íntimo, aunque las pieles no se toquen y los aires no se compartan.

Mientras tanto, en la habitación contigua, un hombre calvo y corpulento empeora por momentos. Su piel está empapada del sudor provocado por una fiebre demasiado alta. La mirada de la enfermera que lo atiende, que no pierde de vista un monitor parpadeante, no augura nada bueno. La doctora Fernández lo chequea y deja indicaciones a uno de los médicos encargados del turno de noche. Se lava las manos meticulosamente, como lo ha hecho decenas y decenas de veces en el día de hoy. El Área de Vigilancia Intensiva del Clínic no cierra nunca, pero Sara Fernández ha terminado por hoy. 

“En la primera ola la sociedad nos convirtió en héroes. Ahora... Ahora, ya no”